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A propósito de la Semana Santa

La gente dejó de preguntarse por el misterio del sufrimiento y se conforma con atiborrar autopistas.

Eduardo Escobar
A veces uno siente una incierta nostalgia de aquellos años de la infancia cuando aún estábamos convencidos de que el universo estaba dirigido por una familia judía de artesanos, cuyo hijo había sido crucificado, la madre había ascendido al cielo en cuerpo y alma y al páter familias le había florecido en el bordón una azucena. Me acuerdo de la conmoción que nos producían las semanas santas de Envigado, las procesiones con los santos tallados en el taller de Misael Osorio, el último sobreviviente de la escuela de imagineros de Carvajal, en su taller junto a un mandarino siempre lleno de azahares, en homenaje a esos artistas del formón, que sabían imitar la piel de sus figurines con la técnica de la clara de huevo. Aún conservo un pesebre de estos delicados talladores de palos a quienes conocí ya viejos y que eran tan respetados por sus vecinos. Me acuerdo del rictus de San Pedro y del horrible rostro de su Judas Iscariote, que Fernando González suponía heredosifilítico.
Entre los textos de Fernando González, destaca su ‘Semana Santa en Envigado’, que publicó en Revista Antioquia. Y que vuelvo a leer cada año por estos días. Para torturarme con las memorias de la infancia y esa confianza ciega en el mito consolador y poético del Verbo hecho carne. Pero, como recordaba el mismo González, mi pariente y amigo, el filósofo ni ríe ni llora, sino que comprende. Y no hay nada que hacer. El mito se ha deshecho. Y es imposible recuperar la fe cuando se descompone.
Y uno debe resignarse a esto que aún llaman Semana Santa, es decir, a este zafarrancho pagano de hoy, cuando la gente ha dejado de preguntarse por el misterio del sufrimiento y por el abismo de la muerte y por qué hay cosas y no más bien nada y, en vez de volverse hacia sí misma, se conforma con atiborrar las autopistas en un derroche irresponsable de gasolina, en busca de los hoteles de tierra caliente, hacia las piscinas de veraneo, en donde se hacen la ilusión de que están vivos porque el sol los despelleja y los zancudos los asaetean con sus lanzas de Longinos y olvidan sus vanos trabajos de sobrevivir a punta de cerveza de lata. Sin dudas, porque, como dijo un amigo mío, el cerebro se ha estrechado hasta el punto de que ya no cabe ninguna duda.
Las preguntas de antes ya no importan en este universo excesivo, plagado de agujeros negros, tejido en tramas de campos electromagnéticos, jardín inconmensurable de galaxias y metagalaxias arracimadas, que nacen, se hinchan, copulan y mueren para engendrar estrellas nuevas sobre las estrellas muertas.
A falta de una fe que me sostenga, me consuelo escuchando los oratorios de Bach, el profundo, dramático, dedicado a la Pasión según Mateo y el más tranquilizador, dedicado al Evangelio de Juan. Y, lejos de las piscinas, me pregunto qué clase de animal somos, y qué significamos, condenados a la ignorancia y a la muerte y al espectáculo de la corrupción generalizada de los magistrados, los policías, los presos, los carceleros, los banqueros, los guerrilleros y los cardenales, las fiscalías, las procuradurías y las contralorías y los tenderos de esquina y los taxistas, y me pregunto, con Amiel, si tantas miserias tienen finalidades educativas. Y si tenemos derecho a pesar de todo, a cantar en el vacío maravilloso y trágico de la vida.
Atenidos a la nueva superstición de la ciencia moderna, que comenzó, quién sabe, cuando Galileo, al retractarse de sus intuiciones para ponerse a salvo de los cariñosos fierros de los inquisidores que salvaban las almas destazando los cueros, dijo que sin embargo se mueve, y que culmina hoy con el enigmático Stephen Hawking, que sin embargo no se mueve. El chiste es malo, lo reconozco. Pero es descriptivo de la situación pervertida. Del horror de la situación.
Eduardo Escobar
Eduardo Escobar
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