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Historias de cómo es ir a estudiar por trochas minadas y sin puentes

En el país, niños en zonas rurales viven dificultades para ir a la escuela. Aquí, tres capítulos.

Entre una nube de polvo que se forma en un estrecho camino de una montaña de la vereda Palo Blanco, de Ituango (Antioquia), corre Sebastián con sus botas de caucho, rumbo a la escuela, como si se le olvidara que a los lados las Farc sembraron minas.
El niño, que cursa 4 de primaria, se levanta a las 4 de la mañana. Ya se acostumbró al agua fría, que llega a su casa gracias a una manguera.
Una hora después ya está listo. Revisa los cuadernos, asegurándose de que no se le haya olvidado ninguna tarea. Come un buen desayuno y cuando apenas sale el sol, él y 2 hermanitas inician el peligroso camino de 8 kilómetros.
Pese a que van riéndose y jugando, Sebastián sabe bien cómo cruzar los húmedos cafetales y extensos potreros que el frente 18 cercó a lado y lado con explosivos. "Los profes dicen que no nos salgamos del camino, que si hay un objeto extraño no lo toquemos", dice el niño, de 13 años.
Pero esas minas, que él y otros amiguitos suyos ya han visto estallar -la última a finales de diciembre- son más fáciles de sobrellevar que la tortuosa ruta.
"Si ando rápido -asegura Sebastián- puedo llegar en una hora y media, pero si descanso me demoro más".
Casi siempre, Sebastián se encuentra con tres hermanas, que  viven unos trescientos metros más abajo de su casa.
Una de ellas es Natalia*. Tiene 17 años y va en séptimo grado. Tal como Sebastián, sale un poco antes de las 6 de la mañana, pero su desayuno no es tan bueno. Solo prueban los huevos o la carne unos días cada mes. "Yo quisiera estudiar en la universidad, ese es mi sueño", dice Natalia, quien cuando no está en la escuela está con su madre ayudándole a recoger leña, coger café o cocinar.
Recuerda que llegaron allí hace 7 años, después de que hombres armados los sacaron de su finca en la vereda Santa Ana, en límites entre Ituango y el nudo del Paramillo.
"Me gustan el español y las matemáticas; nunca falto a la escuela, ni cuando llueve", dice su hermana Patricia*, quien comenta que gracias a sus hermanas no ha caído en las minas, pues es la más inquieta. "Me dicen que les haga caso y no me pasará nada".
Esa misma vida la llevan los niños de tres veredas cercanas que van a otra escuela, la de Buenavista, donde en los últimos cuatro años han caído dos estudiantes que perdieron sus piernas por las minas.
Por la difícil situación, los profesores de la zona se ven obligados a dar clases para prevenir incidentes con minas. "Los niños cuentan, como si nada, que vieron una mina. Ellos saben dónde las ponen; sin embargo, les enseñamos que no recojan objetos como balones, botellas y latas", dice Lucía Mazo Zabala, quien enseña desde primero hasta tercer grado en la institución.
Y los niños obedecen y le informan cada vez que avistan alguno de los artefactos, pero no es tan simple que los desactiven ya que las Farc amenazan a los profesores si le avisan al Ejército.
Pero ni a Sebastián, ni a Natalia, ni a Patricia les preocupa esa situación; solo les importa llegar temprano a clase.
*Nombre cambiado.
Yeison Gualdrón
Enviado Especial de EL TIEMPO
Ituango (Antioquia)
Una discoteca, el aula de clases en Marsella
En el 2012, diez niños perdieron el año en el colegio de Estación Pereira, una vereda de Marsella (Risaralda), y no fue por su rendimiento académico. No pudieron regresar a clases desde septiembre porque una creciente del río Otún destruyó el puente metálico que conectaba esta vereda con el área rural de Pereira. (Vea aquí: Niños de Marsella Risaralda arriesgan su vida para ir a estudiar)
Hoy, seis meses después, las ruinas del puente siguen sobre el lecho del Otún, en el punto de la desembocadura en el caudaloso río Cauca. Cruzar por allí es casi una proeza de equilibristas. Tres guaduas tendidas entre la orilla y las ruinas del puente se asemejan a una cuerda floja que marca la única ruta. Es un 'juego' por la vida. Entre quienes se arriesgan hay cinco pequeños, que iniciaron clases hace unas semanas.
