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El problema de la justicia no es de ahora

Ante todo, debe distinguirse entre problemas estructurales de la administración de justicia y corrupción propiamente dicha.

Ante todo, debe distinguirse entre problemas estructurales de la administración de justicia y corrupción propiamente dicha.

Foto:123RF

Y como que nos anestesiamos frente a esa realidad tan colosal.

Diana Rincón
Está pasada la hora para construir un consenso sobre la urgencia de elaborar una política pública que le devuelva a la Justicia colombiana, ante todo, majestad; que la proteja de los riesgos que la llevaron a esta situación tan deplorable que estamos viviendo.
Hay tres prioridades. Encontrar el mejor camino para el nombramiento de los magistrados de las altas cortes; identificar el mejor mecanismo para el juzgamiento de sus miembros y establecer una monitoria eficaz que permita evitar que se llegue a una situación tan deplorable como la que estamos viviendo.
Esa monitoria debería asegurar que los magistrados estén ceñidos a las más altas pautas de comportamiento ético y no solamente disciplinario o legal. Es que se escucha que este escándalo que ha explotado en la Corte Suprema se conocía ¡desde hace varios años!
El bloque anticorrupción (Carrillo-Martínez-Maya) ha planteado la urgencia de revisar el tema de la injerencia de las altas cortes en los nombramientos de los cargos que ellos desempeñan.

Las facultades de Derecho

El Plan Decenal de Justicia 2017-2027 (decreto 979 del 9 de junio de 2017) representa un avance notable. Uno de sus temas es el que se refiere a la baja calidad de buena parte de las facultades de Derecho, lo cual redunda en la mediocridad de decenas de miles de estudiantes que están recibiendo una precaria formación.

Diagnósticos reiterados

Es útil recordar diagnósticos y opiniones que nos muestran que este es un problema de vieja data. En su libro titulado Violencia y justicia (1962), Gutiérrez Anzola hablaba de lo estériles que habían sido las reformas y calificaba de absurda la política criminal (p. 121): “Desde hace varios años se ha venido estableciendo en el país, por medio de leyes y decretos, el más absurdo sistema de política criminal, que, en veces, y ello es muy frecuente, está bien presidido por la más refinada ignorancia del problema” (p. 121), y añadía: “Estamos al borde de un inmenso colapso nacional”, refiriéndose a la criminalidad (p. 117). Esto lo decía basado en un informe del Ministerio de Justicia, Cinco años de criminalidad aparente (1961).
“El porcentaje de procesos que sucumben en las garras de la prescripción es enorme. La prescripción del proceso penal ha sido uno de los mecanismos de la impunidad (...) los profesionales del delito contra la propiedad y de los delitos contra la vida tienen de antemano la certeza de que el procedimiento de la prescripción va a operar en su favor, y por eso vuelven a delinquir”. Recordaba que “el 90,67 por ciento de denuncios prescribían y quedaban en los anaqueles y archivadores”. (p. 105). Era lo que denominaba el ‘poder de la injusticia’. No hay para qué traer más citas. Su balance, entonces, 1962, era: “No tenemos Justicia” (p. 278).
No olvidemos que Colombia ha sido un país en el cual, en dos ocasiones, se ha incendiado deliberadamente el Palacio de Justicia (1948 y 1985).

