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Lecturas Dominicales

Tantas vidas sin contar

Chimamanda Ngozi Adichie, Virginie Despentes, Siri Hustvedt y Margaret Atwood. El discurso feminista y el #MeToo han ayudado a florecer las obras de las mujeres.

Chimamanda Ngozi Adichie, Virginie Despentes, Siri Hustvedt y Margaret Atwood. El discurso feminista y el #MeToo han ayudado a florecer las obras de las mujeres.

Foto:AFP

Un recorrido por alguna de las voces femeninas más importantes de la literatura.

Parecía que todo estaba bien por fin: que las mayores del grupo se habían puesto minifalda y nos habían dado ejemplo y habían decidido hacer el amor y no la guerra, sin quedar embarazadas. Pero, de repente, rebobinando la película, nos empezó a parecer que no bastaba con que Yoko Ono posara desnuda en la cama con John Lennon. Y ya entradas en ejemplos, incluso esa imagen supuestamente feminista valía más que mil palabras: una mujer que se hace famosa justamente por ser “la mujer” de un hombre famoso, ¡ay!…
De Lennon, por libre asociación, se me ocurrió pasar a Charly García:
–Merce, vení –gritaba en un concierto en el estadio El Campín, en Bogotá. Y Merce salía del camerino y cantaban juntos lo que Charly decidía.
–Merce, andate –decía después, cuando se le antojaba que ya había cantado lo suficiente. Y Merce hacía mutis por el foro.
“Merce” era Mercedes Sosa. Fungía de madre o de maestra y reaccionaba arrobada o permisiva frente a los caprichos de Charly García, y el público aplaudía.
Nadie me lo contó: yo estaba.
¿Les parezco exagerada? Díganme, entonces, si recuerdan, con la misma nitidez con la que se acuerdan de Yoko, a la pareja (y no es accidental que evite el vocablo “marido”) de Janis Joplin o de Joni Mitchell o si, hablando de libros, que es el tema que nos ocupará en las páginas siguientes, pueden decir el nombre de un “marido de escritora”, así como seguramente se les vienen a la memoria, de tanto que los han machacado en las revistas, los nombres de las esposas de Borges, de Vargas Llosa o de García Márquez. Díganme si aparte de los pormenores domésticos indispensables que ellas atendieron (mercado, maletas, cuentas, niños, comidas y agasajos) para que esos maridos se dedicaran al arte de escribir, sabemos algo sobre sus proyectos personales. Además de ser “esposas de escritores”, ¿qué estudiaron, qué inventaron, qué soñaron?
¿Qué dejaron de ser para ser-esposas-de-escritores?
Casi a punto de terminar la segunda década de este nuevo milenio descubrimos que la utopía del viejo feminismo no bastó. Súbitamente –o quizás de forma no tan súbita– redescubrimos con horror pequeños detalles protagonizados, y ahora releídos, por nosotras mismas. Nosotras, las que solíamos burlarnos de las supuestas feminazis con sus caras lavadas y sus consignas y sus militancias; nosotras, las que creíamos haber elegido con absoluta libertad nuestras parejas esporádicas o permanentes, el tiempo apropiado para tener hijos –o la potestad de no tenerlos: eso creíamos–, abrimos los ojos y descubrimos escenas que, a fuerza de no pasar por las palabras, se nos habían pasado por alto. Y de repente alguien a nuestro alrededor se atreve a abrir un abanico de incómodas preguntas: ¿Qué tanta presión implícita o explícita nos llevó a buscar pareja, a tener hijos, a tener este escarceo o esta relación? Y, como sucede y se dice ahora, las preguntas se fueron “viralizando”. ¿Qué tanta libertad tuvimos al elegir la profesión, y qué tantas condiciones de equidad durante el ejercicio de las artes y de los oficios? ¿En qué medida fuimos/somos víctimas de juegos masculinos que mezclaron/mezclan sexo con poder y que no habíamos llamado por sus nombres?

Además de ser “esposas de escritores”, ¿qué estudiaron, qué inventaron, qué soñaron?

¿Qué dejaron de ser para ser-esposas-de-escritores?

