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Poeta Santiago Espinosa recibió Premio Jaime Sabines, en México

El bogotano pronunció este discurso durante la ceremonia de premiación, en Chiapas.

Santiago Espinosa
Señores del Gobierno de Chiapas
Funcionarios de CONECULTA
y guardianes del Premio Internacional de poesía Jaime Sabines
escritores y amigos
Desde que era un niño me han fascinado los mapas. Imaginar desde la altura la deriva de la Tierra, tan alejada de nosotros y nuestros nombres, algo arbitrarios para la inmensidad del espacio. La profesión de mi padre, un ingeniero de suelos expertos en sismos, sólo agravó esta afición hasta lo irremediable. Las placas se movían bajo nosotros. Sin salir de nuestro sitio también navegábamos. Éramos trozos de pan sobre un magma caliente y vivo, anterior a las mitologías y a los calendarios.
Los poemas pueden hacer muchas cosas. Pueden multiplicar o atravesar los espejos. Pueden hablar por el pasado o por los sueños, a veces nos enseñan a mirar de otras maneras, ampliando las fronteras de la realidad. Pero también creo que nos pueden ayudar a orientaros, un trabajo más modesto pero igualmente necesario. Los poemas que amamos son mapas invisibles. Cartografías encontradas que hablan de nuestro movimiento por la Tierra. En los poemas alguien cava al interior de su corazón, es verdad, en las regiones donde sólo podríamos escucharnos si hablamos en voz baja. Pero podemos advertir en sus palabras la resonancia de las estrellas. La conexión de una persona con la aventura de la especie. Y por eso volvemos a los libros como a lámparas. Queremos confirmar que alguien estuvo allí, que alguien sintió lo mismo o sospechó algo parecido, antes de nosotros.
Homero hacía mapas bajos los “cóncavos cielos”: quería darle a los barcos su lugar en la memoria. En las canciones de Whitman hay una geografía espiritual. Cien años de Soledad, la gran gesta de Colombia, mi país, es la cartografía de una infancia, y “un triunfo de la memoria” contra la indiferencia o el olvido. Nos recuerda Elizabeth Bishop “que la topografía no tiene preferencias, tan accesible al norte como al oeste”, “que los colores de los cartógrafos son más delicados que los de los historiadores”, pero quizás sea en esta distancia, desde esa sensación de integridad, donde la poesía nos reclama y nos ayuda a resistir como seres humanos, dándole algo de forma al flujo de los días, asomándose a la vida de los otros como si fuera realmente la propia vida.
El movimiento de la tierra, el libro que los jurados y ustedes han tenido la generosidad de premiar, sólo trató de conformar una cartografía personal. Quise tratar en las palabras otro tipo de relación con el espacio, más afectiva y menos sola. Quise encontrar en mi ciudad y en los viajes, en las artes y en la experiencia, en el amor que hace que veamos las cosas tan distintas, la imagen detenida de la alegría. Un punto de contacto con la realidad de mi ciudad, al tiempo en que muchos se marchaban de ella. “El movimiento de la tierra”, pensé, era una bella imagen para hablar de lo acaba y permanece, y una excusa que me recuerda el milagro de vivir en el presente.
Para hablar en clave mexicana, me gustaría recordar un fragmento de la poesía Náhutl. Lo dice Cacamatzin de Tezoco, un poeta que escribió entre dos reinos, en el momento en que comprende que su mundo va a desaparecer, y esos viajeros no son amigos que vuelven sino conquistadores, que su fugacidad como hombre es la misma de su cultura:
Todavía sobre la tierra,
cerca del lugar de los atabales,
de ellos yo aquí me acuerdo.
Sin el drama de este poeta y muy lejos de su grandeza –si desaparecemos nosotros será por nuestra propia responsabilidad, no hay otros enemigos que nosotros mismos, ecológica y socialmente, económicamente- creo que en los versos de este poeta hay un testimonio de la mayor importancia. Alguien que dice que estuvo aquí y ahora no está. Que escribe “todavía” al tiempo en que desaparece, como un retrato que se incencia. La tierra se mueve bajo nosotros, nos dice Cacamatzin, y esa fugacidad, ese mundo que se llena de fantasmas cuando cantamos, es la belleza que no está en los monumentos ni en las leyes, “la luz del mundo”.
