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El rompecabezas geopolítico que alimenta el conflicto en Siria

Intereses de EE. UU., Rusia, Irán y Arabia Saudí, y el extremismo islámico, atizan esta guerra.

JOHN ANDREWS
En algún momento, la guerra civil de Siria tendrá que terminar. ¿Pero cómo? Alguna vez Abba Eban, canciller de Israel durante las guerras árabe-israelíes de 1967 y 1973, dijo: “La historia nos enseña que los hombres y las naciones se comportan sabiamente una vez que se han agotado todas las demás alternativas”.
Por desgracia, los actores de la tragedia de Siria aún no han alcanzado ese punto. Gracias al apoyo de Rusia e Irán, el régimen de Bashar al Asad ya no se enfrenta a un colapso. Gracias al apoyo de Arabia Saudí y otros Estados del golfo, varios grupos armados opositores de Asad continúan manteniendo el control de grandes extensiones del territorio. Y aunque el Estado Islámico (EI), declarado enemigo de Asad y de todos los ‘regímenes’, está perdiendo terreno, sigue siendo poderoso y ha demostrado una capacidad alarmante para llevar el terrorismo a Europa y EE. UU.
El estancamiento militar es reflejo del nudo político y diplomático del conflicto. Las conversaciones en Ginebra han sido una acción de prolija frustración alimentada por una larga lista de intereses que han hecho imposible un avance certero.
Las fuerzas externas
Desde el 2011, cuando despertaron las protestas contra el gobierno de Bashar al Asad, EE. UU. ha mostrado la intención de un “cambio de régimen” en Siria. Rusia, que en septiembre del 2015 inició ataques aéreos contra las fuerzas opositoras, ha hecho hincapié en que no permitirá que Al Asad sea derrocado. Y a la vez, el país se ha convertido en escenario de una guerra de poder entre las dos principales potencias regionales y rivales entre sí: Irán y Arabia Saudí.
Quienes critican al presidente estadounidense, Barack Obama, señalan que si hubiese actuado con fuerza al principio del conflicto, el régimen de Asad habría sucumbido rápidamente ante el modesto Ejército Libre de Siria (ELS). Pero como esto no ocurrió, en cambio el ELS ha sido marginado y los extremistas islamistas se apoderaron de parte importante de la escena.
Christopher R. Hill, exembajador estadounidense en Irak, le da poca importancia a este señalamiento, pues “el intervencionismo ha demostrado ser peor de destructivo en más de una ocasión. Irak y Libia son ejemplos de ello”.
Sin embargo, el punto de Hill va más allá, pues a su entender Obama, como muchos actores regionales, asumió que la Primavera Árabe del 2011 llevaría a la caída de Al Asad y esta se vio solo como una cuestión de tiempo. Esta suposición condujo a Washington a subestimar el predominio de los radicales suní en el movimiento opositor y peor aún: “Condujo a no tener en cuenta los intereses que otras potencias tenían en Siria”.
Una de estas consecuencias fue la intervención rusa. El presidente, Vladimir Putin, estaba comprensiblemente ansioso por proteger sus instalaciones militares en Tartus y Latakia y temeroso de la insurrección islamista en suelo propio.
Shlomo Ben-Ami, exministro de Asuntos Exteriores israelí, señala que un motivo clave para la reticencia de Obama a intervenir era el “miedo a repetir los errores de Afganistán e Irak. Y en ese juego de no quedar estancado en un pantano, Rusia supo entender su momento”. Dice el excanciller que “los logros estratégicos de Putin son notables: no solo evitó la caída de Al Asad con una intervención militar, también consiguió la preservación de sus bases (Tartus y Latakia), que le permitieran desafiar el control de la OTAN y de EE. UU. en el Mediterráneo oriental”.
Turcos y kurdos
La dificultad de sostener una tregua, y mucho más, de negociar un acuerdo de paz duradero, refleja el hecho fundamental de que estadounidenses y rusos no son los únicos actores externos en el escenario sirio. Turquía, supuesto aliado de la OTAN, se ha hecho el de la vista gorda con los combatientes yihadistas que cruzan la frontera para unirse al EI y a otros grupos contrarios a Al Asad, desde hace varios años. No fue sino hasta julio del 2015 que Ankara permitió que aviones de guerra estadounidenses lanzaran ataques contra el grupo radical desde suelo turco.
“El problema para Turquía –dice Javier Solana, ex secretario general de la OTAN– es que sus intereses no son tan simples como derrotar al EI, o incluso derrocar a Al Asad. Lo que más le preocupa es asegurarse de que los grupos kurdos, como el Partido Unión Democrática (PYD) de Siria, el cual está estrechamente asociado con el Partido de los Trabajadores del Kurdistán de Turquía (PKK), no consoliden un control territorial en Siria”.
Solana está en lo cierto. Pero el dilema para el gobierno de Obama ha sido que mientras que su aliado turco se opone a la realización del sueño kurdo de un Estado-Nación independiente, Washington les ha brindado amplio apoyo a los ‘peshmerga’ (combatientes kurdos), que han sido la fuerza más eficaz contra el EI en el norte de Siria. Así que en este escenario, EE. UU. se ha visto envuelto en una suerte de juego de intereses contradictorios.
Saudíes e iraníes
Analistas como Barak Barfi, un investigador de la New America Foundation, opinan que “Washington debió desarrollar una estrategia más coherente, basada en una cuidadosa selección de aliados y una participación más directa”. ¿Pero quiénes exactamente habrían sido los mejores aliados?
