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Morada al sur

La voz de Arturo se esparce incólume, bella, recordándonos que somos el espíritu de un entorno.

Si hay un texto breve en la poesía colombiana que sea la memoria lírica de nuestra naturaleza es 'Morada al sur', de Aurelio Arturo. Nariñense de La Unión, Arturo fue un fiel lector del Dante, de Eliot, de Yeats, de Pound, y en nuestro medio admiró a Silva y a Barba Jacob. El poeta Augusto Pinilla exalta el silencio como su fatum y considera que “la morada al sur solo es digna de sí misma como la noche oscura del alma del poeta”, que resume la exquisitez profunda de los 14 poemas que componen este canto que está encallado para siempre en nuestra literatura.
En un país cuya naturaleza es socavada con el cinismo de nuestro tiempo, por locomotoras propias y ajenas, donde la paz también debe ser la paz de nuestro paisaje, de nuestras montañas, del cielo de nuestra imaginación, la voz de Arturo se esparce incólume, bella, recordándonos que somos el espíritu de un entorno. Y así comienza su morada terrestre: “En las noches mestizas que subían de la hierba / jóvenes caballos, sombras curvas, brillantes, estremecían la tierra con su casco de bronce. / Negras estrellas sonreían en la sombra con dientes de oro”.

Arturo nos enseña el camino de la fugacidad, de la poderosa voz de la poesía, del silencio, que es imagen y habla quedamente en el papel.

Es la nostalgia de la infancia, pero el trasfondo de su universo será la naturaleza, que vincula al ser con lo que lo rodea, con lo que lo seduce, con lo que somos, y el cuerpo de una mujer enciende el paisaje: “Yo miro las montañas. Sobre los largos muslos / de la nodriza, el sueño me alarga los cabellos”. De la estirpe de Fernando Charry Lara y Rogelio Echavarría, de obra corta pero densa, Arturo también declara su amor a una porción de tierra, a la patria que la poesía inventa; en el poema Canción de la noche callada, exclama: “Yo amé un país y de él traje una estrella / que me es herida en el costado, y traje / un grito de mujer entre mi carne”.
Arturo nos enseña el camino de la fugacidad, de la poderosa voz de la poesía, del silencio, que es imagen y habla quedamente en el papel: “He escrito un viento... he narrado / el viento; solo un poco de viento”. De sutileza mayor, siempre habita la llama del erotismo en su quejumbre vital, “... Entre mis manos tu temblor aún persiste / y en él el fuego eterno de nuestras horas mudas”.
En una época bajamente romántica, como señaló Borges hace medio siglo de este mundo depredador, es menester traer para recordar y no dejar morir lo más perdurable de nuestro estremecimiento estético.
ALFONSO CARVAJAL
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