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El municipio santandereano que salvó la cuenca que provee su acueducto

Son 59 familias campesinas que decidieron apoyar el rescate de la quebrada.

A unos 4 kilómetros de su finca, por un camino que conduce a lo alto de la vereda Cantagallos, zona rural del municipio de San Vicente de Chucurí, en Santander, Florentino Saavedra se recuesta sobre una de las grandes piedras de la quebrada Las Cruces. Junta sus manos, toma un puñado de agua, la bebe.
Es así como se refresca en los 28 grados de temperatura bajo un implacable sol de mediodía.
“Hace cinco, seis años –asegura– no habría hecho lo mismo. No sin el riesgo seguro de enfermar”.
Ni el agua cristalina que hoy desciende a borbollones, ni los bosques que rodean la cañada, ni el trino sinfónico de las aves camufladas entre el follaje verde de las montañas eran parte del escenario en ese entonces.
Cinco años atrás, los cultivos de los campesinos llegaban hasta la orilla con sus arrastres de sedimentos y agroquímicos, y el ganado –incluso las mansas vacas de Florentino– pastaba, bebía y dejaba allí sus heces. Era un arroyo de aguas turbias, cuyo caudal desaparecía en verano. Las Cruces para esa época agonizaba. Era un arroyo que cargaba con su propia cruz.
Abajo, en el casco urbano, los chucureños sufrían las consecuencias. La microcuenca, que había soportado los embates de más de medio siglo de explotación ganadera y agrícola en la llamada ‘despensa agrícola de Santander’ o ‘tierra de los frutos valiosos’, era la misma que abastecía –y abastece aún hoy– el acueducto para 14.000 habitantes.
Entre el 2009 y el 2010, el pueblo estuvo sometido a 12 horas diarias de racionamientos de agua porque el caudal bajaba tanto en el verano que a la planta de tratamiento municipal no le llegaba el recurso hídrico suficiente, o su nivel de contaminación sobrepasaba la capacidad de operación y tenían que cerrarla.
Pero lo peor ocurrió el 18 de mayo del 2011, cuando una avalancha generada por la creciente de la quebrada provocó la muerte de 13 personas, destruyó 60 viviendas y arrasó con todo a su paso.
La evaluación de las causas de la catástrofe fue contundente: pérdida de bosques por tala intensiva, degradación de suelos, uso intensivo de agroquímicos... una combinación fatal que terminó aniquilando la capacidad de la quebrada de hacer su propia regulación hídrica.
“Todo esto quedó convertido en un lodazal”, señala Florentino.
Corpulento, de manos grandes, piel curtida y con un poncho que siempre lleva al hombro, fue uno de los primeros campesinos de la zona que hace tres años se le midieron a la tarea de rescatar la quebrada de la muerte. Por eso no es gratis que hoy beba del fruto de su compromiso.
Estos labriegos hacen parte de un grupo de 59 familias que cambiaron sus prácticas productivas para dejar de contaminar los nacimientos de agua y proteger los bosques.
Un acuerdo clave
Saavedra fue uno de los tantos campesinos convocados por la Fundación Natura, una ONG colombiana dedicada desde hace 30 años a la conservación de la biodiversidad en el país y que desde el 2009 lidera un proyecto de Pago por Servicios Ambientales con el fin de recuperar y proteger la microcuenca Las Cruces, bajo el esquema de ‘Acuerdos recíprocos por el agua’ (ARA).
La iniciativa, por un lado, involucra a 61 predios de la parte alta de la cuenca que la fundación identificó y priorizó por colindar con la quebrada o por tener cultivos y pastizales en sus orillas. Son 59 familias campesinas comprometidas voluntariamente en dejar una franja de mínimo 30 metros de protección sobre el borde del arroyo, cercarlo para que allí crezcan de nuevo las plantas nativas y no talar los bosques existentes.
Del otro lado están los de la parte baja de la cuenca, los que se benefician del agua.
Aquí entran los habitantes del municipio que usan el sistema de acueducto y pagan voluntariamente un valor adicional en su factura para ayudar a financiar la iniciativa; y la Administradora Pública Cooperativa Manantiales de Chucurí, que se encarga de prestar el servicio y que, con la alcaldía municipal, destinan anualmente recursos de su presupuesto para garantizar la sostenibilidad del programa.
Además, el proyecto ha contado desde sus inicios con la financiación de organizaciones como RARE Conservation, el Fondo para la Acción Ambiental y la Niñez a través del Acuerdo de Conservación de Bosques Tropicales (TFCA) y el Fondo Patrimonio Natural, gracias al proyecto Incentivos a la Conservación.
Son tres actores, sumados a la Fundación, comprometidos en ofrecer un reconocimiento económico a los productores campesinos para que incorporen mejores prácticas agrícolas en sus cultivos. Un gana-gana que permite que en el pueblo se disfrute el agua que arriba, en la cuenca alta, los labriegos protegen.
“Lo que hicimos fue estimar la ganancia neta por hectárea de cada productor, lo que nos dio un promedio de 250.000 pesos anuales por cada hectárea protegida. Sin embargo, ellos no reciben plata sino incentivos proporcionales a ese valor”, explica Claudia Céspedes, jefa del proyecto ARA de la Fundación Natura, “Son acuerdos recíprocos porque involucran a dos partes: si tú cuidas en la montaña el agua que yo consumo en el pueblo, yo te apoyo para que cambies tus hábitos productivos y contamines menos”, sostiene Céspedes, y señala que en el proyecto se han invertido más de 935 millones y que ya se está reproduciendo en Zapatoca, un municipio aledaño.
