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Tras las huellas de Bilal, uno de los refugiados en Europa

Uno de los jóvenes que Ponsowy entrevistó en Italia. Por seguridad, los nombres reales de estas personas fueron omitidos.

Uno de los jóvenes que Ponsowy entrevistó en Italia. Por seguridad, los nombres reales de estas personas fueron omitidos.

Foto:Matías Solla Ponsowy

Mori Ponsowy viajó a Italia para conocer de primera mano historias personales de varios refugiados.

Bilal era un niño de 9 años y vivía en una aldea en Mauritania cuando, una mañana, cuatro árabes con machetes irrumpieron en su casa. El niño se escondió bajo la cama. El niño escuchó gritos. Escuchó golpes. Escuchó súplicas. Nada sirvió: los hombres mataron a su padre primero y a su madre después. Luego, uno de ellos lo sacó de abajo de la cama. Estaba a punto de dejar caer el machete sobre su cuello, cuando otro árabe lo detuvo.
—A este será mejor venderlo —dijo.
Ese mismo día, el niño de 9 años se convirtió en esclavo. Lo fue hasta los 34, cuando logró escapar. La primera vez que lo hizo lo atraparon, lo golpearon con palos, le fracturaron un brazo y lo metieron en un hueco en la tierra, el mismo donde ponían a los animales para castrarlos. También a él lo castrarían al día siguiente: era el castigo para los esclavos que intentaban huir. Pero Bilal tuvo suerte: esa noche, otro esclavo lo desató y lo ayudó a salir del hueco. “Vete”, le dijo el compañero. “Y si te agarran, no digas nunca que fui yo quien te ayudó”.
Bilal atravesó a pie el desierto. Después estuvo escondido dos años en un barco, sin ver el sol. Después, mucho después, llegó a Italia, ese país al que tantos otros llegan con historias tejidas por la materia más oscura de la que estamos hechos, pero también por la tenacidad y la esperanza de una vida mejor.
Todo esto me lo contó en diciembre, en Roma, un psiquiatra especialista en estrés postraumático que había atendido a Bilal al poco tiempo de su llegada a Italia. Cuando volví a Buenos Aires no podía dejar de pensar en esta historia. Quería conocer al hombre que había vivido todo eso. Quería conocerlo y, si era posible, contar su vida. Pero había dejado de ir a la consulta, y el psiquiatra no podía ayudarme a encontrarlo. Lo busqué durante dos meses, hasta que al fin encontré a una mujer que había sido su maestra de italiano y le pedí que le diera a Bilal una carta mía en la que le decía que me gustaría escribir su historia.
Él aceptó, pero dos días después, justo cuando yo estaba comprando el pasaje, la maestra me escribió para decirme que parara todo: Bilal había cambiado de idea. Decidí ir de todas maneras: había empezado a leer todo lo que podía sobre refugiados y me había dado cuenta de que, aunque la historia de Bilal es única, bastaría con estar atenta para encontrar muchas otras historias que contar.
Hablé con ellos en las plazas, en estaciones de metro, en el tren. Hablé con pacientes de aquel psiquiatra y con alumnos de aquella maestra. Son jóvenes. Casi todos tienen entre 16 y 25 años y han llegado a Italia después de atravesar el desierto y el mar. Han llegado huyendo de guerras, de persecuciones políticas, del hambre, de la esclavitud. Aguibou, un chico al que conocí en la estación Tiburtina, me contó que se fue de Guinea-Conakri a los 14 años. “En mi país los militares salían con fusiles y le disparaban a la gente como a animales. A mis padres los mataron en el mercado. Trabajaban cultivando en el pueblo y llevaban sus productos a la ciudad para venderlos. Allí los mataron a todos”.

Llegan sin documentos. Sin familia. Sin nada que perder, porque ya lo han perdido todo