Nosotras también, We too. Nosotras, mucha gente, empezamos a sentirnos colectivamente interpeladas, como si una grieta debajo de la alfombra se hubiera hecho visible y nos hubiera movido el piso reluciente que creíamos pisar. Y una vez abierta la grieta, es patente la magnitud de la ruptura. Que conste que ya les habíamos advertido, podrían cobrarnos, y no les faltaría razón, Virginia Woolf y nuestras mujeres tutelares. Entonces volvemos a buscar ese viejo ejemplar de Una habitación propia y releemos esas palabras que alguna vez nos sabíamos casi de memoria: “Pero, dirán ustedes, nosotros le pedimos que hablara sobre las mujeres y la novela, ¿que tendrá eso que ver con una habitación propia?” Volvemos a tomar ese pequeño manifiesto que nos fuimos pasando unas a otras, de mano en mano. Y en esa habitación propia donde Woolf había citado, junto con Jane Austen, George Elliot y las Brontë, “una acumulación de vidas sin contar”, (vidas de mujeres que, a pesar de compartir apellidos o talentos con los varones de sus casas, no fueron a la escuela ni a la universidad ni trabajaron), se van reuniendo más voces, de antes y de ahora.
Entre una conjunción de miradas y de enfoques diferentes, de ficción y no ficción, (y ya que estamos en esto de los géneros, ¿no se vuelven también cada vez más porosas las fronteras entre géneros literarios?), se apilan en mi mesa fragmentos de novelas, ensayos, manifiestos. Virginia Woolf, puesta boca abajo, conversa con Margaret Atwood, y su Cuento de la criada –una novela sobre un futuro imaginario en el que las mujeres pierden el nombre, la voz, la libertad y los derechos– parece más probable en estos tiempos que en la Inglaterra victoriana. A su lado, y tomando algunas voces que Woolf ya había citado, la voz sarcástica de la chilena Lina Meruane emprende una nueva peregrinación para recordar luchas de otras mujeres que intentaron caber, a veces sin demasiado éxito, en las revoluciones de “La Historia”, y su diatriba Contra los hijos muestra un panorama de todo lo que hemos avanzado y también de todo lo que podemos retroceder en esta historia que nada tiene de lineal.
Hay autoras de estos tiempos que nos revelan otros paisajes femeninos: Chimamanda Ngozi Adichie y Taiye Selasi, por citar dos ejemplos, exploran las bisagras entre el conocimiento íntimo de las mujeres africanas que patina por su sangre y la distancia que les otorgan la lectura, la escritura y el hecho de haberse educado en otro lugar. Ese distanciamiento de las raíces para mirarlas desde otra perspectiva es una constante en novelas como Americanah, de Adichie, y Lejos de Ghana, de Selasi. Sus personajes femeninos afrontan la extrañeza del tránsito entre África y América del Norte y la mirada sobre “lo femenino” se distancia de los tópicos de exportación ligados a África para develar la complejidad de los países particulares (Nigeria, Ghana), con sus ciudades enormes, parecidas a las nuestras, con sus desigualdades, sus olores, sus ruidos y sus tensiones. En esos mundos urbanos emergen los problemas de siempre: las madres, las parejas, las relaciones y, por supuesto, el significado de ser una mujer de raza negra que viene de África y que a la vez es de Estados Unidos. La literatura se asume como una forma de conjurar lo que Chimamanda Ngozi Adichie ha denominado “el peligro de una sola historia”, y esa propuesta se refleja en la búsqueda de otros formatos y de muchas maneras de escribir: el blog, la ficción, la crónica, y la simbiosis entre la vida emocional y las ideas. Todo se mezcla.
Lectoras y escritoras que se acompañan, que discuten, que arriesgan formatos y que, por supuesto, no están de acuerdo en casi nada: salvo en esa brecha que Martha Nussbaum traduce en cifras para revelar cómo todas las discriminaciones terminan recayendo y multiplicándose en las mujeres más pobres. En el fondo, vuelve a leerse entre líneas el leit motiv que la periodista Betty Friedan, citada por Meruane, vio mientras estudiaba el descontento generalizado de las madres norteamericanas del baby boom de los sesenta, rodeadas de niños y de electrodomésticos, y al que denominó “el malestar que no tiene nombre”. Quizás la prueba de que ese malestar no está resuelto aún es esa interminable pila de libros que va mostrando un tapiz de muchos hilos, aún sin terminar. Quizás está llegando la hora de llamarlo por su nombre.
Para no caer en la trampa de que alguien considere este recorrido por voces de mujeres con esa idea estereotipada de una supuesta (y poco trabajada) oralidad femenina, me he concentrado en la escritura. Y para evitar también ese otro estereotipo que rotula como “literatura femenina” a cualquier libro escrito por mujeres que se ocupe de la situación pasada o actual de las mujeres, aclaro que esto no pretende ser un panorama literario y que tampoco estoy equiparando el tema con la calidad, sino que estoy haciéndole al lector de cualquier género una invitación a rastrear un problema cultural que ha sido un denominador común en muchos textos escritos por mujeres de épocas y latitudes diversas y que hoy, en buena hora, se considera crucial para toda la humanidad.

