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Diario de lectura II: 'El hombre que no fue jueves'

El reto de un escritor hoy: ganarle a la trivialidad tecnológica que se instauen nuestras vidas.

Andrés Candela
“Basta nacer” para no dormir prácticamente nada, despertar y darme cuenta de que aún me sentía burlado por la cercenada historia de Casanova que Esteban dejó caer en la primera digresión del libro. Pero me encantó –sobre todo– verme haciendo lo que hace mucho tiempo no hacía: echarle mano primero al libro antes que a la tableta para leer las informaciones. Ese es el verdadero reto de un escritor hoy en día: ganarle a la trivialidad tecnológica que se instauró en nuestras vidas con los teléfonos y las tabletas. Probé el café, miré la hora y continué.
“Es un libro con una óptica actual, real y virtual como todo lo de hoy, pero con una enhebrada ficción que no se rinde, que no se deja ganar de la inimaginable e inagotable realidad”, escribí lacónicamente en las primeras notas a mano después del primer batacazo.
Tenía, para mí y el libro, más de cuatro horas antes de comenzar la primera clase del día y así, encontrar –de una vez por todas– su principal historia mientras de fondo sonaba Queen, como siempre ha sonado para cualquier actividad de mis días; incluso, con una fortuita frase que en el silencio de la madrugada, no sé por qué, adquirió mayor elocuencia: “…pensando como joven, envejecer no es un pecado”. Pero Esteban ya me había sacado de mi idilio musical, ya me estaba llevando muy sigilosamente por el arquetipo de la idiosincrasia italiana, su gastronomía; mejor dicho, con una muy elaborada maldad académica, ya me estaba anestesiando para darme un nuevo golpe.

La suerte del disoluto amante ya no importaba y un nuevo alegato, un roquero inciso británico me llevaba de nuevo muy lejos.

“El rayo es agudo, siniestro para aquel que lo toque, severo con quienes buscan su compañía…” Esa fue la puerta anglosajona que él abrió para llevarme por aquellos caminos ya despoblados que la humanidad utilizó como rutas de escape cuando la maldición de la torre de Babel aún era la noticia del día y los hombres buscábamos afanosamente congéneres poseídos con la maldición similar; es decir, en una parte del libro –ingenuamente– creí que iríamos muy lejos, casi hasta la mismísima protolengua, y luego –en esa misma puerta lingüística– aposté conmigo y el libro: en alguna línea, sí o sí, Esteban debe tener preparada una analepsis, en la cual, por la virtud de “hombres siempre en guerra gritando con la espada al aire”, tendrán que salir Juan Sánchez Villalobos Ramírez y el legendario Connor MacLeod a hablar de algo, ¡de lo que sea! O por qué no, para cortarle la cabeza al fugado Casanova porque “solo puede quedar uno”.
“Lo que sea” ya no podían ser mis alegres hipótesis mentales de hojas en blanco, pero me sentía muy bien saliendo del libro gracias a su historia. La suerte del disoluto amante ya no importaba y un nuevo alegato, un roquero inciso británico me llevaba de nuevo muy lejos, años atrás, para escuchar a mi viejo reteñir en el aire que la culpa de todo era de Yoko Ono (cuando yo ni sabía quién carajos era la culpable de su declaración; ídem, con otra de sus ofuscaciones, la separación de Abba), pero que Yoko Ono era la culpable de todo y ahí se manifiesta de nuevo Esteban para darle la razón –o sugerirla– en “El hombre que no fue jueves”. Y yo… me llevaba otro porrazo porque ahí tampoco estaba la historia del libro, pero ya por lo menos tenía algo: un nombre.
Podría quedarme –sin exagerar– haciendo más que una columna sobre el libro, un ensayo; incluso, un diario de placeres, aplausos mentales y preguntas que me ayuden a ubicar la realidad y la ficción: lamentablemente lo hice, se lo pregunté a Esteban y herí la dicha que el libro me otorgó durante dos días; además –lo sé de sobra–, también hubiera podido hacer un informe de lectura más rápido y verdaderamente coherente, un trabajo Word de carpintería: quitando, pegando, cortando y agregando, pero no. Un libro no se merece eso, mucho menos el autor y totalmente imperdonable si se hace un insulso “informe plano y comercial” cuando se trata del hijo de un amigo.
P. S.: Aún no nos conocíamos, y esperando una escala en un aeropuerto cayó en mis manos un artículo sobre Juan Esteban Costaín cuya foto parecía sacada de ‘El nombre de la rosa’ con un libro prohibido, detrás una especie de vitral de capilla, pero con un toque muy Andy Warhol sobre la mesa: una Coca-Cola en lata.
ANDRÉS CANDELA
Andrés Candela
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