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Lecturas Dominicales

Todos sabían

Más de cincuenta mujeres han denunciando hasta ahora los abusos del productor Harvey Weinstein.

Más de cincuenta mujeres han denunciando hasta ahora los abusos del productor Harvey Weinstein.

Foto:Ilustración: Cacerolo.

Ricardo Silva Romero escribe sobre Harvey Weinstein, el productor acusado de abusar de mujeres.

Sospecho que el mundo no es así: que así era. Y que el productor neoyorquino Harvey Weinstein, que desde finales de los años ochenta ha sido el Donald Trump de Hollywood, tiene que ser el último de una estirpe de jefes caraduras y perdonavidas y sexistas que se permitieron abusar de todo lo que respirara en la Tierra, empezando por las mujeres: al cierre de esta edición, más de cincuenta valientes, más de cincuenta actrices, productoras, asistentes se habían atrevido a contar la vez en la que Weinstein quiso forzarlas. Ser “humano” es, en el mejor sentido de la palabra, domar la violencia. Pero las casas, las oficinas, los salones de clases, los templos, los camerinos están plagados de tiranos convencidos de que las reglas son para los mortales, y la integridad es el refugio de los perdedores y la única ley cierta es la ley de la selva. Digo “están plagados”. Pero mi conclusión es que ha llegado el tiempo de decir “estaban”.
Hubo una época en la que los hombres famosos, de los gánsteres a los artistas, de los millonarios a los políticos, de los goleadores a los obispos, se regodearon en la posición dominante y se dieron permiso de desconocer la humanidad de los demás –de someterlos, de esclavizarlos, de desecharlos–, como niños sin Dios ni ley ni padres a la vista. Quizás esté pensando con el deseo: Mad Men, la genial serie de televisión sobre el ascenso de la publicidad en los sesenta, describe la primera derrota, la primera decadencia de esos abusadores. Pero todo parece indicar que lo que está ocurriendo ahora mismo en Hollywood, que para algo lleva un siglo contando las parábolas más populares del mundo, va a conseguir que los jefes abusadores sean otra vergüenza del pasado: Weinstein, el depredador delatado, no solo transformó la industria cuando inventó el “cine arte” para dummies, sino que fue el último magnate de la vieja escuela.
Harvey Weinstein, de 65, ha sido el hermano mayor despótico y gritón y narciso, porque Bob Weinstein, de 63, ha sido el hermano menor reservado y sigiloso y apocado. Sexo, mentiras y Hollywood, el libro de Peter Biskind sobre el resurgir del cine independiente en los noventa, está lleno de ejemplos de cómo es el uno y cómo es el otro, Harvey y Bob, que crecieron en una familia judía de joyeros en los sesenta, se volvieron promotores de conciertos de rock en los setenta, fundaron su famosa compañía de distribución de cine independiente en los ochenta –y la llamaron Miramax en honor de sus padres: Miriam y Max– y se tomaron la industria y la taquilla y el premio Oscar en los noventa, pero hasta octubre de este año siguieron siendo el gordo envanecido y carismático, y el pequeño codicioso y retraído que un día iba a cansarse de ser el segundo: “Su enfermedad es inexcusable”, dijo Bob sobre Harvey en la edición de The Hollywood Reporter del viernes 13 de octubre.
Los hermanos Weinstein escribieron, produjeron y dirigieron una película de iniciación de 1986: Playing for Keeps. Fue una experiencia definitiva, claro, porque fue entonces cuando se dieron cuenta de que no eran autores, sino productores. Bob buscaba dinero: qué más. Harvey buscaba poder. Y desde el principio probaron que estaban dispuestos a todo –a cortar las películas a su antojo, a maquillar balances e incumplir obligaciones contractuales– con tal de salirse con la suya: en 1983, antes de volverse una presencia en Cannes, lograron distribuir Eréndira a punta de repetir que estaba llena de sexo y que estaba basada en el cuento de un premio nobel de izquierda que no podía entrar a Estados Unidos, y fue claro que habían llegado al mundo del “cine arte” un par de hermanos inescrupulosos que no estaban allí para ser quijotes de la cultura, sino para llenarse de dinero y de caprichos como vengándose del mundo.

