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Cortes

Corrupción, política y Estado: retos del cambio al sistema electoral

La crisis del modelo de democracia está generando cada vez más apatía del elector.

La crisis del modelo de democracia está generando cada vez más apatía del elector.

Foto:Archivo / EL TIEMPO

A la democracia representativa le falta relación entre los ciudadanos y sus representantes.

La corrupción y el clientelismo y la penetración de estos flagelos en la actividad pública son algunas de las fuentes de mayor descontento de la ciudadanía con el régimen político actual. Así, la posibilidad de que el acuerdo con las Farc se implemente con una gobernabilidad basada en ellas, es impensable.
La corrupción afecta desde las actividades del Gobierno central hasta los municipios más periféricos. Las Farc y el Gobierno, conscientes de esta situación, incluyeron mecanismos para buscar reformas políticas en el punto 2 de los acuerdos. Para ellos, es evidente que las reglas electorales vigentes –como los votos depositados se vuelven curules en la democracia representativa– tienen significativos problemas.
La ciudadanía no sabe qué hacer, toma el camino de desentenderse de la política o clamar por castigos ejemplares, sin comprender que es el sistema electoral el que genera continuamente corrupción e ilegitimidad.
El Congreso y los partidos políticos son las instituciones que despiertan menor confianza internamente (Mediciones del Capital Social –MCS– 1997, 2005, 2011) y ocupan últimas posiciones en las comparaciones internacionales (World Values Survey, sexta ola, 2010).
El régimen actual de elección de cuerpos legislativos es el de voto preferente o lista cerrada, adoptado en la reforma electoral del 2003, la cual también introdujo la cifra repartidora y el requisito de un umbral de votos para la supervivencia de un partido.
Entre las dos alternativas de elección, la lista cerrada es un mecanismo mucho menos eficiente de conseguir votos, a menos que el partido tenga un ‘líder natural’ con considerable capital político propio. El voto preferente consigue más votos porque el partido se limita a dar avales por el número total de curules disponibles en el distrito electoral (departamento, en el caso de la Cámara; Nación, en Senado).
Los resultados de cada candidato individual termina trayendo unos ‘voticos’. Estos votos se vuelven del partido y se acumulan cuando se aplica la cifra repartidora que determina cuántos de cada partido tienen curul según el número de votos que sacó.
Estos se escogen en orden descendente por el número personal de votos obtenidos. Cada candidato de un partido se consigue unos votos regados en su circunscripción electoral, a gran costo y en competencia feroz aun con sus compañeros de partido.
Al final salen elegidos unos pocos de la lista; los perdedores quedan endeudados y no quieren volver a saber de la política. Los ganadores deben ahora pensar en cómo pagar sus deudas y favores de campaña; entran a su cuerpo legislativo, se acomodan en la comisión parlamentaria correspondiente y comienzan a buscar el nicho para su reelección, normalmente entrando a la coalición de gobierno y con ello acceso a cupos indicativos o ‘mermelada’, a la contratación y los puestos públicos, y con ello la corrupción sistémica.
Como decía un líder partidista: “Tener un ministro con mucha contratación”.
Las reglas electorales dejan a la ciudadanía sin saber quién es su representante ni a quién llamar a cuentas. El tamaño de la circunscripción electoral agrava el problema; por ejemplo, en el Senado, 102 congresistas representan a la Nación.
En el caso del Concejo de Bogotá (MCS, 2011), se encontró que solo el uno por ciento de los cinco millones de potenciales votantes (50.000) considera que alguno de los 45 concejales los representa mejor: solo 1.111 votos por concejal, dispersos en toda la ciudad, la clientela personal de cada uno de ellos.
El clientelismo tiene como contraparte a la “fracasomanía”, que crea obstáculos nucleares a la capacidad del Estado de implementar lo que pretende hacer; por ejemplo, con los acuerdos.
En ella, el capital político del Ejecutivo se multiplica nombrando con frecuencia a ministros o su equivalente en departamentos y municipios. Los nombrados, para apropiarse de la burocracia o ponerla a disposición de sus patrones, rotulan como fracaso lo que se ha hecho, y fijan criterios de evaluación absolutos, despiden a los funcionarios y, como lo que se estaba haciendo era un fracaso, generan nuevos programas que eventualmente son sometidos al mismo tratamiento.
Esto crea un Estado que aunque quiera hacer algo, no puede; un Estado que no ha podido impedir que el agua que se bebe en Santa Marta enferme a la gente.
El diseño de un sistema electoral tiene dos ejes para considerar: la proporcionalidad entre votos y curules, y la representación de núcleos de ciudadanos de manera explícita para que ellos sepan a quién llamar a cuentas.
En Colombia, la proporcionalidad se resolvió en buena medida con la introducción de la cifra repartidora, con la cual en un distrito electoral se elige a cada uno de los aspirantes con un número semejante de votos. Con ello se superó el anterior sistema de cocientes y residuos.