Me parece que fue Gaoz, José Gaoz, un filósofo español que se exilió en México, el que hablaba de América como de “un cruce de caminos”. Porque las condiciones económicas y sociales hacen de nuestros países una contradicción entre el desplazamiento y el arraigo: sólo en los Estados Unidos viven 60 millones de latinos. Por que una historia de infortunios coincidió con el triunfo de una lengua común, hablada por casi 600 millones de personas. Cualquiera sea la razón nosotros los latinomaericanos somos el breve recordatorio de que en los cruces y los encuentros, no en la supuesta pureza que hoy defienden los políticos, se esconde la semilla de la civilización. Y los poemas de nuestros grandes maestros hablan de estos encuentros verbales. O para seguir con el lenguaje de cartógrafos son mapas impuros. Alimentados desde un principio por la apertura y la diferencia, la amplitud y la contradicción. Mapas impuros hacía Darío, pero también Neruda y César Vallejo. Es eso lo que buscamos en José Antonio Ramos Sucre y en Fina García Marruz, en Lizalde y en Pacheco, en los Álvaro Mutis y en los Juan Gelman, en Giovanni Quessep.
Jaime Sabines, esa alma abierta para todos los corazones, este poeta de las emociones sencillas y humanas, y quien nos honra con este premio y con su nombre, nunca dudo de que en los cruces y en los encuentros estaba la riqueza de un continente. Toda su poesía, o casi toda, es una palabra contagiada por las voces de la calle y los amigos, las señoras y los niños, los locos y los árboles. Por ellas, sus palabras, habla el deseo insatisfecho y los miedos de su gente, cruzan personas muy distintas y es posible el amor. Incluso hablando de lo más propio, desde esa pequeña tumba de su tía Chofi, sentimos que habla el universo, se dibuja en el poema una pequeña cartografía de afectos y adminículos, tierna y telúrica:
Sofía virgen, desposada en un cementerio de provincia,
con una cruz pequeña sobre tu tierra,
estás bien allí, bajo los pájaros del monte,
y bajo la yerba, que te hace una cortina para mirar al mundo.
Cuando recibí la noticia del Premio, justo ese día, caía sobre Bogotá una lluvia de todos los demonios. Anunciaban en las noticas que Trump estaba ganando en los Estados Unidos, ¡justo esa noche!, y que una vez más se nos negaba un acuerdo de paz en mi país, después de más cincuenta años de muertes y fracasos. Al principio me sentí algo culpable de sentir semejante alegría al tiempo en que el mundo se estaba hundiendo. Pero después pensé que esto era la poesía. Una pequeña luz para atravesar la noche de la historia. Una felicidad clandestina, decía la novelista brasilera Clarisse Lispector. Pero algo más, y es que la poesía tiene el poder de sugerirnos nuevos mapas. Nos muestra otros meridanos para orientarnos. Por eso es que andamos por los poemas que nos gustan como seres desnudos a través del espacio. No hay fronteras, ni límites, sólo una superficie tan común como lo quiera la comprensión. Todos los lectores somos unos inmigrantes.
Aurelio Arturo, el gran poeta de mi país, hablaba de la poesía como de un viento que vibraba en las hojas y en los países de Colombia, “en los bellos países donde el verde es de todos los colores”. Quisiera pensar que esta diversidad es una lección tan necesaria como oportuna, no obstante su fragilidad. Y donde quiera que un latino escriba un poema de amor o se recuerde el brillo de los pájaros, algún niño imagine las galaxias, en cualquier rincón donde alguien lea a Jaime Sabines y su tierna protesta, donde quiera que llegue nuestra poesía, será posible un mundo más amplio y sin orillas, los encuentros que no ocurrieron en la vida tendrán una segunda oportunidad en las canciones. Y no habrá recelos ni odios, no habrá discursos ni muros que puedan silenciar esta canción, no lo podrán hacer, porque esta pequeña Tierra es de todos y es la misma. Porque se mueve lentamente bajo los pies. Y los poemas fueron escritos para recordarlo.
Santiago Espinosa, 6 de diciembre de 2016
(Cortesía del autor bogotano)
Santiago Espinosa
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