Para no caer en la trampa de que alguien considere este recorrido por voces de mujeres con esa idea estereotipada de una supuesta [...] oralidad femenina, me he concentrado en la escritura.

El escaso o ningún diálogo que ha suscitado la mención a las condiciones desiguales entre géneros y la mezcla de benevolencia, frivolidad o ironía, por no hablar de negación, con la que ha sido tratada por parte de muchos varones parece parte del problema. Quizás es más cómodo negar que la historia de la humanidad que conocemos se sustenta, en gran medida, en una división entre dos grupos: uno que ha sido excluido y otro que, sin saberlo o sin querer saber del todo, se ha beneficiado. Por supuesto, es comprensible que esa división haya sido más urgente de señalar por parte del grupo excluido, pero eso no implica que tenga que seguir así.

II

“¿No habíamos concluido que ya estaba passé el feminismo, que podíamos olvidarnos de sus lemas porque habíamos vencido? Craso error, señoras y señoritas”, dice Meruane en Contra los hijos. Según su diatriba, el inventario de luchas femeninas se está resquebrajando con la idea contemporánea de la maternidad perfecta (leche materna a libre demanda, pañales ecológicos y papillas libres de gluten, preparadas por devotas madres, a la vez trabajadoras y amas de casa, y, por supuesto, siempre exhaustas, que, ¡agradecen! –en vez de reclamar– la ayuda brindada por los padres de los niños). “El viejo ideal del deber-ser-de-la-mujer no se bate fácilmente en retirada, solapadamente regresa o vuelve a reproducirse tomando nuevas formas”, advierte la autora, quien además de reclamar el derecho femenino a no tener hijos, se convierte también en una lúcida crítica de esa invención contemporánea que ella denomina “su majestad, el niño”. “Esa raza de hijos ya no es nuestra, sino más bien el instrumento que la sociedad ha creado para censurar como nunca nuestra libertad”.
El control patriarcal de la procreación parece seguir siendo una estrategia eficaz para restringir la libertad de las mujeres, como lo demuestran las religiones y también, cada vez más, los enfoques políticos conservadores. La reciente reedición de El cuento de la criada, que ha sido comparada con 1984, de George Orwell, narra un futuro imaginario –eso esperamos–, en el que Estados Unidos se ha convertido en la República de Gilead, un régimen teocrático, que paradójicamente se ha instalado en Cambridge, donde estuvo la sede de la universidad de Harvard. Según la fábula de Atwood, en esos tiempos futuros la reproducción de la especie está amenazada y las mujeres han sido organizadas en un rígido sistema de castas con roles inamovibles y definidos por el Estado. “Las criadas” son las mujeres designadas para servir de vientres y son “fecundadas” por los Comandantes, pero los hijos no son de ellas sino de las Esposas de los Comandantes, quienes también participan, de una forma extraña y grotesca, en el acto de fecundación. En la novela, las palabras son una forma de resistencia: una forma de no desaparecer. “Aprendimos a susurrar casi sin hacer ruido –relata la protagonista–… Aprendimos a leer el movimiento de los labios: con la cabeza pegada a la cama, tendidas de costado, nos observábamos mutuamente la boca. Así, de una cama a otra, comunicábamos nuestros nombres: Alma, Janine, Dolores, Moira, June”.
Defred, el nuevo nombre de esa mujer a quien se le han arrebatado la identidad –su nombre de pila– y todos sus derechos, se las ingenia, en el sentido preciso del término, para dejar una constancia con palabras, con la remota esperanza de que algún lector la encuentre. En la introducción que Margaret Atwood escribió a la nueva edición de esta novela –“premonitoriamente” en el año del triunfo de Donald Trump–, llama “literatura testimonial” a la escritura de la protagonista. “Defred registra su historia como buenamente puede; luego la esconde, con la confianza de que, con el paso de los años la descubra algún ser libre, capaz de entenderla y compartirla. Es un acto de esperanza: toda historia registrada presupone un futuro lector”, dice la autora.
