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Avances positivos con males camuflados

Al gobierno del presidente Duque corresponderá una ardua y retardada tarea.

Después del ensayo repetido de gobiernos presidenciales de ocho años, se ha retornado felizmente a los de cuatro sin posibilidad de reelección, a la sombra constitucional del Estado social de derecho, del cual no hemos debido apartarnos. Mientras en su marco constitucional vivió el país, tuvo seguro madero al cual asirse, sin excesos temperamentales de poder.
A la memoria vienen los aires refrescantes que soplaron al término de la larga hegemonía conservadora con el advenimiento multitudinario del presidente Enrique Olaya Herrera. Así se abrieron las puertas a la renovación en todos los órdenes. Su fallecimiento intempestivo en Roma, donde era embajador ante el Vaticano, sacudió todas las fibras de la nacionalidad y creó una sensación de vacío democrático que, a fin de cuentas, encontraría su fórmula perfecta de salvación, sin daño de la preservación de las instituciones constitucionales.
Luego vinieron regímenes diversos y contrapuestos entre sí. No faltaron las críticas acerbas y aun despiadadas por la juventud de algunos copartidarios elevados intempestivamente al rango de ministros que la opinión pública acabaría refrendando. No digamos Presidente de la República, con perfecto lucimiento, en el caso real de sustituir de emergencia al popularísimo titular.
Hoy por hoy, nadie disiente del retorno al periodo presidencial de cuatro años. Tanto más cuanto quien habrá de desempeñarlo es la juventud lúcida y madura del presidente electo, Iván Duque Márquez, a quien deben respetarse escrupulosamente sus atribuciones y fueros. Entre ellos caben cuantas iniciativas surjan o hayan surgido de los viejos cuadros de gobierno. Entre las prioritarias, se destaca la necesidad impostergable de que Colombia cese de estar a la cabeza de la producción mundial de coca, empezando por la reducción de los cultivos.

Toda esta cadena de ilicitudes surgió de la asimilación de narcotráfico a delito político, que en el fondo equivalía a imprimirle permisividad fáctica.

Hay momentos en los cuales se llega al reconocimiento de que se ha pasado la raya de la tolerancia mundial y se ha entrado francamente al terreno de la ilicitud. Es el que estamos ocupando en la actualidad, con los peligros en él implícitos y sin que podamos pedir algo así como tregua por su ocupación, alegando la presión popular para obrar de esta manera. Ello no parece indefinidamente excusable.
Toda esta cadena de ilicitudes surgió de la asimilación de narcotráfico a delito político, que en el fondo equivalía a imprimirle permisividad fáctica. Lo estamos viendo en los enredos de la JEP con esta figura extraña a su índole, por no decir absolutamente incompatible. A la luz de amargos escarmientos, no es aconsejable entrar al terreno de las complacencias sin pensar que una de ellas acabe dominando el campo. Es lo que ha ocurrido.
A estas alturas, solo tenemos la certeza de la imposibilidad fáctica de seguir como hemos venido, “haciéndonos los de la vista gorda frente a realidades monumentales”. Ni que extraña dolencia colectiva nos confundiera de pronto la visión. Más valdría reconocer valientemente realidades protuberantes y trazarnos la ruta de su reverso. Tarde o temprano debemos volver al cauce de la racionalidad. Al gobierno del presidente Duque corresponderá semejante ardua y retardada tarea. Es penosa e inmerecida herencia la que le espera, a sus espaldas.
Para que nada falte en el panorama americano, el gobernante de Nicaragua, apoltronado o atrincherado en el poder de facto, hizo despliegue de fuerza militar para reducir a su ciudad emblemática Masaya, sin importarle la represión de las libertades públicas ni el número de muertos. Al fin y al cabo, eran su objetivo. En Centroamérica, otrora modelo de garantías civiles, aparece un remedo dictatorial de nuestra hermana y vecina la República de Venezuela, ojalá sin su aparente irreversibilidad.
ABDÓN ESPINOSA VALDERRAMA
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