"A dos de ellos los traen los papás, quienes los cruzan de un lado a otro porque les da miedo que se caigan", comentó Delio Chala Uribe, presidente de la Junta de Acción Comunal de la vereda. Agregó que cuando llueve los niños prefieren no ir a clase. La altura entre las guaduas y unas rocas que quedaron del puente es de unos ocho metros. Una guaya amarrada de dos palos entre un lado y otro permite mantener mejor el equilibrio durante los 7 metros de recorrido.
Pero esa no es la única prueba que hay que superar; el río Otún también se llevó el colegio y hoy las clases de primaria, para 54 alumnos, se dictan en una caseta a unos 30 metros de la orilla.
Los niños de transición y de primero las reciben en el puesto de
salud y los de bachillerato, 20 en total, en la discoteca del lugar.
"Yo creo que contra su voluntad los niños vienen a atender las clases. Ellos quieren salir adelante, y nosotros los apoyamos, pero sí nos da miedo que pasen ese puente porque se pueden ir al río", afirmó la profesora de primaria, Ana Cuartas, quien manifestó que la situación es crítica porque están "en hacinamiento". La alcaldesa de Marsella, Piedad Colombia Duque, señaló que ha gestionado la construcción de un puente peatonal, pero los esfuerzos han sido infructuosos. En relación con la reubicación de la escuela, anunció que compró un lote a unos 100 metros de la zona urbana de Estación Pereira, donde se levantará. Mientras el Gobierno Nacional envía los recursos -550 millones de pesos- se construirán tres aulas temporales.
Fernando Umaña Mejía
Corresponsal de EL TIEMPO
Pereira.
Una travesía por día
Édgar Yesid, de 13 años; José Reynel, de 9, y Angie Lizzet Sierra, de 8, recorren a diario unos 24 kilómetros. No lo hacen como preparación para correr media maratón sino porque es el camino que los lleva al colegio.
En su paso entre montañas, caminos empinados y sembrados de fríjol, caña y platanales los acompañan otros 10 niños. Salen de su casa, en la vereda San Antonio del corregimiento de San Bernardo, en zona rural de Ibagué, a las 6 a.m.
Una hora más tarde, todos están listos en la Institución Educativa San Bernardo.
El trayecto de ida se hace más tranquilo, pues es en bajada, arropado por un clima fresco. Pero en el regreso, a la una de la tarde, cuando culminan clases, las cosas se complican. El sol quema con temperaturas de hasta 34 grados.
"En la mañana bajamos rodando, hasta jugamos y sonreímos, pero en la tarde lloramos subiendo, y sudamos", afirmó Édgar Yesid, que cursa el grado sexto.
"Hubo años mejores, cuando el gobierno nos ponía camperos", se lamenta.
El jueves pasado, su mamá, Jaidive, les hizo huevos con arroz y un pocillo de aguadepanela antes de salir a clases.
A Jaír Hernando, de 14 años, y a José Alduvar Cruz, de 15, estudiantes de la misma vereda, no les fue tan bien. Ese día llegaron con el estómago vacío. Prefieren que su mamá no madrugue tanto a trabajar. "Si se nos pegan las cobijas, toca salir sin comer", dice Jaír Hernando, que cursa grado octavo.
Pese a la travesía diaria, los hermanos Sierra afirman con orgullo que ellos solo faltan pocos días a clase. Caídas, raspaduras y sustos por derrumbes en época de invierno están entre sus anécdotas.
En octubre pasado, 10 derrumbes taparon la carretera. "Ese día pasábamos por encima de montañas de tierra", recuerda Tibizay Toro, estudiante de grado décimo. No acostumbran llevar merienda al colegio y, a cambio, sus padres les dan "algo para el pan". La mayoría hace rendir los 500 pesos diarios que llevan, mientras almuerzan en sus casas a las 2:30 p.m.
"Me alcanzan para dos panes de 200 y una limonada", señala Édgar Yesid.
Liopa Coneo García, rectora de esta institución, que alberga 515 estudiantes, guarda la esperanza de que este año haya recursos para el transporte de unos 200 niños que viven esta misma situación.
"Para darles transporte a todos necesitaríamos 149 millones de pesos, y como los recursos están escasos, lamentablemente a muchos les tocará seguir caminando", concluye.
Fabio Arenas Jaimes
Corresponsal de EL TIEMPO
Ibagué
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