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Giuseppe Caputo habla sobre su ópera prima, 'Un mundo huérfano'

La novela se trata de una reflexión de amor en un contexto de adversidad y soledad radical.

“‘Estamos en la olla’, dijo mi padre la noche en que me dio la estrella. Se rio, como aceptando su suerte, mi suerte, y lo miré preocupado: cansado, también, de estar preocupado, y molesto con él por haberse reído. Mientras yo pensaba qué hacer, cómo mantener la casa, mantenernos, Papi recogió del suelo un cuadrado de cartón: recortó las puntas y lo transformó en estrella; luego la perforó un poquito y metió por el hueco una cinta de lana; después amarró los dos extremos y me colgó del cuello la nueva cadena. Dijo: ‘Para que recuerdes, luz, que hay cariño’ ”.
Este fragmento de Un mundo huérfano, la ópera prima del escritor barranquillero Giuseppe Caputo (1982), encierra muchos de los elementos sobre los que se erige el engranaje narrativo de este conmovedor relato literario.
A tan sólo dos semanas de haber sido publicada, la novela ya va para segunda edición y ha recibido los aplausos de la crítica más exigente del mundo literario colombiano.
Para Caputo, su escritura “no pasa tanto por la necesidad sino por el deseo de escribir”. Y uno de esos deseos lo tuvo en el 2010, cuando quiso escribir una novela que ocurriera siempre en la noche.
“En la tradición literaria, la noche puede estar llena de momentos de miedo, tristeza, ansiedad, angustia, desconcierto y soledad, como ocurre en la Noche oscura del alma, de San Juan de la Cruz, pero la noche también puede ser el espacio donde el cuerpo se presenta como un espacio de placer y un espacio de violencia y sufrimiento, como ocurre en la Noche oscura del cuerpo, de Jorge Eduardo Eielson”, anota el autor.
¿Considera que este es el gran homenaje al padre?
Más que un homenaje, esta novela es una carta de amor a mi padre, Giuseppe Caputo Castiglione, quien murió mientras la escribía. En él, en nuestra relación, está inspirada ‘Un mundo huérfano’, que para mí es una historia de amor en un contexto de adversidad y soledad radical.
¿Qué le interesaba explorar de la relación padre-hijo?
En la novela, el padre y el hijo están pasando por un momento de mucha dificultad económica. Ambos idean planes para “salir de la olla”, como dice el padre, y entre plan y plan suceden dos cosas contrarias: ocurre un episodio de violencia que termina aislándolos aún más y construyen una red de afectos con distintos habitantes del barrio. Quizás la gran pregunta de esa relación es si pueden ellos, el padre y el hijo, ser suficientes el uno para el otro. Si su amor basta. Yo pienso que la respuesta es que no, no basta. Por eso es que la amistad es tan importante en la novela: si la casa de la infancia no se trasciende, todo lo que ahí se vive, bueno o malo, se seca y estanca. La relación de ambos tiene una particularidad: el hijo es casi siempre, y por distintos motivos, el padre de su padre. Es decir, el hijo cuida al padre y esto, a su vez, lo deja a él sin nadie que lo cuide. Eso produce en él una sensación de vulnerabilidad y orfandad.
¿Cómo definiría la soledad de la orfandad?
Recuerdo un editorial de Arcadia hace unos años. Se llamaba ‘Las soledades’ y en él, Marianne Ponsford recordaba que existen en inglés dos palabras para nombrar el hecho de estar solo –solitude y loneliness–, lamentando que ambos se tradujeran al español como soledad, pues aluden a experiencias muy diferentes: loneliness, explicaba el texto, se refiere al estado triste de quien quiere compañía y no la tiene, más a una sensación de minusvalía y orfandad; solitude, en cambio, alude a una experiencia más trascendente, que tiene que ver con la persona que se reconoce mortal y se cuestiona su lugar en el tiempo y el mundo. Creo que los distintos personajes de la novela, más allá del padre y del hijo, oscilan entre esos dos estados de soledad.
¿Por qué no aparece la imagen de madre?
Hay una escena de la novela en la que el padre se inventa para el hijo la historia de un planeta donde todo se mezcla con todo y los seres más disímiles pueden juntarse para reproducirse y procrear: una tortuga o un pájaro pueden juntarse con un árbol y tener descendencia –un árbol alado, un pájaro con raíces en vez de patas, por ejemplo–. Esta historia se la cuenta el padre al hijo cada vez que él quiere saber sobre sus orígenes. El padre sale con ese cuento quizás porque para él, la historia de la madre también es un vacío. Luego el padre le pide al hijo que se mire en el espejo y diga él mismo de dónde cree que viene. Creo que lo que queda de esa historia es que es posible trascender los lazos biológicos y que uno puede adoptar una ascendencia, la que uno escoja.
¿El mar también es otro protagonista en el contexto de la historia?
Sí. El mar es lo más parecido a Dios que hay en la novela: a veces deja en la orilla ofrendas para los protagonistas (sartenes, ollas, un sofá). El mar es el dador. El mar es la promesa de la felicidad. Pero así como deja regalos, también deja basura. A veces no deja nada y a veces se lleva lo que deja. El mar es Dios y su ausencia.
De manera paralela, en la relación padre-hijo también hay una mirada al mundo homosexual. ¿Cómo se fue estableciendo ese diálogo?