Los campesinos han recibido estímulos de acuerdo con sus necesidades: algunos han pedido abonos orgánicos, semillas, materiales de construcción, herramientas e incluso pozos sépticos. A su vez, se han capacitado en buenas prácticas, como manejo de residuos, reciclaje y uso racional de agroquímicos. Toda una estrategia que ha permitido reducir la presión sobre el cuerpo de agua.
Hoy son 1.194 hectáreas que hay bajo acuerdo, de las cuales 490 son bosques recuperados y conservados, y 703 pertenecen a pastizales, cultivos de cacao, café y hortalizas, reconvertidos en sistemas agropecuarios con buenas prácticas agrícolas.
Leopoldo Ardila destinó 12 de las 15 hectáreas de su finca para la recuperación de la quebrada.
Guardianes del agua
La Finca Campo Alegre, de Florentino, es un claro ejemplo de ello. Tiene 40 hectáreas, de las cuales él destinó 10 para proteger el margen de la quebrada y 6 más para la conservación de bosques.
“Como hombre de campo, sé que lo que no se conserva se acaba. Por eso firmé el acuerdo, porque si no lo hacía, en unos años no iba a tener agua; y sin agua no hay vida”, dice el ganadero, de 66 años.
Pero convencer a estos productores no fue tarea fácil. “Tengo que confesar que fui la ‘piedra en el zapato’ de este proyecto”, cuenta Leopoldo Ardila Peña, que firmó el acuerdo hace apenas dos, luego de ejercerle una férrea oposición. “Yo soy muy arisco y no le creía a la gente de la fundación, porque se decían muchas cosas, se decía que si uno dejaba sus tierras para conservación, se las quitaban y después uno no podía entrar ni a su propia finca”, añade.
Pero lo convencieron los resultados que el proyecto les dio a sus vecinos. Vio que les iba mejor, que sus cultivos eran más rentables, que ganaban más si cuidaban su entorno, y le dio envidia. Sí, así lo confiesa, le dio envidia.
Hoy, de las 15 hectáreas de su finca, El Progreso, tiene 12 destinadas a conservación y en las tres restantes ha sembrado café, cacao, aguacate, cítricos, maíz y toda una variedad de hortalizas que vende en los mercados de San Vicente. “Entendí que mientras menos tierra usara, más rentable iba a ser la producción si diversificaba mis cultivos y lo hacía sin afectar el medioambiente, sobre todo los nacimientos de agua. Y los incentivos por este cambio de actitud me han ayudado mucho: me han dado alambre, semillas e insumos orgánicos para sembrar más y mejor”, cuenta.
A un par de kilómetros de su latifundio, Gonzalo Congotá dice que firmó el acuerdo porque se sintió responsable del cambio climático: “Primero fue la avalancha, que se llevó todo lo que tenía cultivado en la orilla. Fueron unos 50 millones de pesos en pérdidas porque yo no respetaba la margen de la quebrada y la contaminaba con agroquímicos.Luego vinieron unas oleadas de calor insoportables y fui testigo de cómo la quebrada se secaba”.
Por eso se comprometió y dejó una hectárea, de las 6 con las que cuenta su finca, destinadas a la protección de bosques. Para él, que espera morir en sus tierras, entre sus cultivos de café y cacao, conservar el agua es la mejor herencia que les puede dejar a sus 6 hijos, 11 nietos y 3 bisnietos.
Apoyo mutuo
Para que estos hombres se hayan transformado en guardianes del agua y hayan decidido dejar hasta un 80 por ciento de sus fincas totalmente improductivas con tal de asegurar la recuperación de la quebrada, ha sido necesario el compromiso de los habitantes del casco urbano de San Vicente, que, literalmente, se han metido la mano en el bolsillo para financiar los incentivos de los labriegos.
Pedro Elías Grass es uno de los aportantes ejemplares del programa. “Cada mes llega un cupón pegado al recibo del agua en el que uno puede poner el valor que quiere donar –relata Grass–. Yo he llegado a dar más dinero para el rescate de Las Cruces que lo que he tenido que pagar por el servicio de acueducto”.
Con él ya son 1.975 los habitantes del casco urbano que han aportado más de 2’934.000 pesos. “Uno colabora porque escucha testimonios de cómo los campesinos han cambiado sus hábitos, y luego ve que la quebrada en verdad se está recuperando, que ya no está contaminada, y se da cuenta de que vale la pena”, dice.
Para Cecilia Plata, gerente de la empresa de servicios públicos A. P. C. Manantiales, de Chucurí, los resultados se reflejan en la operación de la planta de tratamiento municipal, adonde el agua está llegando con menos sedimentos y no han tenido que hacer más racionamientos. “El agua es nuestra materia prima, y trabajar por conservarla garantiza la sostenibilidad de nuestro negocio en el futuro”, señala.
Entre tanto, por las montañas de ‘la despensa agrícola de Santander’ la quebrada Las Cruces desciende a borbollones, transparente, refrescante, vital. En sus orillas ya no quedan cultivos ni ganados que la estropeen. Nada similar a lo que fue ese cuerpo hídrico hace cinco años. Y es que hoy, los labriegos dicen orgullosos que San Vicente de Chucurí es un pueblo que cultiva su propia agua.
LIZETH SALAMANCA GALVIS
Redactora HUELLA SOCIAL
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