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Honoris causa al maestro Roberto Burgos, una exaltación a su obra

El escritor recibió doctorado de la Universidad Nacional, de donde se graduó de Derecho.

FRANCISCO CELIS ALBÁN
Maestro Roberto Burgos Cantor, ¿qué significa para usted esta distinción tan importante que le concede la Universidad Nacional?
Creo que reúne varias sensaciones. Primero, un motivo de mucha satisfacción porque es la universidad de la cual egresé, y no dudo de que gran parte de mi formación como ciudadano viene de allí, con las particularidades propias de esa universidad, que, en un momento, en esos años en que yo llegué, era una muestra en escala de un país diverso, rico. Yo recuerdo, en la facultad de Derecho estaba la cantidad de ideas de la vida, del mundo, tan ricas y diferentes, según el lugar de donde la gente venía.
¿Estamos hablando de qué año?
Eso era en el 67, 68. La universidad era una eclosión de Colombia. Era la época de las residencias estudiantiles, de la cafetería. Todos esos elementos, más que una especie de ayuda a la gente que venía de las regiones y que no tenía facilidades económicas, eran un espacio de creación de comunidad. El otro elemento que me tomó por sorpresa y me gratifica es que haya una mirada sobre las artes y que haya un reconocimiento a eso. Uno nunca sabe quién lo lee ni cómo lo leen y que haya la sensibilidad que me incorpore y me reconozca en ese espacio de lo académico tiene no solo significaciones personales, sino para quienes escribimos, para quienes pintan o quienes hacen música.
¿Ese doctorado lo recibe como abogado o como escritor?
Seguramente como escritor porque escogieron en esta época de predominancia de la ciencia, de la ciencias codificadas, investigativas, en el fondo del concepto de utilidad, que se reconozca y se exalte la obra de un escritor. Yo no tengo grandes textos jurídicos ni sentencias que mostrar.
Sí debo reconocer algo a esos estudios que hice un poco por consejo de mi padre. Esos estudios liberaron la vocación literaria de la servidumbre de la necesidad. Cuando el escritor solo tiene su vocación, esa vocación tan delicada, tan incomprendida, muchas veces está sometida a unas, más que exigencias, a unas tiranías de la vida en sociedad. Y eso afecta tanto la dignidad como la libertad de la literatura y maltrata al ser humano. Entonces, también debo eso a la universidad. Este doctorado tiene que ver con lo que he logrado escribir.
¿Usted le dijo a su padre: ‘quiero ser escritor’, y él le dijo: ‘primero estudia algo de lo que puedas comer’?
Me dijo: ‘¿por qué no resuelves algo que te dé tranquilidad, algo que no te genere las incertidumbres de esperar que tu expresión literaria, tu escritura, pueda o no generar una manera de pancomer?’. Creo que tenía la razón porque, al margen de todas industrias de bienes culturales, es tranquilo, es más ambicioso, más retador, que el escritor acepte que los libros, los cuadros, las sonatas, no son para venderse. Y esa es la locura tremenda del mundo del comercio de los libros, cuando se plantean cuántos va a vender. No. Si le preguntaran a uno cuántos van a leer, podríamos hacer un rediseño de toda esa concepción equivocada que afecta al arte, afecta su calidad y afecta a sus creadores.
¿Pero ejerció el derecho?
Fue mi forma de pancomer. Nunca me aficioné ni ejercí lo que en el gremio llaman ‘la baranda’, me parecían odiosos los pleitos, pero sí trabajé mucho en la parte conceptual en diversas empresas privadas o públicas, pero dedicado más al tema de la reforma, la divulgación, del análisis del texto jurídico. Intenté enseñar y ese es un mundo muy complicado, que requiere una tremenda fe en la comunicación humana que yo no tengo.
¿Por qué hasta esa época los escritores estudiaban Derecho?
En la universidad, uno de los primeros graduandos que estudiaron Derecho fue José Eustasio Rivera. Por allí pasó don Pedro Gómez Valderrama, García Márquez dos años y medio. Y en las lecturas reposadas que vinieron después encontré una expresión de Graham Greene. Él dice que “en todo arte hay una aspiración de justicia”. Y como entendían el derecho esos viejos profesores que nos enseñaban antes, desde la escuela de Fernando Hinestrosa, hasta la de la Nacional, con Gerardo Molina, Valencia Zea, ese era el fundamento, la justicia.
En ese momento, ¿por qué quería ser escritor y para qué?
En ese momento uno tiene un sentimiento probablemente confuso y que de alguna manera lo va llevando a pensarse incapacitado para otras disciplinas de la vida en comunidad y discernir en esa turbulencia, en esa confusión, el camino de lo que se quiere es parte de lo que se hace. Porque lo tremendo allí es que si no se hace, nunca va a haber manera de resolverlo. O sea, si no se escribe, si no se corrige, si no hay esa manera tan propia de expresión de lo literario que es lo que está en el papel, lo que está en la historia, tenerlo en la mente no ayuda. En la mente tortura, no sirve de mucho. A veces me hago la broma: ¿será que cuando uno le confiaba al padre un asunto de estos sin quererlo uno estaba buscando un mecenas? (risas)
En esos años se levanta la figura de García Márquez y hay una gran ebullición. ¿Cómo hizo para ser capaz de seguir escribiendo?
El grupo de personas de la misma edad y con la misma vocación de querer escribir historias teníamos un conflicto con la tradición. Parte de esa tradición era la literatura de los años 50 sobre la violencia, unida a una forma de lenguaje todavía muy sujeto por el canon de las rígidas reglas de la academia. La Academia de la Lengua no solo imponía un régimen sobre la lengua, el habla, la comunicación, cuáles palabras eran buenas, cuáles no se debían usar, sino que generaba una idea moral de la vida misma, una idea religiosa, incluso.
