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La verdadera historia apenas empieza

Llegar a un acuerdo con las Farc fue fácil, comparado con lo que será implementarlo. Pero eso es lo que puede cambiar a Colombia.

Ya es un lugar común que el miércoles 24 de agosto del 2016 fue un día histórico para Colombia.
Que el Gobierno y las Farc llegaran a un acuerdo para poner fin al conflicto; que al día siguiente el texto completo se publicara; que el presidente Santos declarara el cese definitivo de la confrontación militar, y que en un mes en un plebiscito Colombia dirá si está de acuerdo o no es, sin duda, algo que ningún colombiano vivo, salvo los mayores de edad en 1957, había visto. Eso es historia.
Pero el acuerdo no es lo histórico. Lo verdaderamente histórico será lograr implementarlo, no se diga completo, sino así sea en parte. Lo fácil de este proceso fueron los cuatro años exactos que tomó negociar el acuerdo. Lo difícil serán los 10 o 20 años que tomará implementarlo.
Porque eso es lo que puede cambiar a Colombia. Esa transformación –no los beneficios a las Farc– es el sentido profundo del acuerdo final anunciado el miércoles.
Por eso es tan compleja la discusión pública hoy en curso. Casi todas las miradas están puestas en los presuntos ‘sapos’ que habría que tragar para aceptar este acuerdo (si los comandantes de las Farc van a la cárcel; si participan en política; si la amnistía cubre narcotráfico, en fin...). Pero esos ‘sapos’ –y ojo que varios de ellos son presuntos– solo son una parte microscópica de las 297 páginas publicadas este miércoles.
Este es un elemento al que poco se refieren los críticos de la negociación: lo acordado en La Habana puede volver por fin a Colombia, al cabo de 200 años de independencia, una nación moderna.
Cambia el campo, con el que se busca resolver una deuda histórica que lo lleve de la servidumbre a la modernidad. Cambia la política, que se apuesta a peluquear de clientelismo, favores y corrupción. Cambia el narcotráfico, que, junto a la guerra, ha marcado a este país desde 1970. Se fortalece la respuesta a las víctimas –judicial, de verdad, de reparación, de que nunca se repita lo que les pasó–. Cambia la democracia, para abrir paso a la participación de la gente. Cambia el centralismo, para dar protagonismo a territorios y comunidades.
Eso es lo radical de los acuerdos, no las supuestas concesiones a las Farc.
Esto despierta resistencias tremendas y soterradas. Que en lugar de defender abiertamente sus privilegios amenazados recurren a explotar el sentimiento urbano contra la guerrilla.
Las élites rurales que acumulan tierra y no pagan impuestos; los políticos tradicionales que se hacen elegir a punta de clientela y proceden a repartir contratos y recibir tajada; los que no quieren reconocer que el Estado y sus agentes han sido tanto o más victimarios que la guerrilla; los civiles que financiaron guerras sucias; los que han pescado en el río revuelto de la guerra para enriquecerse, todos ellos no se oponen al acuerdo final porque beneficie a las Farc sino porque no los beneficia a ellos.
Esos cambios que pueden transformar a Colombia son lo verdaderamente radical de los acuerdos. Y lo verdaderamente difícil de hacer realidad. Basta ojear el acuerdo final sellado entre el Gobierno y las Farc para entender la magnitud colosal de los compromisos que se asumen.
Se necesitaron medio siglo de guerra y lustros de negociación, de Belisario a Santos, para entender que con las armas no habría ni democracia ni equidad; solo con un acuerdo para convivir.
* * * *
Ese es el valor de fondo de lo acordado. Implementarlo será increíblemente difícil. El acuerdo es tan ambicioso, su arquitectura tan compleja, su enfoque en la gente y los territorios tan opuesto a la tradición política que ponerlo en práctica demandará una decisión titánica no solo de este Gobierno, sino de los que vienen.
Por eso, la verdadera historia de esta negociación empieza solo ahora, a partir del acuerdo final.
Álvaro Sierra Restrepo
cortapalo@gmail.com
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