Bob buscaba dinero: qué más. Harvey buscaba poder.

Miramax logró que pequeñas películas “extranjeras” como Pelle, el conquistador (1987), Cinema Paradiso (1988), Mi pie izquierdo (1989), El juego de las lágrimas (1992) y Adiós a mi concubina (1993) sonaran a clásicos antes de ser estrenadas; convirtió a Sexo, mentiras y video (1989), Perros de reserva (1992) y Clerks (1994) en pruebas de que el gran cine gringo de autor no se había terminado con los años setenta; consiguió, a punta de empeño, de dinero y de lobby –y luego de ser vendida a Disney–, convertirse en la dueña de los premios Óscar: su abigarrada El paciente inglés (1996) le quitó el Óscar a la irrepetible Fargo (1996); su emocionante Shakespeare enamorado (1998) le quitó el Óscar a la genial Rescatando al soldado Ryan (1998); su manipuladora La vida es bella (1997) le quitó el Óscar a su conmovedora Los niños del cielo (1997), porque los hermanos Weinstein supieron jugar sus cartas mejor que todos.
Largometrajes tan brillantes como El piano (1993), Tres colores (1993), Fresa y chocolate (1993), Pulp Fiction (1994), Balas sobre Broadway (1994), Smoke (1995), Poderosa Afrodita (1996), Chungking Express (1996), Trainspotting (1996), Good Will Hunting (1997), Todos dicen te quiero (1997), El diario de Bridget Jones (2001), Amélie (2001), En la habitación (2001), Pandillas de Nueva York (2002), Chicago (2002), Lejos del cielo (2002) y Las horas (2002) tuvieron en común el apoyo brutal e innegable –como distribuidores o productores– de los hermanos de Miramax: Harvey Weinstein se veía en el espejo como un gran jefe de estudio de la edad de oro de Hollywood, como Thalberg o Selznick o Mayer o Warner, porque pocas empresas tuvieron tanto poder como la suya, porque “esta pasión voraz por el cine” no era una mala excusa para su comportamiento de matón de barrio.
En efecto, el megalómano Weinstein, apodado ‘Harvey Manos de Tijera’ porque solía cortar las películas como le daba la gana “para llevarle el arte a la clase media”, se dio licencia para hacerles la vida imposible a algunos de los mejores cineastas de las últimas décadas: Bernardo Bertolucci lo llamó esnob, “y esnob significa ‘sin nobleza’”, antes de compararlo con el mafioso Tony Soprano por todo lo que le hizo mientras estaban trabajando juntos en El pequeño Buda; Billy Bob Thornton se vio obligado a amenazarlo de muerte para que dejara de amenazarlo de muerte si no hacía lo que a él le daba la gana con Sling Blade; Julie Taymor encaró su cólera de hombre que tiene un bate en su oficina mientras veían un primer corte de Frida; Martin Scorsese llegó a instalar espejos retrovisores en las cámaras para evitar que sus visitas insoportables arruinaran el set de Pandillas de Nueva York. Pero pocos más fueron capaces de denunciar sus abusos.
Weinstein era encantador mientras no se sintiera obligado a vengarse. Weinstein podía hacer lo que le viniera en gana porque era incapaz del arrepentimiento y de la empatía. Weinstein compraba o intimidaba a los que se encontraba por el camino: no veía una tercera opción. Weinstein era un torcido, un matón, un abusador de mujeres: todos sabían. Pero como era el rey del Óscar, el fabricante de estrellas que financiaba las campañas de los Clinton, el socio capitalista de tantas causas progresistas, nadie decía nada y nadie dijo nada. Todo el mundo dejó para mañana el grito “el emperador va desnudo y da asco” porque una palabra suya bastaba para acabar con cualquiera, el 99 por ciento de la gente de Hollywood se había resignado a sus abusos como a los retenes de las guerras, y cuando parecía haber perdido sus poderes, pues Disney había terminado de tragarse a Miramax, fundó con su hermano una empresa nueva que pronto les calló la boca a todos: The Weinstein Company.