En una de sus columnas de Arcadia titulada “Los engaños de las mujeres”, Carolina Sanín reflexiona sobre el secreto de la identidad y su relación con las narrativas que el patriarcado atribuye a las mujeres: “Nos contamos una y otra vez esta historia que insiste en la lascivia de las mujeres y en su capacidad para ser adúlteras y adulterar la identidad de los hombres haciéndolos pasar por criminales para recordarnos que, a diferencia de la maternidad, la paternidad es dudable; que nadie puede saber de qué hombre es hijo y ningún hombre puede saber de quién es padre; que es la mujer, y solo ella, quien conoce el secreto de la paternidad y de la filiación, el secreto de la identidad fundamental en el patriarcado”.
La escritora Siri Hustvedt se suma a la conversación sobre la formulación de la identidad de las mujeres como un acto cultural con significados cambiantes: “No es que no haya diferencia entre hombres y mujeres, de lo que se trata es de cómo elegimos formularla. Cada época ha tenido su ciencia de la diferencia y de la identidad, así como su biología, su ideología y su biología ideológica”, leo en su novela El verano sin hombres, que se mueve entre la ficción y la no ficción, como si se tratara de una cinta de Moebius, y que interroga a las neurociencias y a la biología, como disciplinas también históricamente cambiantes, para trazar otro recorrido por las formas históricas (y obviamente, masculinas) que han intentado explicar el eterno misterio de los cromosomas xy. En la apuesta literaria de Hustvedt vuelve a ser patente su forma de trabajar las conversaciones femeninas: sus personajes de todas las edades son complejos y versátiles y sus formas de relacionarse y de pensar demuestran un conocimiento profundo de la inteligencia, de las formas cada vez más sofisticadas de interpretar la realidad de las mujeres contemporáneas y de su vida psíquica.
“ … No recuerdo haber abierto un libro en mi vida que no tuviera algo que decir sobre la inconstancia femenina. Las canciones y los proverbios hablan todos de la volubilidad de la mujer. Pero quizás usted dirá que todos ellos están escritos por hombres... Y por favor no haga usted más referencia a los ejemplos de los libros… Los hombres tienen todas las ventajas a la hora de contarnos su propia historia. Han recibido la más esmerada educación a la que se pueda acceder; la pluma siempre ha estado en sus manos. No admitiré que los libros sean prueba de nada”.
Esa cita que toma Hustvedt de Persuasión, de Jane Austen, parece puesta no solo para rendirle un homenaje, (como si quisiera decirle que la literatura se está tomando en serio la indagación sobre lo femenino, desde diversas disciplinas), sino para insistir en esa gran preocupación que hemos rastreado sobre quién escribe las historias (y La Historia). Si durante tantos siglos, y salvo las excepciones que por fortuna están cobrando cada vez mayor protagonismo, fue el punto de vista masculino el que definió las reglas de un mundo en el que había más espacio para unos que para otras –y aquí me parece pertinente la duplicación del lenguaje– ese punto de vista tiene que haber afectado la estructura profunda de la psique humana y cambiarla supone una revolución que tomará bastante tiempo y que necesariamente pasa por las palabras.
Sin embargo, no solo se requiere modificar la estructura simbólica del mundo sino también la realidad. “Según una compleja medición que incluye la expectativa de vida, la riqueza y la educación, no hay país alguno que trate a su población femenina igual de bien que a la masculina”, afirma Martha Nussbaum en su ensayo Las mujeres y el desarrollo humano, y cita una compleja medición que fue recogida en el Informe de desarrollo humano del PNUD, en 1977: “Las mujeres carecen de apoyo en funciones fundamentales de la vida humana en la mayor parte del mundo. Están peor alimentadas que los hombres, tienen un nivel inferior de salud, son más vulnerables a la violencia física y al abuso sexual”, dice Nussbaum y cita un concepto: el de “las mujeres faltantes”, que de cierta forma ha atravesado estas páginas.

