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'Montañero no pega en pueblo, pero este muchacho sí pegó'

José Alejandro Vélez dejó una vereda para vivir en la ciudad. Estudia ingeniería mecánica en Eafit.

EL TIEMPO
Un par de días después de entrar a la universidad, José Alejandro se halló ansioso ante una gran caja metálica que se abría de par en par al presionar un botón.
A sus 18 años, el joven, que sueña con convertirse en un constructor de máquinas, no conocía un ascensor. La ansiedad le duró el par de segundos del trayecto hasta el piso superior. Hoy ya se la pasa de arriba a abajo en ese habitáculo que por muchos años ignoró.
“Si tuviéramos uno de esos en la casa para llevar los sacos de café...”, pensó luego de utilizar el elevador de un bloque de la Universidad Eafit, en Medellín (Antioquia), adonde llegó para convertirse en ingeniero mecánico, gracias a una de las 10.000 becas que otorgó el Gobierno Nacional y de la que él resultó beneficiario.
El 15 de enero de este año, en medio del llanto de su mamá y con una única maleta en la mano, se despidió de los cafetales para ir a cumplir su meta de diseñar autos en Michigan (Estados Unidos), donde se ubican las grandes industrias del automóvil, como Dodge y Ford.
La primera cita con ese sueño está en Medellín, en la Universidad Eafit. La mayor parte del tiempo se la pasa en el aula 104 del bloque 16. No suele llevar ni lápices ni cuadernos. No porque no tenga cómo pagarlos, sino porque solo necesita una pluma electrónica para dibujar.
En ese salón están las pantallas táctiles y las tabletas que aprendió a usar a fuerza de necesidad, porque ni siquiera había aprendido a manejar un compás o una escuadra en seis años de bachillerato.
“En la primera clase de dibujo nos pidieron que dobláramos una hoja, que trazáramos una línea... Yo no pude hacer nada. Me quedó todo torcido, saqué 1,0. Me dijeron que tenía la mano pesada”, relata.
Pesada porque desde que tiene conciencia su vida fue desgranar las semillas de café, plantar las hortalizas, despulpar las frutas, arar la tierra, ‘volear’ machete, cargar sacos y vivir de la tierra.
El campo no solo se le quedó en los recuerdos, sino también en su cuerpo, forjado por tantos años con el sudor de las labores manuales.
“Que tengo que soltar la mano, volverla más liviana, me dicen los profesores”, cuenta mientras sigue dibujando una pulidora sobre la pantalla en Photoshop, el software de diseño que hace poco aprendió. Es el último trabajo del primer semestre de su carrera, el último final para conocer su promedio. En un par de días podrá regresar a su hogar.
El camino a casa
El recorrido para llegar hasta su casa es curvo y empinado. En el kilómetro 4, antes de llegar a la cabecera municipal, se toma a mano izquierda y de ahí comienza el ascenso por un camino empedrado.
El paisaje está repleto del verde oscuro de los cafetales y en la humedad se siente la cercanía de las aguas del río Cauca.
“¡Ah, cómo hace falta la tierrita! Pa’ qué Eje Cafetero si tenemos el suroeste”, dice mirando por la ventana.
Alejandro es un montañero en el sentido más noble de la palabra (y de la geografía). Se echa la bendición antes de comenzar cualquier comida, mantiene la cabeza agachada la mayor parte del tiempo, su acento paisa es inconfundible y conoce en detalle las hectáreas de café que sembró junto con su padre en el alto filo de una montaña en la vereda Cañaveral de Andes, un municipio a 3 horas de Medellín.
“Si quieren ver paisajes bonitos, tienen que ir hasta mi casa. Yo tengo la mejor vista de la montaña”, dice.
Para llegar hasta allí hay que avanzar más de 40 minutos en carro y luego caminar un kilómetro, por el camino de gravilla que marcó su papá con sus propias manos 13 años atrás, cuando ese cerro eran solo fincas con potreros.
Antes de llegar a la entrada se trepa a un árbol de naranjas, con la habilidad de un mico, y comienza a sonreír. Es su ambiente.
Hasta el momento en que ganó la beca su vida entera fue la montaña, solo salió a Medellín dos veces y por trámites de sus padres. No conocía una avenida, ni el Metro, ni tampoco cómo hacerse un lugar en ese espacio ruidoso y lleno de gente.
Hoy vive con una tía en un barrio de invasión a la entrada del municipio de Itagüí, aledaño a Medellín, allí donde una vez se ubicó un botadero de basuras y luego se instalaron viviendas informales.
