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Que sus hijos no se conviertan en trofeo

No controlar afán por resultados académicos puede producir adultos inseguros, ansiosos y depresivos.

SOFÍA BEUCHAT
“Queridos padres: les escribo porque me rindo. Su hijo es mejor que el mío. Ustedes ganan. No jugaré más el juego de la competitividad parental”.
Con estas líneas –publicadas en ‘The Huffington Post’–, Anne Josephson, dueña de una cadena de gimnasios en EE. UU. y bloguera, inicia una carta-desahogo donde describe un fenómeno muy común que toca a los padres cuando los colegios entregan notas y premios: la competencia por tener “el mejor hijo”. El “mejor” así, entre comillas, porque no se trata solo de tener niños sanos, inteligentes, equilibrados, llenos de amigos y con notas sobre el promedio de su curso, sino que lideren en lo académico y ojalá también en lo deportivo. Ser los primeros. Ganar. En definitiva, que aporten un dato concreto que les haga sentir que, como padres, no solo lo han hecho bien: lo han hecho mejor que el resto.
“Ni siquiera nos damos cuenta de cuándo entramos en este juego”, continúa Anne, para luego describir un sinfín de comentarios y situaciones que revelan una competitividad solapada o abierta, que experimentan los padres incluso más allá de la etapa escolar. ¿Ejemplos?: “No puedo creer que mi hijo ya esté leyendo”, dice la mamá de un niño que recién comienza el jardín infantil. Madres de adolescentes preguntándoles a los demás qué puntaje lograron sus hijos en las pruebas de selección universitaria, solo para poder contar lo bien que le fue a su primogénito. Y hasta padres de hijos ya adultos, confundiendo el natural orgullo que puedan sentir por los primeros trabajos de estos con la necesidad de hacerle ver al resto lo “bien ubicados” que quedaron.
Lizzie Brooke, columnista de ‘The Guardian’, advierte que excederse con este tipo de comentarios puede indicar que los padres no se preocupan por sus hijos como los individuos que son, sino como meros representantes de lo que ella llama con ironía “ego parental”.
El conocido educador Jesús Jarque, miembro de la Sociedad Española de Pedagogía, comenta que efectivamente se ha encontrado en su trabajo con padres que sufren del narcisismo parental que describe Brooke. En algunos casos, dice, se trata de padres que incluyen, dentro de su estatus de triunfadores, el hecho de que su hijo también lo sea. Los logros no aparecen en su mente como algo que han conseguido los niños con esfuerzo, sino como uno más de sus éxitos.
“Hay padres que creen que los hijos son simplemente su continuación –dice Jarque–. No consienten que nada hiera su narcisismo: sus hijos deben ser perfectos. En algunas circunstancias, esto es muy peligroso: me he encontrado con padres incapaces de reconocer un problema grave en su hijo porque eso heriría su ego.
A veces, a esta presión se suma el tema ético. “En casos peores, el espíritu competitivo justifica el juego sucio. Los niños son los primeros que aprenden que sus padres mienten, manipulan y presionan al maestro cuando lo importante es ser el primero. Los niños repiten actitudes como mentir, amenazar al profesor o reclamar. Su moral se basa, fundamentalmente, en el criterio de los padres y madres”, advierte Jarque.
Tan convencidos están estos padres de que el éxito lo vale todo que es muy difícil que cambien. De acuerdo con Kate Roberts, psicóloga con doctorado en psicología clínica y columnista de la revista Psychology Today, “está comprobado que los padres capaces de desarrollar hijos sanos tienen altas expectativas con respecto a lo que ellos puedan lograr. Pero esos padres entregan cariño, forjan relaciones nutritivas. Si el hijo se esfuerza y no es exitoso, lo acogen, le dan un buen soporte emocional. El narciso no hace eso. Si el hijo no cumple con las expectativas no le entrega afecto. Es incapaz de establecer un vínculo afectivo”.
