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Guido Schaffer, el 'santo surfista' a las puertas de la beatificación

En las playas y los hospitales de Río quedó la huella de este sacerdote que murió hace seis años.

El pasado 20 de enero una multitud llenó la iglesia de los Capuchinos, en el populoso barrio de Tijuca, en Río de Janeiro. Se celebraba el día de san Sebastián, patrono de la ciudad en la efeméride de los 450 años de su fundación.
Pero esta vez había algo más. Entre las cientos de cabezas de devotos asomaban varias tablas de surf, portadas por jóvenes emocionados, que escoltaban una urna de madera. Dentro de la caja estaban los restos de un amigo del alma. Era surfista, como ellos, y falleció hace seis años en un accidente en el mar, a los 34 años. Se llamaba Guido Schaffer y con esa misa también comenzaba su camino a la beatificación, el paso previo a la canonización.
Schaffer era, en rigor, un seminarista y médico entregado a los más necesitados y los enfermos, pero acompañaba su trabajo con otra vocación, la práctica del surf, su pasión cotidiana.
Así lo definen sus allegados: un chico de crucifijo, estetoscopio y tabla. A primera vista parece un perfil inusitado de santidad, pero quizás no lo sea tanto.
“Guido cumple exactamente lo que decía el papa Juan Pablo II: hacen falta santos de jeans, que muestren que nada es inalcanzable para la fe, y Guido era la persona con más fe que conocí jamás. Se puede decir así: nosotros creemos en Dios, pero él tenía certeza. Era alguien tan diferente”, asegura el padre Jorjão, sacerdote, amigo y cómplice de Schaffer.
La historia de Guido comenzó un 22 de mayo de 1974. Aunque su madre dio a luz en una ciudad del interior; desde recién nacido vivió en el famoso barrio de Copacabana, se crió entre las olas de la playa, las aulas del colegio Sacré-Coeur y las catequesis y misas de la parroquia, un micromundo que ya daba pistas de lo que sería su vida.
Cuenta la familia que desde pequeño desprendía algo que lo distinguía del resto: “Era un niño normal, pero se pasaba el tiempo hablándoles a los otros sobre Dios y la fe”, dice su hermana Ángela, cuatro años mayor que él. Al entrar en la adolescencia conoció a los chicos de los que ya no se separaría hasta su muerte. Entre ellos, Samir Aros, que aún hoy llora al hablar de su amigo, al que conoció con doce años de una manera inusitada: “Nos conocimos peleando, en el colegio. De aquella pelea surgió una amistad inmediata, porque al día siguiente me invitó a ir a la playa con él. En vacaciones íbamos a la playa a hacer surf de nueve de la mañana a seis de la tarde. Él era el más radical, siempre iba por las mayores olas, sin miedo a nada”, cuenta Aros. “¿No tienes miedo del mar?” le decían. “¿Miedo por qué?”, contestaba. “Si Dios me lleva desde aquí, será la forma más bonita que pueda tener en la vida”, completa el padre Jorjão.
Años 90, Río de Janeiro. Las playas, el sol y el surf adornan el abanico de tópicos que cuelga la ciudad desde hace décadas, con todo lo que conlleva más allá del deporte y la naturaleza.
De todo eso formaban parte Schaffer y sus amigos, pero desde otra óptica: “Guido acostumbraba a decir que Jesucristo fue el primer surfista, porque caminó sobre las aguas, y se lo decía muy serio, pero con la jerga de los jóvenes, a otros surfistas”. Quien habla es Roberto Lopes, que ocupa el cargo de delegado de las causas de los santos en la arquidiócesis de Río de Janeiro. Dicho de otra manera, es el hombre que se encarga del proceso de beatificación de Schaffer.
Dom Roberto, llamado así en Brasil, conoció a Guido cuando estudiaba medicina al tiempo que lidiaba con las olas. A los 24 años se licenció y empezó a ejercer como médico general, pero a su manera, atendiendo sin cobrar y siempre en la calle, con las monjas de la Santa Casa de la Misericordia y con otras congregaciones como las Misioneras de la Caridad de la madre Teresa de Calcuta. “A menudo se sacaba la camisa y se la daba a un pobre. Su madre se quedaba loca, porque le compraba ropa y él se quedaba sin nada. Decía: ‘la pobreza no puede esperar’ ”, señala Samir. “Llegaba a casa sin camiseta o sin tenis y yo le decía: ¿te robaron? ‘No, se lo di a quien lo necesitaba, respondía él’ ”, confirma Nazareth.
Pero en el 2002 algo ocurrió. Su amigo Samir lo recuerda así: “Habíamos ido a la Jornada Mundial de la Juventud en Toronto. De allí Guido volvió distinto. Al poco tiempo, tomando una cerveza, me dijo que el papa le había mirado a los ojos. Yo le decía que a todos nos había mirado, allí estábamos cientos de miles y estábamos a quinientos metros del palco. Él insistía: ‘Me miró’. Poco después dejó a la novia que tenía e inició su camino al sacerdocio”.
