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Lo que no comemos, Bogotá

Jueves 1 de septiembre de 2016

Apertura

Hambre en Bogotá

“Cuando el comedor no abre, el bolsillo no rinde. O recorto el almuerzo o recorto la comida”. Quien dice estas palabras es Liliana Obando Vera, madre cabeza de familia de 30 años. Tiene seis hijos y un empleo temporal en una fundación donde gana mensualmente el salario mínimo (689.454 pesos).

Con ese dinero, Liliana paga el alquiler de su vivienda (220.000 pesos), los servicios públicos y los buses que toma para llegar a su trabajo. Con lo que le sobra compra alimentos para ella y sus pequeños. “A diario gasto 15.000 o 20.000 pesos en comida para los niños (entre 2.500 y 3.300 pesos por cada uno). Con eso consigo mucha verdura, granos, huevos y algo de pollo”.

En el hogar de Liliana se comía carne con cierta frecuencia. Ahora lo hace dos veces al mes. Su presupuesto no le alcanza para mucho. Por eso cuatro de sus hijos desayunan en el colegio y almuerzan en el comedor comunitario del barrio Bella Vista, en Ciudad Bolívar. ”Y cuando no hay colegio, el gasto es el desayuno”, comenta esta madre con una timidez que esconde su dura realidad.

En Bella Vista, un periférico sector del sur de Bogotá, las familias como la de Liliana viven en condición de pobreza. Algunas fueron desplazadas de sus regiones por el conflicto armado y arribaron a la ciudad con pocos enseres y dinero. Otras simplemente no cuentan con una fuente de recursos estable que les permita cubrir las necesidades básicas, como una alimentación buena y diaria.

La desnutrición en Bogotá no alcanza los alarmantes niveles de La Guajira, Guainía o el Chocó, pero son miles los niños menores de 5 años que se encuentran en esa condición. En el 2015, la Secretaría Distrital de Salud registró 2.869 casos de desnutrición aguda –la más severa– en toda la ciudad. De esa cifra, 379 casos ocurrieron en Bosa, 342 en Kennedy, 314 en Suba y 181 en Ciudad Bolívar. Entre las cuatro localidades suman 1.216, casi la mitad.

Miguel Barrios Acosta, nutricionista e investigador de la Universidad Nacional de Colombia, evaluó junto a otros especialistas en el 2014 el estado nutricional de 141 niños y adolescentes de la localidad de Los Mártires, en pleno centro de la ciudad. Los resultados de la investigación evidencian cómo la pobreza es la principal causa de la existencia de menores desnutridos.

 

“Muchos de estos niños no comen bien –comenta Barrios– porque sus familias cuentan con bajos ingresos económicos. No tienen un trabajo estable, viven del rebusque (ya sea en la venta ambulante o en otros oficios) y habitan espacios pequeños en inquilinatos. Son familias que se encuentran en vulnerabilidad social”.

El reflejo de esa vulnerabilidad lo encarna María Rubiela Lozano, de 53 años. Es madre de una niña de 9 años y dos jóvenes que viven con ella en una casa a medio construir en el barrio Jerusalén, de Ciudad Bolívar. Está desempleada y el único ingreso económico que tiene son los 120.000 pesos que mensualmente le da uno de sus hijos. “Con eso compro una cubeta de huevos, seis bolsas de leche, un frasco de aceite, granos y algunas verduras”. Esa comida le duraba dos semanas, pero ahora debe hacer grandes sacrificios para que le rinda más tiempo.

Es por eso que María y su hija asisten de lunes a sábado al comedor comunitario de Arborizadora, uno de los más grandes de Bogotá. Allí reciben el almuerzo. “Traigo aquí a la niña desde que tenía nueve meses y medio”. Se siente satisfecha con la comida que le sirven, pues a veces en su hogar no se desayuna y debe esperar a que el reloj indique que es mediodía para probar el primer bocado del día. “En la casa nunca como carne. La como aquí”.

En el comedor comunitario de Arborizadora –manejado por el Distrito– son atendidas hasta 1.000 personas cada día. Asisten desde niños con escasos meses de nacidos hasta adultos mayores. “Aquí vienen los que no tienen recursos para comprar alimentos, los discapacitados, los desplazados, las madres cabeza de familia y algunos trabajadores informales”, indica José Ferney Forero, responsable del comedor.

El almuerzo que allí se brinda viene acompañado de controles médicos para los menores. Cada seis meses un grupo de especialistas les hace una valoración de peso y talla. Además, a las familias se les hace una socialización sobre hábitos adecuados de alimentación.

Sin embargo, la comida que esta población vulnerable recibe tan solo es un apoyo alimentario que corresponde al 40 por ciento del valor calórico nutricional que una persona debe recibir a diario. “El 60 por ciento restante lo deben cubrir en sus casas”, explica Nini Johana Rodríguez, trabajadora social del comedor Arborizadora.

A los habitantes de ciertas zonas marginales de Bogotá les queda difícil cubrir ese 60 por cierto debido a la exclusión social y las escasas oportunidades que tienen para generar ingresos económicos. Viven en la periferia, lejos de las principales fuentes de empleo.

Ángel Segundo Cardona es un anciano que cada día toma su almuerzo en el comedor de Arborizadora. Lo hace porque no tiene dinero para llenar su alacena, y el poco que consigue en trabajos esporádicos lo debe invertir en comida para su hijo, así él pase la jornada con el estómago vacío. “Vivo con mi señora y un hijo discapacitado. Mi mujer viene al comedor, pero el hijo mío no porque sufre de esquizofrenia”, cuenta.

Como mínimo, Ángel necesita ‘levantarse’ 10.000 pesos diarios, aunque esa cantidad solo le alcance para comprar algunos víveres. “Es que todo está caro. ¡Unos fríjoles valen 8.000 pesos! Por eso salgo a la calle a rebuscármela. No me puedo quedar quieto”.

A pesar de la precaria situación de las familias de Liliana, María y Ángel, ellos continuarán acudiendo a los comedores comunitarios cada mediodía, hasta que encuentren una salida a la precaria condición en la que viven. Son el rostro del hambre en Bogotá por cuenta de la pobreza y la exclusión social.

“¿Qué es lo que yo como? La pega o lo que haya”, dice Liliana.

El hambre podría ser peor.

JOSÉ DARÍO PUENTES
EL TIEMPO

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