Quizás a partir de la manera como ese padre y ese hijo quieren estar en el mundo: esto es, desarrollando unas vidas alejadas de cualquier presión que puedan producir las convenciones sociales. La mirada a la escena gay pasa por la violencia dirigida a ese mundo desde afuera, pero también pasa por la violencia intrínseca en ese mundo. Y sin embargo, mientras esa violencia ocurre, también ocurre el sexo y la amistad y el sentimiento de comunidad y la liberación y el orgullo y la ira por la violencia y el recuerdo de la violencia y la fiesta: todo en simultáneo, como ocurre en lo que llamamos “la vida real”.
Es notable también una particular sensibilidad por el arte, a lo largo del relato…
Creo que esa sensibilidad por el arte es importante en la novela porque la belleza y el deseo de creación se oponen a la violencia, a la exclusión y a la matanza. Y sin embargo, a veces dudo de si la belleza y la violencia son tan contrarias como parecería o como uno quisiera creer. Pienso en Elaine Scarry y su ensayo Sobre la belleza. Ahí, ella se pregunta cuál es la experiencia de una persona cuando está ante algo bello. Menciona varios sucesos, a destacar: un “contagio de imitación”. Es decir, para Scarry, la belleza provoca que quien la contempla quiera reproducirla; en otras palabras, la belleza provoca creación. Pero la violencia también puede producir un contagio de imitación y un deseo de ser reproducida (pienso, por ejemplo, en el “ojo por ojo y diente por diente”, que en Colombia se convirtió en “hijo por hijo”). Como la belleza, la violencia también provoca creación. O más exactamente: una destrucción creadora.
Otra de las pistas que usted plantea está relacionada con la luz…
Sí. En la novela, la luz es mucha en las zonas ricas, y escasa en los barrios más marginados. La luz representa el poder, y la ausencia de esta, la desposesión. Específicamente en las escenas de fiesta, la luz eléctrica fragmenta e ilumina a los hombres que bailan. Los oculta, los enceguece, los deja ver. La luz posibilita verlos un momento: conocerlos un poco y dejar de conocerlos. Lo que nos pasa siempre con todo el mundo.
¿Qué representa esa dolorosa mirada extrema de la pobreza y la miseria que atraviesa la historia de principio a fin?
Cuando la escritora chilena Diamela Eltit leyó una parte de la novela, me dijo algo que no había pensado: que la novela les da a los personajes –sujetos cuyas vidas y muertes a nadie importan, personas que no tienen plata para comer y que sin embargo no abandonan sus vidas– lo que nunca han tenido socialmente. Según Diamela, la novela los viste socialmente, les da un estatuto nuevo, los hace artísticos. Quisiera responder esta pregunta con sus palabras.
En la estructura, se siente un cuidadoso tratamiento de la poesía, el tono y el ritmo…
El trabajo con el lenguaje, la poesía de la prosa, la música son esenciales para mí. No me importan tanto las tramas ni me interesan mucho las obras volcadas a la trama sin que haya trabajo con el lenguaje. Yo siempre les digo a mis estudiantes que piensen, cuando revisan sus textos, si hay alguna diferencia entre leerlo o que te lo cuenten. Si da igual leer el texto a que llegue alguien y te diga de qué va, para mí hay un problema. Busco en un texto que me despierte emoción estética, no tanto una ansiedad por saber qué va a pasar.
El capítulo de ‘La Ruleta’ podrá resultarles a algunos lectores un poco fuerte. ¿Cómo se decidió a narrar imágenes sexuales tan explícitas?
Una cosa que me ha sorprendido mucho es la reacción que provoca en algunos lectores ese capítulo. En la novela hay una masacre, una situación de desigualdad radical que es evidente en la ciudad, la violencia del lenguaje, los abusos de la policía, una desposesión material muy dura, pero lo que produce reacciones fuertes es un capítulo donde hay sexo consensuado entre hombres. A veces me pregunto si esas escenas no ponen sobre el tapete la ansiedad que provoca en nuestras sociedades la figura del hombre penetrado.
La escritora Laura Restrepo ha dicho que en la novela usted ha reescrito la violencia del país…
Ese es un tema muy complejo porque, antes de hablar de la representación de la violencia, habría que definir qué es violencia y qué es lo que la violencia le hace a una persona. Y meterse en eso es entrar en un agujero negro. Creo que la aproximación que más comparto sobre lo que es violencia y sobre lo que la violencia hace en las personas es la que hace Simone Weil en su ensayo La Ilíada, o el poema de la fuerza. Para Weil, la violencia es una fuerza que convierte en objeto a quien la recibe y en sólo “ímpetu” a quien la provoca. Esa definición definitivamente está en diálogo con la escena de la matanza en la novela –el hombre vuelto columpio, por ejemplo– y con la escena de la pelea en el bar, en la que el protagonista parece que pierde conciencia y se vuelve sólo una fuerza que golpea. En la novela también hay una exploración de la manera como la violencia cambia nuestra percepción del tiempo o el efecto del tiempo en nosotros. Al recibir una violencia, el pasado y el futuro desaparecen –es decir, se pierde el tiempo– y todo se vuelve presente. Un presente inconsciente de todo lo demás, o un presente demasiado consciente de lo que está pasando, que reduce a la persona a la ofensa que está soportando.
CARLOS RESTREPO
Cultura y Entretenimiento
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