El cambio es rotundo. Su hogar en Andes es una casa campesina con jardín, una cocina de leña afuera, un lavadero, una gruta con una virgen y un jaula para el conejo de sus hermanas menores: María Camila y Juliana, que salen a su encuentro.
Su mamá, Olga Lucía Quiroz, también lo hace. No faltan las lágrimas y la cara se les pone más roja en los cachetes.
Así también se pusieron cuando conocieron de la beca: estaban recogiendo café cuando su mamá lo llamó a gritos por el campo. La noticia le había llegado por teléfono desde Bogotá: su hijo era uno de los ‘pilos’.
La familia Vélez Quiroz ha vivido los últimos 13 años en la última finca de una alta montaña a la entrada del municipio de Andes, en el suroeste antioqueño. Se dedican al cultivo del café y el plátano. David Sánchez / EL TIEMPO
Se estaba cumpliendo esa promesa que escucharon en el pequeño televisor de la sala, mientras transmitían la alocución presidencial con el anuncio de las becas.
“Yo me voy a ganar eso” fue lo único que le escuchó decir a José Alejandro. “Nunca le hubiéramos podido dar estudio, no sabíamos qué íbamos a hacer con él... ya del campo es muy difícil vivir”, relata con los ojos en lágrimas.
Hijo del campo
“Este muchacho eran mis pies y mis manos. Ayudó a levantar esta finca, lo hacía todo”, dice José Alberto Vélez, su papá, quien llega al encuentro con su hijo como un tradicional antioqueño: de botas y machete, la camisa abierta y sucia de tierra.
Ambos se van a dar un recorrido por los cafetales. Desde allí hasta la carretera principal, a diario, Alejandro podía hacer hasta 10 viajes cargando sobre la espalda cerca de 50 kilogramos de bultos de café y plátano. Por eso no es raro que conozca cada especie, su edad y cómo fueron sembrados.
Alejandro y su padre levantaron juntos la finca en una vereda de Andes, a tres horas de Medellín. David Sánchez / EL TIEMPO
A donde mire, sabe el detalle: el árbol frondoso que al cortarse exhibe una forma de cruz y cuya sombra lo protegía del sol del mediodía; el punto exacto donde una avalancha corrió su cultivo y le dejó dos palos de naranjos como sobrevivientes al final de la falda de la montaña; la vieja casona donde estudió la primaria y a donde iba montando en bicicleta.
Alejandro pregunta por su ‘cafeterita’: los 632 palos de café que él mismo sembró en un pedazo de la finca que le dio su padre. Lo cultivó, lo cosechó y lo vendió. Y con eso se compró la primera moto de la casa, que luego se la regaló a su papá para que lleve a una de sus hermanas hasta el colegio del pueblo.
A Alejandro no le tocó así. Cuando inició su bachillerato, vivió la plena crisis de los precios del café, e incluso pasaron 3 años sin un solo servicio público en la montaña. Tenían que moler el café a mano y luego, entre él y su padre, se inventaron un motor, que movían pedaleando para no maltratarse tanto las manos.
Intentó estudiar a través de un programa de educación rural que llevaba a los profesores hasta la vereda aledaña cada sábado, pero no logró encajar ahí. El estudio iba más dirigido a tareas rurales, y él quería algo más. Cursó en ese programa, con sobrado esfuerzo, sexto y séptimo en un solo año.
Luego pasó un año entero dedicado al campo, porque no tenía la edad suficiente para entrar a un bachillerato semipresencial.
Después cursó el resto del bachillerato en la Institución Ferrini, de la que salió con honores por darle el reconocimiento de haber sido el único estudiante en ganar una de las becas del Gobierno.
“Yo aprendí lo que pude, pero realmente no era mucho lo que podían enseñar”, relata José Alejandro. Las clases eran todos los sábados, solo de 7 de la mañana a 2 de la tarde. Así fue como él estudió los 6 grados en 3 años y llegó con los conocimientos básicos a una de las mejores universidades del departamento de Antioquia. El reto no es menor, lo saben sus padres.
Cada vez que los visita, no dejan de preguntarle si ya mejoró las calificaciones. Alejandro, orgulloso, lo asegura: “El primer parcial lo saqué en 1,8 y el último lo dejé en 4,2”.
Su papá se muestra orgulloso de lo que ha logrado su hijo, a su manera: “Dicen por ahí que montañero no pega en pueblo, pero este muchacho sí pegó”.
EL TIEMPO
Andes (Antioquia)
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