Sin embargo, no solo se requiere modificar la estructura simbólica del mundo sino también la realidad

De modo que esto de nombrar las voces silenciadas no es un capricho ni una queja –o sí: por supuesto que también es una queja– y aunque está claro que tiene que ver con condiciones materiales, requiere una revolución psíquica que se hunde en los años en los que se graban las imágenes y los conceptos más nítidos y más difíciles de modificar: los de la infancia. Si como dice Chimamanda Ngozzi Adichie en su ensayo Todos deberíamos ser feministas, “no hay una norma social que no pueda cambiarse”, el hecho de instalar una cultura que valore la educación y la independencia de todas las mujeres es un imperativo de estos tiempos. “Considero de una urgencia moral mantener conversaciones sinceras acerca de educar de otro modo a los hijos, de crear un mundo más justo para hombres y mujeres”, dice Adichie y no solo está pensando en las mujeres cuando afirma que “la masculinidad es una jaula muy pequeña y dura en la que metemos a los niños”.
A través de estas páginas que simplemente sirven de abrebocas para que cada quien comience a explorar ese otro lado –esas “que faltan”–, hemos leído frases recurrentes y, por supuesto, variaciones: al fin y al cabo, los años van pasando y hablar de escritura de mujeres hoy es hablar de una complejidad cultural inagotable que cada vez ahonda más en diversas formas discursivas y que si bien no se circunscribe a ese otro estereotipo de los llamados “temas femeninos”, –¿cuáles no lo son?– se refleja en una literatura que toma en serio la idea de Virginia Woolf , retomada por Siri Hustvedt, de escribir con todo el cuerpo. Los lazos de familia que tejen las historias de Clarice Lispector y que van escudriñando los cuerpos femeninos, su erotismo, sus voces y sus dramas cotidianos; la historia de terror sobre la maternidad que narra Doris Lessing en El quinto hijo, y su exploración de las nuevas formas de organización de las mujeres, la indagación de María Teresa Andruetto alrededor de Lengua Madre para captar los acentos, los silencios y las tensiones que se van sedimentando entre generaciones de mujeres, y también los recientes movimientos de escritoras que buscan llamar la atención de los lectores frente a las condiciones de su trabajo, ilustran esa búsqueda conjunta que se ha emprendido, aquí y allá, para mirar un panorama más amplio, levantadas en los hombros, en los esfuerzos, en los cuerpos (o en el corpus) de otras.
Quizás cuando la francesa Virginie Despentes enuncia su voz potente para hablar del feminismo lleva en ella la de Simone de Beauvoir, aunque sea tan distinta e incluso le suene extraña. “Escribo desde la fealdad, y para las feas, las viejas, las camioneras, las frígidas, las mal folladas, las infollables, todas las excluidas del gran mercado de la buena chica, pero también para los hombres que no tienen ganas de proteger, para los que querrían hacerlo pero no saben cómo, los que no son ambiciosos, ni competitivos, ni la tienen grande. Porque el ideal de la mujer blanca, seductora, pero no puta, bien casada pero no a la sombra, que trabaja pero sin demasiado éxito para no aplastar a su hombre, delgada pero no obsesionada con la alimentación, que parece indefinidamente joven pero sin dejarse desfigurar por la cirugía estética, madre realizada pero no desbordada por los pañales y por las tareas del colegio, buena ama de casa pero no sirvienta, cultivada pero menos que un hombre, esta mujer blanca feliz que nos ponen delante de los ojos, esa a la que deberíamos hacer el esfuerzo de parecernos, aparte del hecho de que parece romperse la crisma por poca cosa, nunca me la he encontrado en ninguna parte. Es posible incluso que no exista”.
Es posible, parafraseando a Despentes, que además de todas las mujeres que menciona en su Teoría King Kong, existan muchas más, infinidad de mujeres, de las que nunca se ha dicho una palabra y por eso escribir tiene que ver con esa nutrición simbólica que es el sustrato para repensar la vida. Ojalá cada día se agreguen más páginas, más versiones y más formas de expresión y de escritura al palimpsesto para que cada mujer vaya juntando las palabras necesarias, y pueda contar, contarse y ser contada, con toda la polisemia que guarda esa palabra. O como diría Chimamanda Ngozzi Adichie en Querida Ijeawele: Cómo educar en el feminismo, para que cada mujer, desde la infancia, pueda ser valiente y ser sincera, y sea alabada, sobre todo cuando necesite nombrar, pensar y pronunciarse sobre las cuestiones más difíciles.
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