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México, entre la esperanza y la incertidumbre

Reconciliar México como pretende el presidente electo significa generar confianza.

La izquierda tuvo en México una victoria contundente; pero más que la izquierda gana un hombre: Andrés Manuel López Obrador. Es la tercera elección presidencial a la que se presenta. La primera fue trágica, bajo la sospecha de la corrupción y el fraude electoral y apenas medio punto diferencial. Aquellas elecciones las ganó el PAN de Calderón, y Obrador se instaló en el Zócalo durante meses y meses. Las segundas supuso el resurgir efímero del PRI tras haber sido derrotado en setenta años por Fox y ser desalojado de Los Pinos. Peña Nieto ni supo, ni quiso, ni pudo quizás revertir el paso de la historia y lleva al PRI a su desastre más absoluto.
Hoy López Obrador, paciente, y tras recoger el descontento social y político y apaciguar el ánimo y vehemencia de los grandes empresarios (en México el abismo entre grandes empresarios y el resto decidía unas presidenciales en otros tiempos) se erige con una mayoría sólida y aplastante de millones. El México hastiado por la corrupción, el México que se siente abandonado por los oligarcas del poder y las familias todopoderosas que tejieron las redes clientelares y corruptas durante décadas, han votado por el cambio. No tanto por la ideología de Amlo (acrónimo de su nombre y apellido), esta entre lo social y populista, cuanto por un hilo de esperanza de cambiar e invertir el paso de la historia y del presente de México, el país más grande del mundo de habla hispana y en el que 89 millones de mexicanos estaban llamados a votar, a renovar y a reunir en torno a Obrador un nuevo proyecto que rompa con las viejas inercias del poder. Llevarlo a cabo será otra historia, otro cantar.
México se enfrenta a su transición política, social y económica. Sobre todo las dos primeras con la tutela de la última. No es tiempo de revoluciones ni de involuciones, tampoco de populismo vacuos, estériles y demagógicos. La experiencia de los populismos de izquierda en América Latina, su fracaso, son hoy bien conocidos. López Obrador es consciente de ello. Sabe que reconciliar significa hablar, consensuar, pero también y sobre todo liderar. Liderar en lo político, liderar en lo social, otorgar estabilidad y confianza a las inversiones extranjeras. Luchar contra la corrupción descarnada y cancerígena que corroe las entrañas públicas y también privadas del país. Afrontar una política fiscal y tributaria moderna, justa, equilibrada pero que no ahogue ni el consumo ni la inversión, mas suficiente para llevar a cabo unas políticas sociales y de redistribución justas, necesarias y urgentes.
Obrador no solo gobernará con el mayor poder que ha tenido nunca la izquierda en el país. Habrá de hacerlo con inteligencia, sin sectarismo, eliminado o rebajando la enorme polarización política en el que se sumerge el país. Deberá ser un presidente de reencuentros, de diálogo, de consenso por mucho que él, y sobre todo él, porque Morena (partido ‘ad hoc’) y sus aliados, solo son él, haya alcanzado cotas de poder inimaginables en el país, en las cámaras y en algunas gobernaciones.
Sus retos son luchar frente a la corrupción, una corrupción voraz, rapiñadora, y aquí amén de su propia honestidad deberá tener un decálogo de medidas para afrontarla, desde la educación, a la sanidad, la cultura de la mordida, el tráfico de influencias, el nepotismo, la prevaricación, la contratación pública, el poner al frente de instituciones en todo el país a personas honestas y ejemplares, tarea sin duda hercúlea. Deberá luchar frente a la violencia, una violencia que desde el 2006 ha atrapado y arrodillado al país en una guerra sin fin entre narcos y Estado, miles de ciudadanos masacrados, cientos de periodistas silenciados y torturados, candidatos políticos asesinados en los últimos meses y una creciente inseguridad ciudadana que aterroriza.
Reconciliar México como pretende el presidente electo significa generar confianza. Su elección debe generar confianza y sus primeros pasos han de ir encaminados por esa senda, siendo como son, y conociéndolo el candidato que son muchos, a pesar del vuelco electoral y sunami político que vive el país con su elección.
Los desafíos son descomunales en un país con unos recursos extraordinarios, no solo en hidrocarburos, pese a tener fechas de caducidad las reservas de petróleo, sino de todo tipo. El miedo a expropiaciones y nacionalizaciones ha sido aventado por los intereses económico y empresarial. México tiene un vecino al norte que no le permitirá derivas populistas ni bolivarianas. Obrador lo sabe, como también sabe que esas medidas no conducen a nada. Reconciliar es reeducar un país para la convivencia, la democracia, el respeto, la pluralidad, la vida, la libertad y la justicia social. Como otro líder mundial, Obrador aún no lo es y el tiempo dirá si liderará la voz de América Latina o no, ha apelado igual que hizo el argentino Bergoglio en sus primeras palabras a los pobres. Toda una declaración de intenciones y de principios, pero también de justicia en un país donde la brecha social y económica es una sima insondable.
La pobreza se erradica con educación, con recursos eficientes, con formación, con empleo, con acceso a trabajos dignos, a tierras, a sustentos, a ayudas al emprendimiento, con microcréditos, eliminado la corrupción, estableciendo un sistema fiscal y tributario justo, proporcional y que luche contra el fraude y la evasión, atrayendo inversión, no jugando caprichosamente con la deuda pública y aumentado irresponsable y demagógicamente el gasto público. Gobernar México para los mexicanos es una tarea hercúlea de alguien que ha hecho su razón de vida en los últimos veinte años llegar a la presidencia. Ahora lo ha conseguido. El desafío es titánico. Las esperanzas siempre son lo primero que se quiebran. El presidente lo sabe. En sus primeras medidas irá el germen del acierto o del fracaso para su presidencia. Cambiar el curso de la historia tiene algo de sentimental, pero la realidad es más adusta, más agresiva y menos benevolente.
ABEL VEIGA COPO
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