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La marea, esperanza para los manglares de Tumaco

Diego Gil visitó las zonas afectadas por el petróleo. Cree que las mareas pueden hacer el milagro.

LAURA BETANCUR ALARCÓN
De sus viajes e investigaciones en el Pacífico le quedaron varios amigos que no dudaron en llamarlo ante la tragedia ambiental de su tierra. Entre las especulaciones y preocupaciones que le llegaron a su oficina en el Instituto Colombiano de Petróleos en Bucaramanga (Santander), a Diego Gil una historia en particular le llamó tanto la atención que no dudó en tomar un avión con rumbo a Tumaco.
Tenía que ver con sus propios ojos ese municipio del departamento de Nariño, donde unas semanas atrás el petróleo se mezclaba con las aguas de los ríos y el mar, sin darles tregua a la fauna y a la flora, lo que disparó las alarmas por lo que puede ser uno de los ecocidios más graves en la historia del país.
Esas tierras le recordaban aquellos años en los que, en su rol de experto en manglares, Diego se deleitó con la riqueza de ese ecosistema y de una de las especies más queridas por el pueblo afro: la piangua, el molusco del que viven las familias y que hoy lloran los pescadores.
Pero en esta ocasión, regresó ya como funcionario de Ecopetrol, para poner su conocimiento y experiencia al servicio de la tierra que exploró cinco años atrás.
La historia que motivó su viaje parecería simple: 15 días antes del derrame de los 410.000 galones de petróleo por el atentado al oleoducto Trasandino, en Tumaco, había hablado con Carlos Lucero, un investigador de ese municipio que le contó las delicias de un “encarguito” (un plato) con piangua, pescado blanco y arroz. Y tres días después del derrame, el mismo Carlos le confesó a Diego que su encocado para el almuerzo había terminado en la basura: le sabía a petróleo.
Esa advertencia trajo a la mente de Gil uno de esos recuerdos que él entiende como la “pobreza bonita” del paisaje del Pacífico: recorrer uno de los tantos pueblos que visitó y encontrar sobre la mesa de una pequeña choza diez pianguas y un puñado de arroz.
“Es muchas veces lo único que tienen para comer”, asegura este bogotano egresado de la Universidad Jorge Tadeo Lozano.
Por eso, a su llegada al municipio nariñense, a comienzos de julio, Diego no dudó en preguntar si otros también habían vivido la experiencia de su colega Lucero con el sabor de la comida. “No” fue la respuesta.
Hasta ese momento, a las personas no les sabía a químicos su pescado de siempre, pero la mortandad los asusta. Las soluciones a largo plazo también: no se trata de reemplazar un cultivo por otro, sino de unos recursos que estaban donde hoy siguen flotando las manchas negras.
El primer reconocimiento del terreno dejó a Diego Gil con el sinsabor de saber si todavía –ya habían pasado 26 días desde el derrame– seguían en una zona gris: no hay certezas sobre el real impacto al mangle, uno de los ecosistemas únicos del país, por ser la ‘sala cuna’ de especies endémicas.
Solo basta con conocer el caso de la piangua, la especie invertebrada que por años investigó: aún no se puede determinar qué tanto la afectó el vertimiento del hidrocarburo. Eso le dejó mayores interrogantes: “¿Cómo medir el real impacto en las especies si el país no cuenta con sistemas de monitoreo que indiquen qué tanto se ha perdido?”, se pregunta Gil.
Ya en su exploración en lancha por el río Mira, en ese punto de la geografía donde las aguas se bifurcan en varios brazos, dimensionó la extensión de la mancha que se va pegando a los tallos de los árboles de 30 metros y de plántulas de mangle que quedaron totalmente recubiertas de negro y cuyas hojas empiezan a marchitarse.
No duda en reconocerlo: el impacto es grande, extenso e incalculable, y no solo para la vista, también se nota por el olor de los químicos que se mezcla con los aromas fuertes de un ecosistema donde suceden cientos de procesos de descomposición natural.
No es el primer derrame
El olor a crudo lo transportó a un día del 2009, cuando un niño lo alertó sobre un bulto extraño cercano a un manglar, y lo hizo correr con botas panteras por la arena mojada y bajo el sol para ver lo que resultaron ser los restos fosilizados de los hidrocarburos que en julio de 1998 habían contaminado esas aguas. Esos bultos ya no generaban ningún daño, solo, tal vez, una advertencia para la memoria.
Pero en los relatos de los pescadores siempre se llegaba a esa historia: “Antes del derrame de Petroecuador sacaba 350 pianguas, después si mucho 100”.
Esa vez se vertieron a las aguas 18.000 barriles por las costas del Ecuador y Colombia. Lo que ocurrió este año en esa zona del Pacífico colombiano dobla esta cifra.
En el 2007, Diego Gil era jefe de conservación de especies del Instituto de Investigaciones Marinas y Costeras (Invemar) y coordinó una investigación sobre la producción de la piangua en toda la costa. Ese trabajo fue patrocinado por el Ministerio de Agricultura, en alianza con el Fondo Mundial para la Naturaleza, la Universidad del Valle, Parques Nacionales de Colombia y la Asociación de Concheras de Nariño (Asconar).
