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Jaime, un alcalde descarriado

La historia de cuando Garzón se hizo campesino y gobernó a su estilo en Sumapaz: con mucho humor.

 La casa de Lilia Poveda es la primera que aparece en el paisaje de San Juan de Sumapaz, uno de los tres corregimientos de la localidad número 20 de Bogotá, la más grande de la capital, y según sienten sus pobladores, la más olvidada.
A esa casa de paredes color durazno y ventanas miniatura llegó hace 25 años un hombre de pelo largo, gabán verde oliva hasta las rodillas, sonrisa descarrilada y cabeza sin sombrero.
Venía en una camioneta roja desde el Palacio Liévano con una orden del entonces alcalde de Bogotá, Andrés Pastrana, para ejercer como máxima autoridad en los 1.540 kilómetros cuadrados de Sumapaz.
Nadie le creía a ese muchacho, un tal Jaime Garzón, que ni siquiera se había graduado de abogado. Nadie le creía, sobre todo, porque en esas tierras pocas veces asomaba el Gobierno, y si acaso daba señas, aparecían señores encorbatados, engominados, y escoltados.
Sin embargo, un papel con firma y sello confirmaba el nombramiento, y Lilia Poveda no tuvo más remedio que acoger al excéntrico alcalde cuando éste le dijo: “yo quiero vivir en su casa, y esa de allá, donde duermen sus dos hijos, esa es mi pieza”.
Con los días, la autoridad perdió la vergüenza. No tardó en encontrar víctimas de su humor ácido, y Mendis Castellanos, un campesino tímido, fue la primera: Garzón reproducía a la perfección su andar lento, sus muecas, su acento sumapaceño, y en cada reunión de cantina, el público pedía eufórico esa imitación, incluso antes que las populares de gallina, caballo, Julio César Turbay, Belisario Betancur y Álvaro Gómez.
El alcalde Jaime puso a más de uno en aprietos: cuando llegaba de madrugada a casa de Lilia, el hijo, Evelio Rosero, sentía un empujón y a Garzón que decía “eche pa’ allá que me voy a acostar y hoy no voy a destender mi cama”.
La gente de Sumapaz tampoco olvida que después de una noche de parqués, chicha y amigos, la señora del aseo del Hospital Nazareth rompió en llanto cuando encontró que el vaso de la licuadora de la cocina, del que ella era responsable, se había roto porque el funcionario había interpretado música de Escalona con el utensilio; o cuando el mismo Mendis Castellanos tuvo que ir al piso 14 de un elegante edificio de Bogotá, porque Garzón había dejado un chivo sucio y ruidoso amarrado al escritorio de un funcionario del distrito, en agradecimiento a su gestión por un acueducto para la localidad.
Memorable también fue cuando le llegó desde la Alcaldía Mayor un telegrama que rezaba: “Sírvase notificar las casas de lenocinio autorizadas en su zona”. Su respuesta, motivada por la indignación de que las autoridades se preocuparan más por la moral que por problemas reales, fue para nunca olvidar: “Después de una inspección visual, informo que aquí las únicas putas son las putas Farc”.
Otro día, al ver que los niños no tenían útiles para estudiar, descaradamente llamó a la empresa Carvajal imitando la voz de Andrés Pastrana, y como al otro lado del teléfono le creyeron la broma, no tuvo problema en solicitar decenas de lápices, colores y cuadernos, que llegaron pronto hasta Sumapaz.
Alfredo Díaz, profesor del colegio Juan de la Cruz Valero, recuerda entre risas alguna vez que Garzón llegó a un almuerzo en Nazareth, el segundo corregimiento con mayor extensión de Sumapaz, y donde suelen servir en bandeja y manteles blancos a los políticos. En esa ocasión había cuatro platos: el del alcalde, el del presidente de la Junta de Acción Comunal, el de su esposa y el de un concejal liberal. Jaime, al ver que en un rincón del salón estaba ‘Cucas’, un sumapaceño con retardo mental, se paró de la mesa e invitó al hombre a sentarse en lugar de él, “porque usted nunca ha tenido este honor y yo prefiero el sancocho que están haciendo en la calle, donde me dejan repetir”, le dijo.
Por más circunstancias incómodas a las que los sometía, en casa de los Rosero Poveda sentían al alcalde como a un hermano, a un hijo y a un tío putativo. Evelio se aguantaba los ronquidos de Garzón; Lilia le servía desayunos a su antojo, con caldo de costilla, chocolate, huevos, arepas de maíz pelado, cuajada y, al final, un tinto negrito y con panela; mientras tanto, los demás no se molestaban cuando tenían que despojarse de sus ruanas y camas cada vez que el célebre huésped llegaba con amigas de Bogotá, a quienes engañaba con que el clima de Sumapaz era “hágase de cuenta, como el de Melgar o Girardot, apenas para ponerse traje de baño”.
Hoy, décadas después de tanto amor y atención, Lilia Poveda se asombra con la pregunta “¿cuánto pagaba Garzón por vivir en su casa?”. A ella, sin escrúpulos para la generosidad, le bastaba con los abrazos y chistes de su adorado Jaime.
El prontuario de Garzón en Sumapaz
Según cuenta el periodista Germán Izquierdo en su libro ‘Jaime Garzón: El genial impertinente’, cuando éste fue alcalde de Sumapaz le asignaron dos escoltas que pocas veces, a petición suya, lo acompañaban. La zona ha sido un corredor estratégico para las Farc por permitirles moverse entre los Llanos, la cordillera oriental y Bogotá, sin embargo, dice Izquierdo, “el desenfadado Garzón, que había estado en la insurgencia, no le tenía miedo a nadie” y tres veces a la semana se montaba en un jeep, llenaba dos pimpinas de gasolina y emprendía un viaje de más de tres horas hasta San Juan de Sumapaz.