Muchos de ellos llegan a Italia sin haber ido jamás a la escuela, porque en sus países la educación no es ni obligatoria ni gratuita. Llegan sin documentos. Sin familia. Sin nada que perder, porque ya lo han perdido todo.
“Mi madre murió cuando yo tenía 10 años, y mi padre se casó con una mujer que nunca me quiso y que, un día, me vendió a un hombre. Me metieron en el baúl de un auto. Cuando me sacaron, había llegado a una casa donde había muchas mujeres. Todas sentadas. Derechitas”. La que me dice esto es una chica de Nigeria de 23 años. Se llama Adija y estudia italiano en la escuela para inmigrantes donde trabaja como voluntaria la maestra de Bilal. Se llama ‘escuela’, pero se trata de apenas tres habitaciones en un edificio viejo. Adija tenía 18 años cuando su madrastra la vendió al hombre que la llevó a Libia. “Yo no quería hacer lo que ellos querían que hiciera. Entonces me amarraron acostada sobre la tierra mirando el sol. No me daban agua. Tuve que aceptar. Me metieron en un cuartito. Si te negabas a hacer lo que querían, te pegaban hasta matarte”.
Con frecuencia, para los que han terminado la secundaria o empezado una carrera, acostumbrarse a la nueva vida en Italia es más difícil que para quienes nunca ambicionaron demasiado. Es lo que le sucede a Bryan, un chico de 22 años con quien me encuentro en un restaurante popular lleno de inmigrantes negros. “En Camerún viví el infierno”, dice apenas empezamos a conversar. Sin que yo le haga ninguna pregunta, me muestra en su teléfono una foto en la que, sobre un piso de tierra, yace muerto un adolescente. Bryan desliza su dedo sobre el celular y me hace ver cinco fotos más. Veo cuerpos inertes semidesnudos en posiciones inverosímiles. Veo camisas y rostros ensangrentados. Veo huecos de disparos en un muslo, en un abdomen. “Todos eran estudiantes de mi universidad”, dice Bryan. Pedían que las clases se dieran en inglés, uno de los dos idiomas oficiales de Camerún, donde la mayoría francófona ha dejado de reconocer los derechos de la minoría angloparlante.
Ahora, Bryan estudia bachillerato en Roma —donde casi todo lo que le enseñan de historia, geografía y educación cívica es distinto a lo que aprendió en su país— y duda de que, cuando termine, pueda encontrar un trabajo que le deje tiempo y dinero suficientes como para entrar a la universidad. “No sé qué va a ser de mí”, exclama, y esconde el rostro entre las manos.
Ni uno solo de los jóvenes a los que entrevisté llegó por una ruta que no incluyera Libia. “El infierno en la Tierra”, lo llaman algunos. Y es que Libia es uno de los lugares más peligrosos y violentos del planeta. Desde que cayó Gadafi, no hay un gobierno: hay facciones, hay tribus, hay grupos armados que asesinan sumariamente. Parte del país está bajo el dominio de Estado Islámico, pero también hay milicias que operan según su antojo.
En medio de ese infierno, los refugiados viven lo peor. “Si eres negro, te escupen por la calle”, me dijo Aguibou. “Si eres negro, te venden”, dijo Mamadou. “Si eres negra, te violan”, dijo Adija. Hay campos de detención clandestinos donde centenares de miles de personas viven hacinadas y obligadas a hacer trabajo forzado. El tráfico humano es un negocio desde el momento en que las personas dejan su país hasta el momento en que suben a la barca. Les cobran todo. Les cobran por trabajar. Les cobran por comer. Les cobran por subirlos a camionetas descubiertas en las que atraviesan el desierto a pleno sol.
“Nos hicieron dejar el agua que llevábamos para que entraran más personas”, me contó una nigeriana gay que dejó su país porque allá la homosexualidad se castiga hasta con 14 años de prisión. “Te hacen llamar a tu familia y te golpean para que escuchen que estás sufriendo y manden dinero”, me dijo un chico de 16 años con el que hablé en un tren.

Desde que cayó Gadafi, no hay un gobierno: hay facciones, hay tribus, hay grupos armados que asesinan sumariamente

Arena sembrada de cuerpos

A los traficantes no les importa que los inmigrantes se mueran de sed en el desierto. “La arena está sembrada de cadáveres”. “No les importa si la barca naufraga”. “Una mujer dio a luz al lado mío y no sobrevivió”. Les importa cobrar. En los últimos tres años, 450 mil personas han cruzado el Mediterráneo para llegar a Europa. Sin embargo, el número de inmigrantes africanos en Libia es aún mayor: según la Organización Internacional para las Migraciones, asciende a 700 mil personas, de las cuales los menores no acompañados son unos 29 mil.
Cuando finalmente llegan a Italia, muchos de estos chicos necesitan ayuda psicológica. Algunos sufren alucinaciones. Otros tienen que ser medicados para revertir depresiones severas. Sin embargo, los que llegan son los más fuertes. Lo lograron. Están vivos. Aunque no es fácil lo que les espera en Europa, tienen la oportunidad de empezar una nueva vida. Cuando, un tiempo después, empiezan a quejarse de los problemas cotidianos de los que nos quejamos todos, cuando se lamentan de lo difícil que es conseguir trabajo o del precio de los alquileres, es porque lo peor ha quedado atrás.
MORI PONSOWY
* En el sitio web www.redaccion.com.ar se puede leer la serie completa sobre Bilal y otros migrantes africanos, escrita por la periodista Mori Ponsowy.
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