En concreto, comenzó los estudios preparatorios en el monasterio de São Bento. Su madre rememora: “Nos llevamos una sorpresa porque pensábamos que sería solo un médico ligado a la Iglesia, con una familia, laico, pero él lo tenía claro. Yo le comenté que como médico quizás haría más para la Iglesia que como sacerdote. Y entonces él me dijo: ‘Yo soy médico, pero no quiero serlo solo del cuerpo, sino también de alma. Dios me llama para aguas más profundas’ ”.
La referencia al mar no era gratuita. Él seguía acudiendo a las playas de Barra da Tijuca mientras se formaba en teología y filosofía, hasta que en el 2008 ingresó definitivamente al seminario, el último escalón antes de ordenarse. “En la arena no limitaba su tiempo al deporte. Allí mismo creó un grupo de oración que hoy pervive en Río. Entre ola y ola hablaba de Dios con los otros surfistas”, asegura la madre. Y así quedó para el imaginario popular, de ahí que ahora le apoden ‘el santo surfista’.
Apuntan sus amigos que evangelizaba a izquierda y derecha, a la élite de la ciudad y a los más necesitados. Y eso en Brasil difícilmente se consigue fuera de la playa, pues de siempre es el lugar donde las clases se disipan, una especie de ágora democrática en un país profundamente desigual.
Guido (con crucifijo al cuello), en una reunión de amigos surfistas, a quienes acercó con su palabra a la Iglesia católica. www.guidoschaffer.com.br
Hasta que llegó el primero de mayo del 2009. Guido se fue a hacer surf con unos amigos a la playa de Recreio, para celebrar la despedida de soltero de uno de ellos. En una maniobra en el mar, la plancha le dio de lleno en la nuca, se desmayó y se ahogó. Fallecía Schaffer, nacía el ahora aspirante a san Guido.
Brasil tiene solamente cuatro santos, una cifra bajísima para el país con más católicos del mundo, por más que sea una nación con apenas quinientos años de historia.
Por eso también se ha seguido con especial interés su caso. Su madre, Nazareth, se dio cuenta de la obra de su hijo solo cuando murió: “En medio del dolor, vino a visitarnos un jesuita amigo. Yo le pregunté por qué Dios no había dejado a Guido llegar a ser sacerdote. Y él me dijo que porque Dios lo necesitaba al lado para dar mucho más aún. Me dijo que lo que yo tenía en casa no era un hijo sacerdote, sino un hijo santo”. Y le sugirió que no tirase su ropa, sus libros, sus estampitas y, por supuesto, su tabla de surf: podían convertirse en reliquia. Y así, con todas sus cosas, permanece hasta hoy la habitación que ocupaba en la casa familiar.
En realidad, desde que murió Guido la Iglesia de Río no ha parado de recibir testimonios relativos a su figura. Los surfistas, por un lado, que lo recuerdan biblia en mano antes de entrar al mar. Los pacientes, por otro, por su abnegación y proceder, lo que a algunos les llamó la atención más allá de un diagnóstico o un tratamiento acertado. Sentían que había algo más, extraordinario, y se lo hacían saber a la Iglesia.
Por todo ello, en mayo pasado, al cumplirse el preceptivo lustro post mórtem que impone el derecho canónico, la arquidiócesis carioca elevó la petición para autorizar abrir el proceso de beatificación. En octubre consiguieron el níhil óbstat del Vaticano, que les daba vía libre a abrir el camino, y ahora son las comisiones de la Iglesia las que deben determinar si las gracias atribuidas son constitutivas de milagro.
Un equipo técnico apura la documentación y los testimonios para verificar si hay base consistente para hablar de algún milagro, que luego será elevado a Roma. Si se confirma uno de ellos, será beato. Si además hay otro, se iniciará la canonización.
Se le atribuyen casos de curaciones de enfermedades como cardiopatías y diabetes, entre otras.
Su propio padre, Guido Schaffer, de 77 años, atestigua sobre su poder sanador. Fue operado de la columna y, en el proceso posoperatorio, tuvo fuertes dolores. “Ya no podía levantarme de la cama”, aseguró. Tras orarle a su difunto hijo, se recuperó, salió del hospital y no tuvo más crisis dolorosas.
Marcia Nascimento, amiga personal de Guido, da otro testimonio.
“Durante un viaje a Italia visité un monasterio y tuve una visión de él. Vi que venía hacia mí y desapareció. Después, un niño me preguntó si estaba embarazada”, relata Marcia. Al poco tiempo, descubrió que estaba esperando un bebé, pero el proceso se complicó, por lo que resolvió rezarle. “Esa misma noche paró el sangrado”, añadió. El bebé, por supuesto, se llama Guido.
Por su dedicación a los necesitados y por las devociones que tenía en vida, sus allegados buscan una comparación, salvando distancias históricas y geográficas: “Era el san Francisco carioca”, dice sin ambages Roberto Lopes. Pero con una sutil diferencia a su favor, apunta su hermana Ángela: “San Francisco era de Asís, en Italia y vivió en la Edad Media. Y Guido es de aquí y de hoy”.
ARTURO LEZCANO
Río de Janeiro
Para EL TIEMPO
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