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Hijo de enfermeros, ahora aspirante a doctor

Con sus padres, fue voluntario de la Defensa Civil desde niño y aprendió primeros auxilios.

Sus primeras curaciones las realizó a los 11 años. Atendía heridas menores de borrachos que iban a parar a la sala de urgencias del Hospital Simón Bolívar, en Bogotá. Llegaban tan ebrios que no se daban cuenta de que era un niño el que los examinaba. Casi siempre era viernes. Agitadas noches de viernes.
Sergio Andrés Gálvez Ruiz lo recuerda sin preámbulos: esa fue su primera práctica clínica.
Dos años atrás, su abuelo materno lo había convencido de enlistarse como voluntario de la Defensa Civil. Allí, por primera vez en la vida, supo lo que eran los primeros auxilios. Y le gustó. Fue el presagio del destino que le aguardaba.
A los pocos meses había convencido a sus padres para que se unieran al escuadrón naranja y, al cabo de un tiempo de participar como voluntarios, era tal el entusiasmo en el tema que los tres terminaron haciendo un curso de auxiliar de enfermería. Sergio lo hizo por aprender, por el puro placer de ayudar a otros.
Sus padres –un ama de casa y un asesor comercial sin estudios superiores– vieron, en cambio, una oportunidad de formación especializada y, cómo no, una fuente de empleo para mejorar los ingresos del hogar.
A partir de ahí, y durante los siguientes años, la atención de emergencias como voluntarios de la Defensa Civil se convirtió en el hilo que estrechó la relación familiar: juntos colaboraron en hospitales como el Simón Bolívar y atendieron accidentes de tránsito en las operaciones retorno.
Sus padres siguieron capacitándose y se emplearon en distintas entidades como prestadores de servicios de enfermería. La invitación que años atrás les hizo su hijo les revelaba ahora un futuro prometedor. Y no solo a ellos.
Un doctor en casa
Egresado con honores del Colegio Distrital El Japón, de Kennedy, suroccidente de Bogotá, donde siempre ha vivido, Sergio terminó de convencerse de que la medicina era lo suyo cuando realizó un diplomado en atención prehospitalaria justo antes de graduarse. “Fue un curso gratuito donde aprendí sobre tratamiento de traumas, primeros auxilios avanzados y rescatismo –relata Sergio–. Ahí me di cuenta de que tenía madera, de que eso era lo que yo quería hacer el resto de mi vida”, cuenta.
Consciente de la precaria situación económica de su casa, se prometió entrar a la Universidad Nacional y conseguir un trabajo para ayudar a pagar la matrícula.
“Para mí no había más opciones y me dije: ‘si me presento y no paso, lo voy a intentar cuantas veces sea necesario’ ”. Pero no lo fue.
Como si se tratara de una lotería, un número de tres cifras le cambió la suerte: con el 377, la página oficial del Icfes le anunciaba su puntaje en las Pruebas Saber 2014 y lo convertía en un beneficiario del programa de becas ‘Ser pilo paga’.
Hoy, a sus 17 años, Sergio, el mayor de tres hermanos, el hijo de dos auxiliares de enfermería, el amante de las urgencias, está a punto de iniciar su segundo semestre de medicina en la Universidad de los Andes para convertirse, como dicen sus padres, Jaddy Milena Ruiz y Héctor Eduardo Galves, “en el doctor de la familia”.
Con sus padres, Héctor Eduardo Galves y Jaddy Milena Ruiz, Sergio comparte el lenguaje clínico. Ellos ahora trabajan como enfermeros. Ana María García / EL TIEMPO
El 13 de enero inició clases. Llegó cargado de expectativas, pero también predispuesto: temía que la diferencia de clases terminara por convertirlo en una víctima más del bullying, creía que, ‘entre tanto gomelo’, lo iban a discriminar por su origen humilde.
Pero lo que encontró le derribó ese muro: “Compañeros y profesores demasiado humanos y especiales, siempre dispuestos a ayudarme en todo lo que necesito”, cuenta Sergio. De hecho, tiene padrinos –estudiantes de semestres avanzados que lo orientan– y con subsidios de alimentación, transporte y materiales que le brinda los Andes.
Segundos que valen oro
En uno de los laboratorios de simulación de la universidad, en el que varios maniquíes hacen las veces de pacientes, Sergio dirá que quiere especializarse en atención prehospitalaria.
Su experiencia con la Defensa Civil y el legado que, como auxiliares de enfermería, le han dejado sus padres le demostraron que la diferencia entre la vida y la muerte está en esos primeros auxilios que un médico le brinda a su paciente. “Son segundos que valen oro”, apunta.
Luego, hablará de su sueño de ser parte de la organización humanitaria Médicos Sin Fronteras para irse a atender comunidades de las zonas más apartadas del país.
“No soy tan romántico como para creer que voy a cambiar el mundo, pero sí creo que tengo la misión de serle útil a la sociedad”, añade.
En casa, entre tanto, sus padres ya empiezan a verlo convertido en todo un doctor: “Se toma su papel muy en serio, ya nos hace recomendaciones para que tengamos estilos de vida saludables, nos está cambiando la dieta... yo aspiro a que, en unos años, sea el médico que me atienda mis achaques”, cuenta su madre.
Entre ellos el lenguaje ya pasó a otro nivel: hablan con esa complicidad clínica en la que nombres de procedimientos, herramientas, medicinas y diagnósticos médicos son parte de su diario vivir. Esa complicidad que asegura que siempre serán un buen equipo dentro y fuera de casa.
–¿Alguna vez imaginó todo esto?
–Yo le voy a contestar así: he aprendido que muchas veces las personas no mueren cuando carecen de signos vitales, sino cuando se les acaba la esperanza, cuando desfallecen en sus sueños, cuando no se atreven a luchar por ellos.
Ahí está el niño que cambió el uniforme naranja de la Defensa Civil por una bata blanca, el que será médico pero no olvida sus pinitos como enfermero, el que siempre carga en su maleta unos guantes de látex, un tapabocas y una máscara para reanimar. Finalmente, si el deber llama, Sergio estará preparado para salvar vidas o prolongarlas, como él mismo prefiere llamarlo.
LIZETH SALAMANCA GALVIS
Redactora HUELLA SOCIAL
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