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Javier Rodríguez, el monje capuchino que se 'ordenó' de mamo

Llegó a la Sierra Nevada a convertir a los arhuacos y terminó siendo uno de ellos.

Álvaro Lesmes
Aunque renunció al sacerdocio hace 38 años, los arhuacos que habitan la Sierra Nevada aún lo llaman padre Haviari. Padre, por respeto a su conocimiento y Haviari, por la similitud con la palabra Javier, su nombre de pila, pero principalmente porque haviari en arhuaco significa "pájaro carpintero". Así lo relata Javier Rodríguez en medio de una carcajada, mientras que con el dedo índice de su mano derecha señala su nariz.
A los 7 años, este hombre oriundo de Chocontá (Cundinamarca) estaba convencido de que quería ser cura. A los 10 fue reclutado por los monjes capuchinos. A los 16 viajó a España para estudiar teología y filosofía, y cuando estaba a punto de cumplir los 25 años, el papa Pablo VI lo ordenó sacerdote. Sin embargo, hoy mambea coca y en sus manos, en vez de un crucifijo, tiene un poporo. (Siga este enlace para leer más sobre los arhuacos)
Con 68 años, Javier camina lento. Le gusta hacerlo por el patio de su casa, ubicada en una de las zonas más altas y frescas de Mesitas del Colegio, en Cundinamarca, adonde llegan los mamos cuando necesitan que Javier sea un puente entre blancos e indígenas, que es la función que adquirió este mamo blanco dentro de la comunidad arhuaca.
Trascurren las primeras horas de la tarde y mientras le revisa las hojas a una mata de coca que tiene sembrada al lado de un árbol de mango, confiesa que el hilo que sostenía su fe empezó a romperse cuando sus superiores en la Iglesia le llamaron la atención porque la misión que dirigía en la Sierra Nevada había dejado de rentar para la diócesis. (Siga este enlace para leer más sobre la Sierra Nevada de Santa Marta)
Y es que en 1969, cuando Javier tomó las riendas del internado que había en ese lugar, los feligreses -arhuacos que se habían convertido al catolicismo- fueron eximidos de pagar por los rituales como el bautizo, el matrimonio y la primera comunión.
"Para mí era una consideración moral; lo sagrado no se vende", dice Javier en forma enérgica, aunque su tono de voz habitual es sereno y sosegado.
Las paredes de su casa están decoradas con fotografías y retratos al carbón de mamos, algunos de ellos sus grandes amigos; otros, sus maestros. Mientras los observa, recuerda que fueron ellos mismos quienes hace un siglo llevaron a los monjes capuchinos a territorio arhuaco.
Arwey Maku tiene fresca esa historia en su memoria, pues fue su abuelo, el mamo Norey Maku, quien encabezó una caminata que duró tres meses y que llegó a Bogotá en 1914 con el fin de pedirle profesores al presidente José Vicente Concha Ferreira.
Partieron desde Nabusímake, un sitio sagrado ubicado en la parte media de la Sierra Nevada, territorio que tras la llegada de los monjes, a quienes el Gobierno les encargó la misión de 'educar' a los arhuacos, se convirtió en una capilla y en 1917, en un internado que terminó siendo el sitio donde estudiaban los hijos de la clase pudiente de Valledupar.
Años después, el centro de enseñanza se convirtió en una gran finca de 9.000 hectáreas con más de 500 cabezas de ganado, un trapiche y 20 mulas. Y las ansias de aprender a contar, a leer y a escribir se convirtieron en una de las más duras persecuciones que hayan sufrido los indígenas de la Sierra. Se les prohibió hablar en su lengua, usar sus vestimentas y tener el pelo largo.
Pero esta institución también sufriría las consecuencias del pensamiento revolucionario de Javier, quien terminó comulgando más con la filosofía de los arhuacos y en el año 1970 cerró el internado.
No se necesitaba, dice convencido: "El encierro y el desarraigo no le hacía bien a la conservación de la cultura de los indígenas; por eso, construí seis pequeñas escuelas distribuidas a lo largo del territorio para que los niños estuvieran cerca de sus padres, quienes deben ser el pilar de la educación", sostiene.
De la capilla a la 'kankurua'
El limbo, tal vez esa es la mejor definición para describir dónde se encontraba Javier en esos años. Y es que aunque seguía siendo cura, andaba sin sotana; aunque no era arhuaco, saludaba como ellos -regalando hojas de coca- y aunque intercedía ante el naciente Incora -hoy Incoder- para ayudar a los indígenas a recuperar sus tierras, tenía en su poder 9.000 hectáreas que antes eran de ellos.
Y las críticas llegaban de lado y lado. Mientras en la misión capuchina decían que el padre Javier se la pasaba más tiempo en la kankurua que en la capilla, algunos mamos le criticaban que siguiera manteniendo sus tierras bajo su control.
Y fue en la kankurua, el sitio sagrado donde los mamos se reúnen a reflexionar, donde Javier decidió qué ideas quería defender. Corría el año de 1973 y frente a las autoridades arhuacas, Javier declaró que a partir de ese momento la comunidad podía disponer de todas las tierras que tenía la misión capuchina.
Entonces, Javier era Haviari.Cinco años en Nabusímake bastaron para que abandonara el camino que inició a los siete. No había vuelta de hoja. El mamo Norberto, una de las máximas autoridades de la Sierra, le entregó la manta de su hijo mayor.
"Más que volverlo mamo, en la Sierra empezaron a reconocerlo como tal por la manera como pensaba", dice Arwey Maku, quien asegura que es una ganancia del mundo arhuaco haber cambiado el pensamiento de un cura después de que por muchos años había pasado lo contrario.
Tras ese hecho, Javier renunció y un nuevo monje con mano dura llegó a la Sierra a recuperar lo perdido, pero ya el terreno estaba abonado y los indígenas empuñaron palos y lanzaron piedras para defender el territorio que consideraban suyo.
El padre Alfonso Miranda, quien era el superior de los capuchinos en Valledupar en la época en que fueron expulsados de Nabusímake, reconoce que él hubiera hecho lo mismo de haber estado en la misma posición de Javier. Y no duda que la Iglesia perdió mucho con la ida de este hombre que demandó reformas.
Javier asegura que no quiere reclamar nada de esa lucha para él, pero su historia, como la de cualquier otro mamo, es trasmitida en la Sierra Nevada de generación en generación. Jóvenes y viejos lo reconocen como una persona fundamental en la gesta que iniciaron hace casi un siglo para recuperar sus tierras.
Caen los últimos rayos de sol de la tarde. Javier saca algunas hojas de coca de su mochila, las mete en su boca y con la lengua las acomoda en la mejilla derecha. De pronto enseña la foto del día que dio su primera misa y confiesa que la última vez que pisó un templo fue hace 25 años. Sin embargo, aclara que la fe nunca regresó a él: "La fe es un tapete para sentirse cómodo, pero tiene ese problema, es un tapete y si lo jalan uno se cae. Yo no seré la persona que me ponga a jalarle el tapete a nadie, pero sí quien diga 'párese en lo firme', y lo firme es el pensamiento y su capacidad crítica".
Álvaro Lesmes
Redacción EL TIEMPO
Álvaro Lesmes
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