Weinstein era un torcido, un matón, un abusador de mujeres: todos sabían.

Ya era el 2005. Pero los Weinstein se portaron como si en el siglo XXI todo –el cine, el negocio, el poder– siguiera siendo igual. Volvieron a ser los grandes distribuidores de largometrajes extranjeros con sensibilidades gringas: Amigos (2011), El artista (2011), Un camino a casa (2016). Volvieron a ser los mecenas de las obras de arte para todos filmadas por Quentin Tarantino, Michael Moore, Kevin Smith, Woody Allen, David O. Russell. Gracias a la calidad de las producciones, pero también a esas campañas agresivas que ya querrían montar los políticos, siguieron llegando a sus despachos las nominaciones a los Óscar y los Óscar a las estrellas de sus películas: ganaron por El lector (2008), por Vicky Cristina Barcelona (2008), por Bastardos sin gloria (2009), por El discurso del rey (2010).
Tiene sentido que la historia reciente del Óscar esté protagonizada por los Weinstein. De cierto modo, los premios de la Academia y los hermanos en declive buscan –buscaban– lo mismo: vender las películas que dan prestigio a todos, vender las producciones “de calidad” que de otro modo sólo unos cuantos verían. Y también por eso, por esos taquillazos de diciembre a marzo, Miramax y The Weinstein Company fueron un buen negocio para tantos.
Por qué ha caído el matasiete de Harvey Weinstein, semejante zar, semejante capo, semejante financiador de causas nobles, como un César sin nadie que lo defienda. Por qué acaban de echarlo de su propia empresa como una plaga –como lo que es: un abusador de mujeres y de empleados y de todo aquel que necesite el trabajo– si desde hace tanto tiempo entrar al mundo laboral ha sido un pacto con el demonio con una cláusula que somete a la ley del silencio: “la ropa sucia se lava en casa…”, “la omertá…”. Por qué por fin se volvió repugnante lo que todos sabían. Quizás porque ha estado perdiendo poder: ya no es el más temible ni el más joven de su género ni el mejor en lo suyo, ya no, y es menos duro denunciar a un viejo que va de salida. Tal vez porque ha llegado la hora de que empiece otra época.
Apenas The New York Times y The New Yorker revelaron que era un abusador en serie de actrices jóvenes, apenas contaron cómo humilló y manoseó y forzó a algunas de las intérpretes más populares del planeta, Weinstein se defendió con las palabras “crecí en una época en la que las reglas de comportamiento en los lugares de trabajo eran diferentes: era otra cultura”. Y sí: era otra época, pero esa “otra cultura” era –y es– una cultura subterránea en la que quienes están en la posición dominante, sean el macho o el jefe o el hombre armado, se han sentido en su derecho de violentar como les venga en gana a las mujeres que se encuentren en el pasillo, en el camino. Quiero decir que esa “otra cultura” siempre ha sido delictiva, mafiosa, y que el caso de Weinstein, que es una de las caídas justas de tiempos de redes sociales, puede convertirse en un relato ejemplar para que sea el último.
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Foto:

No me gustan las lapidaciones. Tengo claro que en la turba de las redes, que suele meter en el mismo saco del violento al pobre incauto que esté pasando por ahí, muchas veces pagan justos por pecadores. Pero la parábola de Harvey Weinstein –que nunca dejó de ser un pesado hermano mayor, que subió a los codazos y a los gritos al olimpo del siglo XX, que convirtió a las películas independientes en un negocio de primera, que transformó los meses del Óscar en una campaña a muerte, que trasladó al cine arte de las penumbrosas salitas de los cinéfilos a los refulgentes multiplex de los centros comerciales, pero que en el proceso, según él mismo ha aceptado, siguió también la tradición de abusar de su poder– puede ser la última parábola sobre el explotador que un buen día, por arte de la solidaridad, deja de dar miedo: como en Nido de ratas, como en Los siete magníficos, como en Espartaco.
Y, entonces, cuando su figura signifique lo que no se puede hacer, será una buena pregunta por qué diablos no le ha pasado lo mismo al abusador de Donald Trump.
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