En aquella expedición, Gil recorrió todo el litoral Pacífico, desde Nariño hasta la línea divisora con Panamá.
Llegó a esas tierras de playas oscuras con todas las preguntas por responder sobre esa especie, catalogada como vulnerable por la lista roja de los invertebrados. Quería saber cuál era su potencial, cuánto realmente puede ser explotado y qué queda disponible sin dañar el equilibrio de su ecosistema.
Antes de esta cruzada científica había artículos fragmentados sobre qué debía hacerse con la especie, pero la idea era entregarles un conocimiento unificado a las comunidades.
Según la investigación, que logró terminar cinco años atrás, cerca de 11.300 familias por todo el Chocó biogeográfico viven de la captura de la piangua, una especie de formas redondas y de color café que se asemejan a las ostras. De esta actividad sobreviven más de 9.000 piangüeras, en su mayoría mujeres y jóvenes en Nariño.
Sin ser el producto pesquero de mayor salida, los pobladores sobreviven con los 10.000 a 12.000 pesos que les deja la venta al día a Ecuador y otros pueblos cercanos.
Esta especie realmente son dos: la anadara tuberculosa, que alcanza a sobrevivir cerca de una semana sin estar en el agua, y la anadara similis, que no tiene salida comercial, porque muere en uno o dos días.
El ritual de su pesca es simple. En las horas que permanecen al desnudo las raíces de los manglares, las mujeres se internan descalzas en el agua y comienzan a escarbar el lodo. Cuando las aguas vuelven a subir, luego de tres o cuatro horas, ellas regresan con su recompensa.
Los peligros no son pocos. Ser picado por un pejesapo es una de las posibilidades. Este es un pez piedra que tiene una espina venenosa, que, cuando lo pisan por error, chuza e inyecta un veneno que deja a la persona varios días con fiebres y luego con dolores en las articulaciones.
Con la investigación de Gil, las comunidades empezaron desde entonces a considerar vedas, como las del camarón, para proteger las especies más pequeñas, que son atrapadas sin llegar a su edad madura; también construyeron un ‘pianguímetro’ para determinar cuándo pueden ser capturadas para su consumo y cómo pueden construir encerramientos para proteger los bancos de subespecies únicas en esta cuenca.
Aún hay esperanza
Los cambios en las mareas –que suben dos veces al día entre tres y cuatro metros y cuando las aguas están bajas permiten que los pescadores atrapen las pianguas– pueden ser la clave para que este ecosistema de manglares se recupere de su degradación.
Así lo cree Gil, después de realizar sus primeras exploraciones por este ecosistema. “Por el ciclo natural de este punto de la geografía, la marea lava en dos oportunidades el hidrocarburo (quedó en las plantas). Por eso tenemos árboles a los que se les ha ido cayendo esta pintura oscura”.
Y de las plántulas, que quedaron totalmente cubiertas por el crudo derramado, el experto dice que “ya empiezan a mostrar hojas secas, pero también les empiezan a aparecer nuevas”.
Los árboles grandes –agrega– no se ven tan afectados, “porque el tallo está cumpliendo su función: ser un aislante de la planta”.
Otra de las observaciones esperanzadoras del experto es en relación con el suelo. El temor era que el hidrocarburo penetrara hasta las raíces, pero sus salidas a campo han demostrado que por ser el suelo tan limo, es decir, fino en sus granos, ha creado una especie de capa impermeable, por eso hay poca evidencia de que el hidrocarburo haya llegado hasta más de un centímetro de profundidad. Esto sería una gran salvación para el mar y las comunidades.
Para este experto nacido en Bogotá, la tarea monumental, y de extremo cuidado, es saber cómo intervenir el manglar. “Expertos han dicho que cuando hay derrames cerca de ellos, lo primero que se debe intentar es que no los alcance. Y si esto pasa, es mejor no entrar, porque las consecuencias podrían ser peores”.
Solo con los días se podrá conocer a ciencia cierta qué ocurrió con la piangua y si el milagro de la naturaleza está logrando autorregenerarse. Diego Gil, por ahora, alcanzó a constatar un pequeño mangle que ya estaba volviendo a tomar su color verde.
Biólogo marino
Diego Gil es biólogo marino de la Universidad Jorge Tadeo Lozano. Empezó su carrera como investigador en el tema de arrecifes coralinos, línea de investigación que continuó en sus estudios de posgrado en Carolina del Sur, en Estados Unidos. Posteriormente, regresó a Colombia para trabajar con el Instituto de Investigaciones Marinas y Costeras de Colombia (Invemar), en ese momento desarrolló el sistema de monitoreo de arrecifes coralinos y ejecutó las investigaciones sobre la piangua en toda la región pacífica. Actualmente, trabaja como investigador en la línea no continental en el Instituto Colombiano de Petróleos.
LAURA BETANCUR ALARCÓN
Redactora de Medioambiente
Escríbanos a laubet@eltiempo.com / @ElTiempoVerde / @laurabeta
LAURA BETANCUR ALARCÓN
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