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La corrupción es política

La ausencia de control político, y de separación real de poderes, unida a la falta de partidos políticos, es el gran catalizador de la corrupción.

Muchas expresiones o conceptos, por causa de su repetición, terminan perdiendo sus alcances y hasta su acepción original. Por ejemplo, muchos politólogos siguen hablando del ‘constituyente primario’ como referencia a la participación directa del pueblo en la toma de decisiones en la antigua Grecia, a pesar de que hoy, en promedio, por lo menos en nuestro país, más del 60 por ciento de la población se margina de cualquier participación política.
A veces, para no profundizar en la argumentación, se dice que tal o cual actitud es contraria a la ‘democracia’, sin pensar que el concepto no se agota en la realización de elecciones –no importa cómo– cada cuatro años. Igual se usa, como una especie de ‘coco’, la palabra ‘polarización’, como si la política no fuera por definición la confrontación de ideas, hombres o partidos por el manejo del Estado, eso sí, sin violencia, mentira o fraude.
Pero donde este fenómeno se ve más claro es en la permanente referencia de políticos, periodistas y profesores de ciencia política a la ‘corrupción’. Casi siempre se ignora de qué se habla. En términos generales, la corrupción se refiere al ejercicio indebido de lo público para satisfacer, por torcidos métodos, ambiciones económicas.
Muchas veces, quienes más se espelucan para hablar de la corrupción son los que más la practican, como las mafias del narcotráfico que adelantan campañas contra el consumo de drogas. Como lo menciona Juan Gossaín en una de sus interesantes crónicas en este diario, el 9 de diciembre es considerado como el día internacional en la lucha contra la corrupción. Claro que ahora hay día internacional prácticamente para todo.
En todos los programas de gobierno es recurrente la referencia a la lucha contra la corrupción. Así ha sido desde que Gaitán adoptó el lema de la ‘restauración moral y democrática’. En este como en otros campos, hemos escogido el camino fácil de cambiar las leyes. Probablemente seamos en América Latina el país que más normas tiene contra la corrupción administrativa. El Código Penal se ha reformado muchas veces. Se crean tipos penales, se agilizan procedimientos, se aumentan las penas y todo sigue igual.
Hemos expedido varios estatutos anticorrupción, uno de los cuales lo sacó adelante en el Congreso el actual fiscal general en su condición de ministro de Justicia, en 1995. Existe una Comisión Nacional de Moralización que preside el jefe del Estado, pero que casi nunca se reúne.
Y a pesar de tantos estatutos de contratación, con toda clase de controles, los contratos se siguen señalando a dedo en más del 90 por ciento en las regiones.
Cada cierto tiempo escuchamos cifras, casi siempre en billones, sobre la pérdida que para el erario significa la corrupción. Si hablamos de que al año son 20 billones, ¿cómo se llega a esa cifra? ¿Equivale a pago de sobornos o de sobrecostos? ¿En qué entidades? ¿Quién se apropió de los bienes? Sobre todo: ¿dónde están los culpables? ¡Y tenemos contralorías para vigilar el uso de los fondos públicos!
Valdría la pena hacer estudios comparando lo que le cuesta al país todas las contralorías, y confrontarlo con los dineros recuperados. Nos acostumbramos a que cada cierto tiempo altos funcionarios judiciales o de control ‘escandalicen’ al país sobre montos de corrupción, cuando su función es precisamente evitar que eso ocurra.
El germen de este flagelo está en el sistema político. Si se permite, sin controles reales que se gasten en campañas inmensas cantidades de dinero, ¿qué otra cosa puede esperarse distinta a que los ‘elegidos’ recuperen la ‘inversión’?
La ausencia de control político y de separación real de poderes, unida a la falta de partidos políticos, es el gran catalizador de la corrupción. De nada sirven las normas, si vía clientelismo el Estado se les entrega por girones a políticos que no siempre piensan en el interés general. En relación con la corrupción, la impunidad es judicial, política y, sobre todo, social.
Alfonso Gómez Méndez
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