Cuando llegaba, recuerda Alfredo Díaz que a Garzón no le gustaba que le dieran un caballo, prefería andar a pie, montarse en cualquier mula y bañarse en las gélidas lagunas y en la quebrada Medianaranja. Mientras los que lo acompañaban llevaban botas de caña baja, él las usaba de caña alta para poderse mojar.
Para el profesor, el alcalde rompió con la vieja tradición que les habían inculcado a los campesinos de que “al doctor no se le puede contradecir, al doctor el mejor plato, al doctor el mejor caballo”. Garzón demostró que podía caminar, comer en olla y dormir en un junco. Decía, incluso: “no son los campesinos los que tienen que servirle al alcalde, soy yo el que debo servir a los campesinos”.
Para Díaz y para muchos de los sumapaceños, Garzón se convirtió en el Cristo del páramo, en el amigo al que le podían decir “hola Jaime, venga tómese un tinto, apártese una cerveza, almuerce hoy con nosotros, venga duerma en mi cama”.
Y aún más importantes fueron sus obras. Dice Alexander Garzón, edil de Sumapaz, que llevar cámaras y periodistas que le mostraran al país el gigantesco rincón de Bogotá donde aún había caminos de herraduras y carecían de luz, acueducto y comunicaciones, fue bastante.
En su libro, Izquierdo recuerda que Hernando Corral, entonces periodista del Noticiero de las Siete, permitió la primera aparición de Jaime Garzón en las pantallas el 5 de diciembre de 1988. En las imágenes “grupitos de campesinos, todos con ruana y sombrero, miran prevenidos la cámara. El viento agita las ropas colgadas de un tendedero en la entrada de una casa medio desbaratada. Un perro callejero apura su marcha. La niebla parece convertir a San Juan de Sumapaz en un cuadro de Gonzalo Ariza. Ya no se ven las montañas y apenas se distinguen las siluetas enruanadas. Hasta ahora, solo se oye el sonido del ambiente. Luego empiezan a escucharse susurros y finalmente la inconfundible voz de Garzón que llega como la niebla, de a poco: Y yo voy a decir que no hay carreteras –cuenta entre risas–, que aquí el único carro que llega es el del alcalde”.
Gracias a que Sumapaz empezó a sonar en las esferas del poder, la localidad por fin dio un leve vuelco que la historia le tenía en deuda.
Según Eliana Hurtado, gerente del Hospital Nazareth, el único de primer nivel en Sumapaz, fue Jaime Garzón quien impulsó la farmacia comunitaria, la única alternativa que tenían los habitantes para acceder a medicamentos.
Después de 75 años en los que el máximo título que se podía alcanzar allí era la primaria, Garzón llevó el bachillerato, pero más importante fue inculcar en los campesinos la respuesta a por qué educarse: “porque hasta para labrar la tierra hay que estudiar”, repetían entonces.
Con el alcalde Jaime ya no fueron necesarios más velones en Sumapaz. Llegó la energía, los televisores, los teléfonos, los noticieros, las telenovelas, las neveras y las licuadoras. También el agua, el alcantarillado, tan necesarios y tan ausentes por décadas.
Y aun así, como si darle dignidad a Sumapaz fuera insuficiente, faltando poco para que terminara su periodo, un día de elecciones en 1990, fue destituido de su cargo. Él era el encargado de abrir las mesas de votación de su zona. Dio apertura a la primera y por llegar a destiempo a la segunda, separada por tres horas de trocha, fue notificado de su despido.
Parmenio Poveda, líder del Sumapaz ni siquiera pudo despedirse de su líder. Hubo cartas de protestas, llamadas al alcalde mayor, protesta, tristeza, rabia, pero nada pasó. Cuando menos pensaron, los amigos de Garzón, los de Sumapaz, lo vieron en las pantallas en su mejor faceta: la de humorista, cantador de verdades y espejo del pueblo.
Si Garzón viviera…
Si Garzón viviera, dice Daniel Rojas, rector del Colegio Campestre Jaime Garzón, el líder que él conoció a los ocho años repartiendo colombinas en su escuela y saludando a los niños como si fueran íntimos, estaría denunciando la explotación de hidrocarburos y la captación de aguas para hidroenergía en pleno Sumapaz. Si cuando vivía era el blanco del narcotráfico y los hilos del poder, su enemigo hoy serían las multinacionales.
Si Garzón viviera, continúa Rojas, su proyecto más importante para la tierra que gobernó sería la educación superior y la comunicación para aquellas veredas donde solo hay teléfonos comunitarios. Le preocuparía que en Sumapaz los jóvenes migran a las ciudades en busca de oportunidades, y los pocos que quedan dejan los colegios para dedicarse al cultivo de papa y a la ganadería.
Si Garzón viviera la gente de San Juan de Sumapaz continuaría reuniéndose todos los miércoles en casa de Mendis Castellanos, el que tenía televisión, para reírse con su líder en la pantalla, como si aún se sentara en los zaguanes de sus casas.
Pero a Garzón lo mataron, y 15 años después de que Lilia Poveda, su madre en Sumapaz, llorara como niña en la Plaza de Bolívar al lado del ataud, todavía tiene alientos para reír y recordar que días antes del magnicidio, el por siempre alcalde Jaime llegó a su casa, comieron pollo con papas chorreadas, y de sobremesa, uno de esos comentarios ácidos de Garzón: “doña Lilia, a mí no me importa si me matan, pero que no me vayan a coger con los pantaloncillos rotos, porque ahí sí me muero, pero de la vergüenza”.
MARIANA ESCOBAR ROLDÁN
Redacción El Tiempo
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