Se hace evidente, entonces, que el problema central de la democracia representativa es la ausencia de relación principal-agente, es decir, entre ciudadanos y sus representantes.
Esta concepción implica un principal formado por una colectividad de electores, y un agente que los representa. La relación es contractual, pública y colectiva, en contraposición al clientelismo, en el que la relación es individual, jerárquica, informal y privada, y se alimenta de favores del patrón a su clientela.
Lo opuesto al clientelismo es la representación pública y colectiva de los habitantes de un territorio, cuyo representante es identificado por sus electores y donde éste sabe qué debe hacer ante ellos y sobre qué les rinde cuentas.
Por esto, el diseño de un sistema electoral debe utilizar distritos electorales uninominales (DUN), como en Inglaterra o Estados Unidos.
En estos distritos, cada partido inscribe un candidato, y quien saque más votos representa a la totalidad de los habitantes de un territorio. Este explícito agente tiene algunas dificultades para agenciar a su principal (electorado).
Por ejemplo: la falta de coordinación entre los electores y que el representante no sabe lo que estos quieren.
Para ello, la democracia participativa, con la planeación y los presupuestos participativos, permite a la ciudadanía priorizar qué es lo que quiere, y con ello saber sobre qué llamar a cuentas. Los participantes en estos procesos constituyen la audiencia específica de la rendición de cuentas y no simplemente rendirle cuentas al espacio digital, donde se compite por la atención del público con ofertas mucho más atractivas.
Estas instancias de coordinación entre la ciudadanía distan mucho de estar maduras, incluso 25 años después de la Constituyente. No en vano, en los acuerdos hay un compromiso en el sentido de reformular la Ley 152, la cual rige la planeación participativa en Colombia.
Ahora bien, un régimen basado exclusivamente en los DUN tiene el problema de que en ellos el ganador se lleva todo, pues los votos de sus contendientes se pierden atentando contra la proporción entre votos y curules por partido.
Por ello es necesario introducir elementos compensatorios que recojan y hagan útiles los votos de los perdedores en los DUN y los utilicen como agregado de partidos para llenar otras curules.
Esto es lo que hacen los sistemas mixtos. Desde su invención en Alemania, se hicieron para eso. Por medio de variadas fórmulas (la mía está en www.sistemaelectoralmixto.com) y de listas diferentes sobre las cuales se puede o no votar, se logra compensar la proporcionalidad.
En el caso colombiano, la fórmula capitalizaría las ganancias que se han hecho con la cifra repartidora y la lista cerrada para conformar este tramo dirigido a maximizar la proporcionalidad y permitir el surgimiento y supervivencia de partidos minoritarios.
En el punto 2 del acuerdo se establecieron compromisos de revisar el sistema electoral, sujetos a la Comisión de Verificación, compuesta por Gobierno y Farc. Se estableció que se conformaría la Misión Electoral Especial (MEE), la cual, luego de la consulta con los partidos y la sociedad civil, presentaría una propuesta de reforma al Gobierno. Este procesaría la propuesta y la presentaría al Congreso para su aprobación mediante el fast track o por el proceso ordinario, que se extenderían todo el 2017 sin reglas claras para las elecciones del 2018.
Lamentablemente se le redujo el tiempo de operación a la MEE a tres meses, lapso corto para consensos. Se hace evidente que se deben desde ya ir estableciendo los debates con los partidos para llegar a un acuerdo con ellos, pues de otra manera lo más fácil será negar las propuestas.
No está claro si esta comisión tiene dentro de su agenda la revisión de la fórmula electoral actual y por ello se dedique a reformas más ‘externas’ al núcleo descrito, de tal manera que con los temas de justicia e institucionalidad electoral, lo que se hará es proteger todo el proceso para asegurarse que los candidatos entran en igualdad de condiciones a un sistema electoral que es la fuente de la corrupción y el clientelismo.
Por otro lado, el Gobierno convocó desde el 2016 a la Mesa Interpartidista, que se ha ocupado principalmente del Estatuto de la Oposición y el régimen de partidos. El sistema electoral aún no se ha debatido.
Está en juego la relación de la sociedad con la política y el Estado, consuetudinariamente clientelista. Si esto no se cambia, las Farc serán engullidas por el clientelismo y la corrupción, y todo el esfuerzo de purificar la política de estos elementos, lo negociado en los acuerdos para crear una nueva Colombia, acabarían en lo mismo.
¿Se imaginan qué sucederá con la implementación de los programas para el posconflicto cuando la glotona clase política intente apropiarse de los programas para financiar sus campañas? La Mesa de Verificación se encontrará con hechos cumplidos y la reflexión de La Habana se diluirá en el torbellino de la cotidianidad.
JOHN SUDARSKY*
Especial para EL TIEMPO
*Dirección Nacional de la Alianza Verde, Corporación para el Control Social (Contrial)
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