Carcomido por la corrupción

El diagnóstico académico más dramático sobre el comportamiento ético de los abogados es el realizado en el curso de maestría del Instituto de Ciencias Penales y Criminológicas de la Universidad Externado de Colombia, 1995, con la autoría principal de Antonio José Cancino. Se trata de una publicación de 445 páginas que recoge la jurisprudencia sobre el tema. Hay afirmaciones contundentes: “... Nos encontramos frente a un verdadero agujero negro de la ética profesional”.
“La profesión de la abogacía está huérfana, en grado muy significativo, de ese ethos, o conjunto de comportamientos que caracterizan o deben caracterizar a la sociedad profesional de litigantes (...) y ya en concreto, de la investigación se deduce que la conducta más reiterativa es la de apropiación de bienes que el profesional debe recuperar en beneficio de su poderdantes, por concepto de prestaciones sociales, cesantías... lo que más indigna es que las víctimas de estos atropellos en su mayoría son personas ancianas, desvalidas, que tienen fundadas sus esperanzas de mínima supervivencia en los resultados de la gestión de su abogado, quien aparece explotándolos, engañándolos, de manera desalmada. No es extraño el abogado falsificador de documentos que crea situaciones ficticias para proseguir en fraudes procesales de insólitos alcances. Los abogados han perdido el sentido de la ética, del respeto, de la solidaridad”.
Esos profesores y estudiantes de posgrado se preguntan cuál es el papel de la universidad: “La universidad tiene una gran responsabilidad, debemos decir, se han convertido muchas de ellas en verdaderas fábricas de improvisados especímenes sin solidez moral o intelectual. Se les informa, pero no se les forma. Se reproduce un producto defectuoso con criterio mercantilista y nada más”. Lo afirman sin desconocer ni rendir homenaje a la trayectoria de muchos juristas que han enaltecido el ejercicio de la profesión (Indisciplina y corrupción del abogado, análisis jurisprudencial).
Ha corrido casi un cuarto de siglo. ¿Se diría que la situación ha mejorado o, por el contrario, que ha empeorado? El ‘cartel de la toga’ está ilustrando lo contrario, y ello al más alto nivel del Poder Judicial, del Poder Legislativo, del Poder Ejecutivo en los niveles nacional, departamental y municipal. Acaso un ejemplo descomunal de criminalización y una ilustración, deplorable como la que más, de la transformación de la corrupción en una organización criminal, en este caso, en el sector que debería ser más transparente, más íntegro, el paradigma para toda la nación.
“Los abogados son cómplices de la corrupción judicial (...) este gremio, sin lugar a duda alguna, está carcomido por la corrupción”, continúa el profesor Cancino en el libro Corrupción administrativa y delincuencia judicial (pp. 233 y ss.). En buena hora los autores de este estudio les rinden “un homenaje a los jueces sacrificados, a los magistrados desinteresados y sabios, a los fiscales altruistas y dedicados, a los procuradores honestos y severos...”.
Este tremendo diagnóstico solamente es comparable al que hizo el expresidente Alfonso López Michelsen en una entrevista con el distinguido periodista Enrique Santos Calderón, en el libro-entrevista titulado Palabras pendientes (2001, p. 171).
–Enrique Santos Calderón: Viendo el panorama de descomposición institucional que está viviendo Colombia en estos momentos, usted no se pregunta a veces ¿qué país van a heredar sus hijos y sus nietos?
–López Michelsen: Por supuesto y la situación es todavía peor de lo que piensa el común de nuestros compatriotas, porque Colombia se volvió un país donde incluso la justicia, y lo digo como profesional del Derecho que fui, ya no existe. Los jueces, los árbitros, claro que no todos, no dan ninguna garantía de imparcialidad, de rectitud. No me estoy refiriendo a personas concretas, sino al sentimiento generalizado de que aquí ya no hay un aparato judicial digno de tal nombre, no solo para sancionar a los infractores del Código Penal, sino aun para ejercer los más mínimos derechos contractuales. Colombia se volvió un país en donde a nadie se le garantiza una decisión jurídica respetable”.
Semejante afirmación, salida de los labios del expresidente con mejores credenciales jurídicas y con sobrada formación intelectual, no dio lugar a controversia alguna. Me atrevo a decir que todavía continúa en la clandestinidad. Así son las cosas entre nosotros.
Más tarde, ocho años después, el 10 de agosto de 1999, la secretaria estadounidense de Estado Madeleine Albright, la precursora del Plan Colombia, en una enjundiosa columna publicada en The New York Times, afirmó que “el sistema judicial de Colombia está plagado de corrupción (...)”. Otro diagnóstico de gran envergadura que, no obstante venir de la representante de la nación más poderosa, tampoco generó controversia alguna. Como que nos anestesiamos frente a realidades tan colosales.

No se castiga al delincuente

Álvaro Gómez Hurtado escribió, gritó, pataleó en favor de una reforma en la administración de justicia. En una entrevista (Cromos, n.° 3503, 1985) reafirma lo que venía ocurriendo en Colombia: “(...) no se castiga al delincuente (...) a la gente honesta no se le absuelve (…) en Colombia se ha resuelto prescindir de la justicia ordinaria como servicio público y no nos escandalizamos”.

Con balas o con votos

“El panorama de la justicia es muy desigual”, dicen acertadamente en un ensayo, Las cifras de la justicia, Rodrigo Uprimny, César Rodríguez y Mauricio García.
Instituciones como la tutela les han dado a millones de ciudadanos de todos los estratos y edades una herramienta eficaz para proteger sus derechos. La Corte Constitucional goza de un prestigio internacional que nos enorgullece. Y así se pueden mencionar otras como la pérdida de investidura, la autonomía de la Procuraduría, la creación de la Fiscalía, la eliminación del control previo de la Contraloría, y ahora contamos con varias organizaciones especializadas, no gubernamentales.
Fernando Cepeda Ulloa
Especial para EL TIEMPO
Diana Rincón
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