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La familia 'orgullo de Ucrania' que adopta niños con VIH

Son siete los menores portadores del virus. La pareja está en Bogotá dando un testimonio de su vida.

REDACCIÓN VIDA
La historia de la familia Levgen parece a simple vista una tragedia: el padre es portador de VIH y siete de sus once hijos padecen la misma enfermedad (los siete niños enfermos fueron adoptados). Y la madre acaba de darse cuenta de que está embarazada. Viven en una casa arrendada en Kiev, capital de Ucrania, prácticamente amontonados.
Pero en su hogar –dicen– no hay cabida para la desdicha ni las angustias. No importa la precariedad y tampoco la amenaza de convivir con una enfermedad mortal. “Dios nos ha restaurado, nos ha dado una misión y nunca nos va a abandonar”, cuenta Isaiev, de 41 años y quien hace 23 es portador de VIH.
Los Levgen son la ‘Familia Orgullo de Ucrania’, reconocimiento que recibieron en septiembre del 2012 del Gobierno de su país, con el cual exalta a las personas que son ejemplo para la sociedad.
En el caso de los Levgen, fue por el hecho de haber adoptado a siete niños, todos enfermos de VIH y que habían sido abandonados. Estaban en orfanatos y varios de ellos eran además víctimas de maltrato físico.
“Cada niño, cada huérfano, debe tener derecho a una mamá y a un papá. Pero en Ucrania nadie adoptaba a niños con VIH”, cuenta Isaiev, quien, junto con su esposa, emprendió una campaña para que en su país se adopten niños huérfanos, pero, sobre todo, aquellos en condiciones difíciles.
Afirman que gracias a su testimonio, que vinieron a compartir en Bogotá, han logrado que en los últimos años más de 300 niños con este diagnóstico encuentren un hogar.
La pareja llegó al país con dos de sus hijas: Anna, de 9 años, y Oleksandra, de 15. A esta última la adoptaron hace seis años, y le daban pocos meses de vida. Además de VIH, padecía de tuberculosis.
“Creo en Dios con todas mis fuerzas. Él cambió toda mi vida y les pidió a mis papás que me llevaran con ellos. En este momento, estoy muy contenta, sana y agradecida con Dios y con mis papás”, dice Oleksandra, una jovencita bella y muy simpática.
Desde los 16 años, Isaiev conoció las drogas y luego pasó a la delincuencia. Estuvo tres veces en la cárcel –diez años en total– y, tras las rejas, conoció a un hombre que le dijo que podía salir adelante y ser una persona de bien si le entregaba su vida a Dios. Y lo llevó a una iglesia cristiana en Mariupol, donde conoció a Svetlana, quien también tenía un pasado lleno de dolor. A los 17 años, ella fue madre soltera de una niña.
Svetlana aceptó que Isaiev fuera portador de VIH. Fueron adonde su pastor a pedirle la bendición para casarse, pero él les recomendó que se dieran seis meses más, para que se conocieran mejor. Finalmente, se casaron.
Ella quedó embarazada. Pero en el momento del parto, en el hospital, la aislaron cuando supieron que su esposo era portador de VIH. Pese a que ella no padecía –ni padece– la enfermedad, asegura que la trataron como a una leprosa. Eran mellizos, pero solo uno sobrevivió: Anna, quien hoy tiene 9 años. La mujer espera otro bebé.
Fue entonces cuando a ella se le ocurrió la idea de adoptar a un niño, pero no uno común y corriente, sino un niño con VIH.
“La gente con VIH era cruelmente rechazada, y pensé que si a los adultos los trataban de esa manera, los niños sufrirían mucho más”, cuenta la mujer.
La primera adopción fue en el 2007, y en los años siguientes adoptaron a los otros seis. También adoptaron a uno más, sano, que les suplicó que lo llevaran a casa. Todos ellos se suman a los dos hijos biológicos de la pareja –que no fueron contagiados–, a la primera hija que tuvo Svetlana y al bebé que viene en camino.
“Mi vida y la de los niños son un milagro de Dios. Yo estoy sano, casi perfecto. Los médicos me daban tres años de vida y ya llevo 23 con esta enfermedad. Y la salud de los niños también está muy bien. Son muy juiciosos con los medicamentos”, dice Isaiev, y aclara que todos los niños conocen su diagnóstico y han sabido sobrellevar su realidad, sin temores ni traumas.
Además de una fe ciega en Dios, dice, el amor es el que reina en su familia. Cuenta que el hogar lo sostienen con la pensión que él recibe por su enfermedad y con lo que se gana como conductor. Los niños reciben un subsidio del Gobierno.
“Yo siempre viajo con una meta, con una misión, que es dar testimonio de lo que Dios hizo con nuestra familia. Queremos inspirar a la gente, para que entiendan que no hay problema que Dios no pueda solucionar”, añade Isaiev.
Pero, más que eso, cuenta su historia para que el mundo se conmueva y les dé hogar a niños huérfanos y abandonados, sobre todo a aquellos que están en una situación difícil.
REDACCIÓN VIDA
REDACCIÓN VIDA
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