Las altas demandas, además, suelen producir círculos viciosos. Según explica Roberts, crecer pensando en qué tan gratificados o decepcionados se puedan sentir los padres genera ansiedad. Si bien algo de ansiedad es buena para avanzar, precisa, cuando es mucha los niños se distraen.
“A veces ocurre también que los padres delegan en los hijos aspectos que ellos no han resuelto; pedirle al otro que tenga una vida que no tuvo”, acota Pamela Soto, terapeuta familiar de la Universidad Diego Portales, de Chile. En este contexto, dice Kate Roberts, lo que consigan los hijos se suma a otros factores que supuestamente miden el éxito, como tener una buena casa, un buen carro, un trabajo de estatus. Y los hijos aprenden que su valor está ahí. Por eso, de adultos, reproducen el modelo.
Bajar la guardia
Con todo, opina Pamela Soto, puede ser injusto apuntar con el dedo a los padres: “Vivimos en una sociedad en que los premios y logros dan valor a las personas. La competitividad es un fenómeno cultural. Es lo que hemos construido. Los padres que están sobreexigiendo no son malas personas, porque los colegios se organizan en torno al rendimiento”.
Convencidos de que los niños deben prepararse para sobrevivir en un mundo competitivo, muchos padres justifican la presión sobre sus hijos. Algo de razón tienen: los especialistas coinciden en que una cuota de competitividad hace bien y actúa como un estímulo de superación. El problema está en el exceso. Como precisa Daniela Toro, terapeuta familiar de la Clínica Las Condes, de Santiago, lo importante es que el afán de logro no invisibilice las vulnerabilidades ni permita que se pierda la capacidad de valorar los procesos, errores y progresos de los hijos.
Los padres que caen en una competitividad malsana pueden reconocerse, según Jesús Jarque, por un puñado de conductas que los delatan. Estos padres son los que imponen una calificación mínima, exigen a sus hijos que sean los primeros de la clase, hacen constantes comparaciones, reclaman por las notas y tienen cierta obsesión por ir de prisa. Que sus hijos sean los primeros en aprender a leer, por ejemplo, puede ser para ellos más importante que el hecho de que aprendan a disfrutar la lectura.
Además, es vital que el hijo sienta que sus éxitos son suyos. Dice sobre esto Francisca Puga, psicóloga con magíster en psicología social comunitaria en el London School of Economics: “Muchas veces los logros son compartidos: hay una inversión de padres e hijos para conseguirlos. Pero la ecuación entre la confianza en las propias capacidades y la seguridad de poder apoyarse en los padres va cambiando con el tiempo. Es esperable que, con la edad, lo primero vaya adquiriendo más protagonismo.
“Una cosa es sentirse orgulloso por los logros de los hijos, pero otra cosa es que yo transfiera ese orgullo hacia mí mismo, como si los logros fueran míos”, comenta Soto.
Según explica la psicóloga, esta falta de diferenciación genera una dependencia hacia los padres; los hijos crecen dependiendo de la valoración de los otros y con dificultad para reconocer sus necesidades, para seguir su propio camino. De adultos, suelen ver las necesidades de los otros y no las suyas, lo que a la larga puede traducirse en depresión, angustia, ansiedad o relaciones culposas. Los padres, por otro lado, suelen sentir frustración.
“Cuando la evaluación que hacen de ti tus padres es siempre comparativa, terminas siendo un adulto inseguro –comenta Daniela Toro– , porque te mides con parámetros que no están puestos en ti mismo. Tienes baja tolerancia a la frustración y pierdes matices: o eres exitoso o eres un fracaso. Actúas de acuerdo con lo que ‘deberías’ ser, y eso trae infelicidad. Rebelarse contra esto, por otro lado, tiene costos: esa decisión suele provocar muchos conflictos familiares”.
Al final, la principal misión de los padres en ese sentido, coinciden los expertos, es facilitar la posibilidad de que los hijos desarrollen su propio plan de vida, con objetivos propios.
SOFÍA BEUCHAT
El Mercurio (Chile) - GDA
SOFÍA BEUCHAT
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