Eso, para los jóvenes de entonces, era una dificultad y también un reto. Y cuando mirábamos la literatura más cercana, casi en su integridad, era una literatura volcada sobre el mundo rural. Empezábamos a oír una música distinta, a leer la literatura europea y de Estados Unidos, en la cual el gran ícono era la urbe. Y esos temas de la ruralidad siempre estaban centrados en el conflicto entre la justicia, el abuso, la propiedad, el despojo. En cambio, los temas de la urbe nos parecían más de lo hondo del ser humano.
Cien años de soledad aparece y, siendo la espléndida, tremenda, novela de la vida americana, que lo es, estaba para nosotros todavía inscrita en ese mundo. Entonces, a pesar de Rulfo, de García Márquez, de Zapata Olivella, de Mejía Vallejo, nosotros reconocíamos unas calidades, pero no nos tocaba tanto porque termina el escritor sobre todo en esas ambiciones de la juventud por ir haciendo como una tradición secreta. El desplante injusto que más cometíamos era decir que no había tradición. Nos la pasábamos refunfuñando porque no había crítica.
Después me volví a encontrar esa dificultad en alguien como García Márquez, quien reconocía, con los años, que su visión del trópico venía de Graham Greene. Muy sagaz anotación, porque el trópico, como lo habíamos concebido, eran todas esas fantasías maravillosas de la ignorancia, que escribieron los cronistas de Indias. Sumadas al tema social, porque con la mejor intención del mundo nuestros escritores sociales querían denunciar, moralizar, incluso incrementar en sus ficciones el horror de la realidad. Y no por tremendistas, sino porque pensaban que así esos hechos anómalos no se iban a repetir.
Cuando se publicó ‘Lo amador’, ¿cómo lo trató la crítica?
La publicación de este libro fue un empecinamiento de la Universidad de Cartagena y del editor del Instituto Colombiano de Cultura en ese entonces, Santiago Mutis, el poeta, que iniciaba una colección mediante coediciones entre el centro y las regiones. Y empezaron con Lo amador. Siempre guardo gratitud a tres personas que escribieron sobre esos cuentos: Eduardo Pachón Padilla, Alonso Aristizábal y Roberto Montes Mathieu. Y Martín Galardú, un nombre que nunca descubrí quién era, en una revista sobre libros de esos años.
La crítica, ¿cómo lo afecta?
Soy de una generación que hacía reseñas, ensayos, como respondiendo a lo que denotaban como una ausencia de crítica. Con el paso de los años, uno encuentra sentidos a la crítica.
Y creo que alguien que lo vio muy claro fue Paul Valéry, a propósito de El cementerio marino. Valéry no creía en la crítica y un día el profesor Cohen lo invitó a que escuchara una conferencia sobre El cementerio marino y lo que pensaban en los cursos que él dictaba, en la universidad. Valéry reconoció, después de eso, que el escritor o el poeta terminan su tarea al publicar. Y que al hacerlo no saben si eso que publicaron es la ambición que tuvieron al empezar a escribir. Dijo algo interesante: “Esa crítica es la que me muestra lo que yo no veía. Lo que yo no veía es hasta dónde llegué”.
Entonces, cumple una cosa de función importante para la literatura, y lo que noto es que esa fortaleza, ese rigor crítico, ha empezado a ser retomado por la universidad. Si uno hace un rápido panorama en diversos lugares, en Pereira, en Ibagué, en Bogotá, en Cartagena, en Barranquilla, se da uno cuenta de que ahí hay unos focos de pensamiento que están intentando, a su manera, romper esos lenguajes crípticos en que se convierte la crítica académica, para hacer de eso no solo un texto inteligible al lector corriente, sino plantearle asuntos que le interesan sin dañarle la lectura. Eso es notable, y creo que estamos en mora de reconocerlo.
En ese momento, ¿qué era lo que quería hacer cuando se sentaba a escribir?
Las preguntas que nunca resuelve el escritor de ficciones son de qué escribo y cómo escribo. Ese aparece como el reto, la aventura que se inicia y que nunca está respondida. Sentía que hay unos mundos que me atraen. Me atrae el mundo donde surgen valores humanos y es un mundo despreciado, excluido, el mundo de los sin oportunidades. Yo me imagino que alguien como Tom Wolfe diría de los que no salen en las páginas sociales de los periódicos.
Para un estudiante que quiere hacer literatura, ¿cómo resumiría esa experiencia que va de ‘Lo amador’ a, por ejemplo, ‘La ceiba de la memoria’?
Hay una parte que tiene que ver con la práctica de la vocación misma. Con una voluntad, una disciplina, un rechazo de lo fácil, una renovación de la ambición estética, que hacen al escritor. Esas virtudes o elementos a los cuales el escritor se entrega y terminan formándolo están presentes en esos libros.
Yo me debo a mí mismo una lectura, un repaso tranquilo de lo que he escrito, pero tengo la sospecha de que sin darme cuenta se fueron generando unas semillas de mundo, como si en Lo amador se anunciaran cosas que las voy viendo poco a poco en las diversas dimensiones que tiene lo que he escrito.
Algo como La ceiba de la memoria de alguna manera tiene que ver con el interés, con la indagación por un mundo sin voz, por un mundo silenciado, por mostrar lo oculto que está en una sociedad deforme y no terminada de hacer como la nuestra.
FRANCISCO CELIS ALBÁN
Editor EL TIEMPO
FRANCISCO CELIS ALBÁN
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