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Lecturas Dominicales

Misión en Corea

Anrés Felipe Lozano, escritor colombiano.

Anrés Felipe Lozano, escritor colombiano.

Foto:Daniel Mordzinski

Andrés Solano habla sobre su nueva novela que revive la actuación de Colombia en la guerra de Corea.

La idea de la novela. La historia del Batallón Colombia siempre me interesó. De niño leía cautivo las ocasionales entrevistas o notas sobre la participación de Colombia en la guerra de Corea en los periódicos que llegaban a mi casa. Me causaban fascinación quizás porque las relacionaba fácilmente con algunas referencias cinematográficas o televisivas, contrario a lo que me pasaba con las noticias que veía a diario sobre los enfrentamientos en Colombia entre guerrilla y ejército, tan lejanos para un niño citadino. Luego, cuando empecé a trabajar como periodista, uno de mis primeros artículos fue sobre un veterano que a su vez me conectó con otro al que pude entrevistar en el 2003 en Cali. Un hombre muy delgado que tenía un tigre que se tatuó en Japón y gafas negras porque una esquirla le había dañado un ojo. El personaje del Capitán está basado parcialmente en él. El del profesor de taekwondo coreano también tiene que ver, en parte, con la vida de alguien que conocí hace unos siete años. Pasó tiempo hasta que encontré la forma de articular la historia de ambos.
Escribirla en Corea. Creo que habría sido una novela fallida si hubiera tratado de recrear a Seúl desde Bogotá o cualquier otro lugar. Haber vivido en Corea selló el destino de este libro. En mis novelas siento la necesidad de que mis personajes se desplacen, caminen o viajen en carro, bus, lo que sea. La mitad de esta novela transcurre en las calles de Seúl.
El libro anterior. Si estuviéramos hablando de un LP, Corea, apuntes desde la cuerda floja sería el lado B. Cementerios de neón es el lado A.
Etapa de investigación. Leí todo lo que pude encontrar, desde testimonios hasta tesis de grado. Incluso busqué referencias a la participación de Colombia en la guerra en libros en inglés que descubrí en librerías de segunda y en bibliotecas en Corea. Encontré detalles muy marginales, nada que ver con grandes gestas, cosas como que los colombianos llevaron una banda de música. Una papayera, supongo yo. También visité varias veces el Museo de Conmemoración de la guerra de Corea en Seúl, donde hay una vitrina dedicada a Colombia. Recuerdo haber visto una filmación que registraba la llegada de los soldados colombianos. Parecían de fiesta, sonrientes, dándose calvazos frente a la cámara, lo que claramente significaba que no tenían ni idea de lo que habían hecho al ofrecerse como voluntarios. También leí Mambrú, la novela de RH Moreno Durán, que no me gustó para nada, la verdad sea dicha, pero me puso alerta sobre los peligros en que podía caer al hablar del Batallón Colombia. Ahora bien, a la hora de sentarme a escribir apenas si revisé todas esas notas. Me interesaba que el recuerdo de esos documentos se fundiera con mi imaginación y en esa medida apuntar a algo en lo que creo: la historia como material plástico, maleable, susceptible de resignificación a través de la ficción.
Rutinas de escritura. Bancarias: de 9 a 12 y de 2 a 5, por varias temporadas de más o menos dos meses.
Referencias gastronómicas. Alguna vez leí que Seúl puede ser fácilmente la ciudad con más restaurantes del mundo por metro cuadrado. Al poner todas esas referencias culinarias tan solo estaba siendo fiel a como los seulitas –y en general los coreanos– viven la ciudad, es decir a través de la comida y el alcohol. También tiene que ver con el hecho de que me gusta que los personajes de mis libros, además de caminar, coman, beban, fumen, duerman, vayan al baño. Necesito que hagan esas cosas para sentirlos vivos y relacionarme con ellos y a su vez que se relacionen entre ellos.
La guerrilla colombiana y Corea del Norte. Cuando supe de la historia del profesor de taekwondo y su doble vida en Colombia me pareció delirante. Apenas conocí la anécdota, no quise ahondar en su vida para armar mi novela. Tan solo tomé el marco. Me imaginaba llegar a escribir algo así como Nuestro hombre en La Habana, de Graham Greene. Sin embargo, en mi investigación me fui encontrando con referencias que daban como posible esa conexión entre las guerrillas y Corea del Norte. Hay que tener en cuenta que en los años sesenta y setenta Pyeonyang era el paraíso soñado para comunistas latinoamericanos de todas las pelambres, una especie de utopía de la izquierda. Incluso bastantes simpatizaban con Corea del Norte sin tener que estar relacionados con la guerrilla. Existían asociaciones colombianas que celebraban la amistad entre ambos pueblos y de vez en cuando llegaba algún norcoreano a condecorarlas. Hablé brevemente con un coreano que había trabajado para la embajada de su país en Colombia en los noventa. No me quiso decir qué cargo tenía específicamente, pero en la charla mencionó que gracias a su gestión se había interceptado un cargamento de armas que venía desde Corea del Norte. Esa relación existe y va de ida y vuelta. Hace unos tres años encontraron un barco en Panamá que había salido de Cuba con armas camufladas debajo de un cargamento de azúcar rumbo hacía allá para ser refaccionadas. Teniendo en cuenta todos estos elementos, lo que planteo en la segunda parte de la novela no es algo descabellado ni mucho menos.
Las academias de taekwondo. La cosa es que en los años de la Guerra Fría la organización encargada de la promoción del taekwondo y la agencia de seguridad nacional de Corea, algo así como la CIA, tenían una relación muy opaca. En parte de ahí me agarré para explicar el viaje del profesor Moon a Colombia en la novela. Además, por lo que sé, esos micromundos de las academias de artes marciales muchas veces generan lealtades extremas y naturalmente traiciones. Ese ángulo fue el que decidí usar en la novela a través del personaje de Vladimir Bustos.
El amor en la novela. Es una cuestión central que tendrá que establecer el lector. La novela debe terminar de armarse en su cabeza. Mi tarea tan solo fue disponer de todos los elementos para que lo haga.
Cotidianidad coreana. Digamos que soy un colombiano que ya no concibe no guardar silencio en el metro.
La foto de portada. La tomé con mi teléfono a pocas cuadras de mi casa, en una calle que se llama Hooker Hill, hasta hace unos años muy famosa entre los soldados gringos que están apostados en Yongsan, una base militar muy cercana. Fue en la madrugada, después de tomarme unos tragos con un amigo español al que quiero mucho y que estaba de visita. La tenía en mi cuenta de Instagram y una de las editoras de Planeta la descubrió. Era perfecta y no me había dado cuenta.
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