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'Mi papá quería buscar a la muerte con la frente en alto', Matador

El famoso caricaturista pereirano narra los últimos momentos de su padre, Ovidio González.

MATADOR
“Quiero que me apliquen la eutanasia”, me dijo a finales de mayo y en su voz – distorsionada por su boca erosionada por la enfermedad que enfrentaba – no había ni la más mínima muestra de duda. Con sorpresa, le pregunté que si estaba seguro, y sin titubear me contestó: “Si eso no es posible, me boto por la ventana de este quinto piso”. Luego me dijo: “Quiero morir en mis cinco sentidos y no esperar a que este mal me deje hecho una miseria en medio de este dolor insoportable”.
Nunca, lo confieso, pensé pasar por esto. Ver a mi papá caminar, funcionar y manifestar sus opiniones con un envidiable sentido del humor, mientras se enfrentaba a una enfermedad que ya no tenía cura, ponía la muerte lejos y no en la puerta como él quería. Pero, la realidad era otra, más allá de si debía esperar a que la muerte lo buscara, él quería buscar la muerte con la frente en alto y eso, desde afuera, cuesta asimilarlo.
Su entereza idemne, la de siempre, esa, la del “no dejes para mañana lo que puedes hacer hoy” que aplicaba con rigor, nos convenció (a mi mamá y tres hermanos) y por ese camino decidimos acompañarlo. Lo primero que hice fue buscar por internet el contacto con un conocido médico que en los medios ha reconocido aplicar la eutanasia. Él, muy cordial, aceptó venir a la casa.
En eso andábamos, cuando, de la mano de la abogada Adriana González, nos enteramos del procedimiento legal que en el país existía desde abril. De nuevo, mi papá, apegado a la norma, insistió que esa era la vía. Mientras tanto, día tras día y noche tras noche, nos preparábamos para el evento. Nos reuníamos, hablábamos, recordábamos y entendíamos que eso de “responder por todos los actos de la vida hasta sus últimas consecuencias” era para él toda una filosofía, máxime cuando mi papá asumía que la muerte era parte de esa vida por la que también hay que responder.
No niego que los sentimientos se encontraban y más cuando mi papá esperaba la eutanasia como si esperara una cita odontológica. “¿Ya hicieron la vuelta?”, preguntaba, al punto que las dificultades que empezaron a aparecer le parecieron las mismas que existían cuando tuvo que interponer una tutela para que le atendieran el cáncer. “Aquí cualquiera se pasa la ley por la faja”, decía sin ocultar su frustración.
Nadie se molestó tanto como mi papá cuando le cancelaron la cita el viernes 26 de junio, 15 minutos antes de la hora convenida para someterse a su muerte. “Esto no son cosas del destino, sino de la negligencia de los funcionarios”, dijo, cuando se le preguntó si su opinión cambiaba con la situación. “La decisión es esa y ya está tomada, ojalá no tenga que esperar mucho”, manifestó, al empezar la que fue para él su último y, paradójicamente, interminable fin de semana.
“Quiero morirme cuando esté vivo y no cuando ya esté muerto”, expresó con ironía cuando escuchó al médico que le negó el procedimiento argumentando que aún estaba muy vital y que no sufría lo suficiente para merecer la aprobación de la eutanasia legal. Cancelar los trámites funerarios, encontrarnos de nuevo en la casa, enfrentar la incertidumbre son situaciones que, estoy seguro, pocos han tenido que padecer. A todo esto se sumaban las incontables voces que empezaron a opinar en un sentido y en otro; y que mis padres escuchaban en silencio.
Eso duele y mucho. Las noches se hicieron interminables y las palabras cada vez más escasas. Nadie entendía por qué era tan difícil cumplirle la voluntad a una persona de 79 años que lo único que quería era morirse mirando al mundo con tranquilidad. ¿Es mucho pedir?, repetíamos casi en coro.
¿Habría sido mejor hacerlo por la vía clandestina?, nos preguntábamos con mis hermanos al ver el revuelo y los sinsentidos en los que se convirtió el caso de mi papá; pensábamos que, tal vez, mucha gente ha optado por esa opción para evitar el drama que producen los trámites llenos de letra menuda en manos de personas temerosas de ofrecerlos.
Pero el día llegó. No sin la angustia que produce saber que desde muchos frentes se enviaron comunicaciones con amenazas judiciales a la clínica y a sus empleados si permitían o realizaban el procedimiento. Por eso, y con la misma coherencia de toda la vida, la noche del jueves, tal como lo habían acordado, mi papá y mi mamá (Alicia Quiceno de 72 años) los dos solos, decidieron que la cita para la eutanasia sería el viernes a las 9 de la mañana.
No hubo despedidas finales. Todas ya se habían hecho, a diario y cada instante desde ese día de mayo que dijo “quiero que me apliquen la eutanasia”. Sin deudas por saldar y con la frente en alto, mi papá salió a cumplir su cita como si fuera para el odontólogo. No volteó a mirar. No volvería a la casa. Pero en ella aún suena el tango de Teófilo Ibáñez que escuchaba antes de salir: “Arrodillao, hay que vivir, pa’ merecer algún favor. Que si de pies te ponés para gritar, crucificao te vas a ver por la moral de los demás. En este Gólgota cruel, donde el más vil, se va de juez...”
Hoy, a dos días sin él, empiezo a entender la estrofa. Hasta siempre, papá; don Ovidio, para los demás.
Matador
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