Arabia Saudí, un socio de Estados Unidos desde su fundación, es un opositor declarado tanto de Asad como del EI. Sin embargo, la realidad es que mucha de la retórica y comportamiento del EI refleja la propia doctrina del reino wahabí (corriente mayoritaria dentro de los suníes) de Riad. Además, el nacimiento de Jaysh al-Islam (una coalición de unas 50 facciones rebeldes en Siria) fue una iniciativa que encontró gran apoyo saudí para fomentar precisamente la ideología islamista, lo que es una amenaza a ojos de Washington.
En esta madeja de fuerzas e intereses en conflicto no solo está en juego el destino de Siria. Para Joschka Fischer, ex ministro de Asuntos Exteriores de Alemania, la guerra civil del país significa el surgimiento de un ‘nuevo’ Oriente Próximo. “A diferencia del antiguo, cuyo destino fue determinado por las dominantes potencias occidentales –asegura– , el ‘nuevo’ Oriente Próximo no tiene ningún poder externo lo suficientemente fuerte para estabilizarlo. Y este es un vacío estratégico peligroso”.
Por el momento, ese vacío lo están llenando, aparte de Turquía, Arabia Saudí de una manera mucho más significativa y de largo alcance, como el guardián del islam suní, e Irán, el abanderado del islam chií. “La lucha de estos países por la supremacía regional –anota Fischer– también se está jugando –además de Siria– en países como Líbano, Irak y, ahora, en Yemen”.
Desde el punto de vista saudí, Irán intenta dominar Oriente Próximo. Cuando los líderes del reino de Riad miran al vecino Irak, ven un país de mayoría chií bajo influencia iraní. Cuando miran hacia Líbano, ven el sello de Teherán a través de Hezbolá, que es una facción chií. En Siria, ven el apoyo de Irán a Al Asad y a la minoría alauí –cuasi-chií– a la que pertenece. Y en el vecindario más cercano, observan el influjo iraní por todas partes: en la mayoría chií de Bahrein, gobernado por suní; en la minoría chií de Yemen, y en la población chií concentrada en la propia región de Qatif, rica en petróleo.
Desde este ángulo, podría parecer que el líder supremo de Irán, el ayatolá Ali Jamenei, se convertirá en líder dominante de Oriente Próximo. Pero en la realidad eso parece muy poco probable. El 85 por ciento de todos los musulmanes siguen al islam suní y el mundo árabe nunca ha estado del todo a gusto con la presencia fuerte de Irán y su herencia persa, no árabe.
¿Hacia dónde va la guerra?
En medio del intrincado panorama de intereses, una solución definitiva al conflicto sirio aún luce muy lejana. Ben-Ami señala que una opción que Rusia ha defendido sería la consecución de un sistema federal. “Los alauí de Asad podrían controlar el territorio en el oeste, desde Latakia en el norte hasta Damasco en el sur; y una región sirio-kurda autónoma podría establecerse en el noreste, con el resto del país cedido a la oposición suní”.
La sugerencia de Ben-Ami es sin duda más plausible que la restauración en Siria de su status quo anterior, pero ya 11 millones de sirios –la mitad de la población– han sido expulsados de sus hogares; más de 300.000 han muerto; ciudades enteras han sido devastadas, y cristianos y otras minorías que antes estaban protegidas bajo el régimen secular de Al Asad han caído presas del EI y otros grupos yihadistas.
Pero más allá de una eventual solución, cabe preguntarse: ¿aún existe la posibilidad de un acuerdo sin justicia para las víctimas?
Aryeh Neier, uno de los fundadores de Human Rights Watch, está convencido de que los que han cometido abusos deben rendir cuentas, incluyendo al Gobierno sirio como “el autor del mayor número de abusos”. Neier señala que hace cuatro años, su llamado a formar un tribunal de la Liga Árabe para Siria cayó en oídos sordos. “Fue evidente –señala– que algunos Gobiernos árabes temían que un tribunal para Siria pudiera sentar un precedente que llevara a esfuerzos de rendición de cuentas por crímenes cometidos en otras partes de la región”. No obstante, Neier sostiene que “comisiones de la verdad pueden ser mejor que nada: estigmatizar a los responsables de crímenes de guerra sería muy poco ante la imposición de sanciones penales, pero al menos proporcionaría una medida de rendición de cuentas que sienten bases para un posterior proceso penal”.
Tony Blair, ex primer ministro británico, opina que los problemas de Siria nos afectan a todos. En última instancia, lo que ahora define el conflicto es una guerra entre el laicismo (aunque bajo una dictadura) y fuerzas islamistas que van desde tolerantes a extremas. “La comunidad internacional –anota– necesita una estrategia global para derrotar al extremismo, una en la que la fuerza, la diplomacia y el desarrollo trabajen en conjunto para lograr un mundo más estable”.
A pesar de todas estas ideas, la realidad de Siria sigue siendo apabullante. Hasta ahora, en ningún punto de la guerra se ha visto gesto alguno de reconciliación entre Arabia e Irán; el último alto el fuego de septiembre colapsó estrepitosamente, y EE. UU. y Rusia –pese a sus cumbres de este fin de semana– lucen más enfrentados que nunca. Además es evidente que muchos de los que podrían detener el sufrimiento en Siria, por ahora prefieren alternativas diferentes a la de comportarse con prudencia para obtener el mejor rédito posible.
JOHN ANDREWS
Exeditor y corresponsal de ‘The Economist’ y autor del libro ‘El mundo en conflicto’.
© Project Syndicate
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