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El comediante Gonzalo Valderrama quería 'desaparecer'

En su libro, explica por qué decidió irse al Parque Nacional para dejarse morir en un barranco.

En Penúltimas palabras (Intermedio, 2016), su primer libro, el comediante bogotano Gonzalo Valderrama narra lo que vivió, pensó y sintió durante los tres días de febrero del 2016 en los que estuvo desaparecido, causando gran zozobra en su familia y su gremio.
EL TIEMPO revela fragamento de la publicación, que además recoge los primeros años de su diario personal. Un texto en clave de humor. " 'Gonzo', como le dicen sus varios miles de seguidores en las redes sociales, donde se ha convertido en una celebridad gracias a su veta humorística y debido también a sus alarmantes episodios depresivos, establece en este diario un jocoso y desgarrador diálogo con la muerte y el trastorno bipolar, dos de sus grandes obsesiones, entre otros punzantes temas", anota su editor.
El libro ya se encuentra en librerías y tiene un costo de 45.900 pesos.
¿Qué hice entre la mañana del 11 y la madrugada del 14 de febrero de 2016?
Desaparecer, en el sentido más eufemístico de la palabra; desaparecer como sinónimo poético de suicidarme fallidamente, en un lento ‘fade out’ que nunca se concluyó, por obra y gracia del amor familiar y del aprecio de la gente a la que yo le parezco un buen ser humano; por cosas del cosmos sordociego; por voluntad de la voluntad que forma parte de mi extraña conciencia, ¡yo qué sé!
Quienes me conocen saben que tengo ideas suicidas, pero no tendencias. Que me quiera morir desde los 17 años no significa que ande buscando la muerte en cada esquina.
(…)
No fue un envío a la mierda de todos mis problemas. No fue, tampoco, un escape para “desconectarme”. No fue un retiro espiritual para “meditar”. No se trató de un reclamo de atención, ni de una evasión de responsabilidades, ni de algún tipo de hastío marital; mucho menos, de una artimaña para volarme con mi moza, ni de una fachada para irme a “soplar bazuco”, ni de un truco para mojar prensa y resucitar mi carrera en decadencia, putos.
La idea, amigotes, era escapar para morir en ‘degradé’, en la secuencia de todos los días y las noches necesarios para destrozar mi salud hasta el exterminio individual: a través de la inanición, el insomnio, la neumonía, la hipotermia, la demencia o el azar que atrajera a mis entrañas el cuchillo tetánico de algún loco rabioso que quisiera eliminar extraños en medio de la noche.
El motivo: depresión extrema + desespero vital + angustia existencial + acorralamiento por deudas millonarias + sensación de impotencia ante el futuro inmediato, consecuencia de tres lustros de desencanto planetario, moretones espirituales, tropiezos y errores consecutivos en una carrera vertiginosa hacia el estancamiento. Todo ello, aderezado por una familia recién formada y una madre en otoño, roída por el cáncer y los achaques octogenarios, a las que no me sentía capaz de mantener, ni económica ni moralmente. Me quedó grande la vida después de los 46.
(…)
Para rematar, mi cerebro comenzó a enviarme, de nuevo, el nefasto mensaje de “ya no eres chistoso”… y me lo creí.
Con ese panorama me fui a la cama la noche anterior a mi escape, luego de una presentación de #comediantesdemiércoles en CasaE, la cual, según mis colegas, fue fenomenal; pero mis ojos fatalistas la vieron lamentable.
La noche entera pensando en todo ello, dando vueltas sudorosas, gimiendo de preocupación en mi rincón del colecho, muy suavemente, para no despertar a mi mujer e hijo; parándome cada hora a tomar agua a la cocina, como si el líquido fuera a aplacar la inquietud y a resolver la encrucijada. Pero llegaron el amanecer y sus pajaritos (la cacofonía mayor para el insomne).
Hace rato que mi sesudo cerebro no me lleva por los terrenos psicóticos de la manía de alto nivel, aquel polo mental que me hace sentir Supersuperman cuando no soy más que la Hormigatómica.
He tenido cuatro “episodios” desde mi debut, en septiembre de 1993. El segundo sucedió en diciembre de ese año. El tercero, 12 meses después; y el último, en septiembre de 2004. Desde entonces, el polo depresivo, el lado oscuro, ha gobernado mi biografía. Doce noviazgos, tres concubinatos, un hijo, fama, fortuna y la multiplicación de la gente que me quiere y admira mi trabajo no han sido suficientes para aplacar al gran Perro Negro.
La depresión me ha llevado a extremos de apagamiento del alma en diversas ocasiones. De la manía, en cambio, les contaré en otra ocasión, en otra vida.
He estado hasta ocho meses echado en la cama, con las persianas cerradas sin querer mover un dedo, solo sentándome a comer sopa con flan y a releer sin ganas toda mi biblioteca.
(…)
Siento y presiento que si uno se autoliquida, la siguiente escena “vivida” será una pausa eterna en el momento del acto; que el infierno que se viene como consecuencia del acto retador no será más que la congelación en la quietud de la sien perforada (o cualquiera que haya sido el método), sin dolor ni putrefacción hasta que San Juan agache el dedo apocalíptico, solamente acompañado por sus pensamientos incesantes y su cargo de conciencia.
A pesar de esa nefasta convicción sin posibilidad científica de corroboración, decidí salir a diluirme en algún lugar donde nadie me encontrara. El sitio elegido fue, desde un inicio, un barranco en el bosque del parque Nacional.
(…)
Cerré la puerta, por fin, con la amarga claridad de que no regresaría, ni a mi hogar ni a la vida, dolorosamente consciente de todo el caos que ello iba a generar. Dejé todas las ventanas de mis redes sociales abiertas. Craso error. Dejé 800.000 pesos (prestados) para pagar la tarjeta de crédito en un cajón de la mesa de noche; pero no le advertí a mi mujer. Craso error. Dejé las llaves, pero saqué mi billetera con documentos, tarjetas y cero pesos. Dejé mis esperanzas debajo del tapete.
Lo que es ser ciberdependiente: antes de bajar las escaleras hacia el no retorno, abrí, por joder poéticamente, GoogleMaps, y digité ‘Finisterra’. Quería irme para el fin del mundo, literalmente; pero, por supuesto, la aplicación me dijo que era imposible llegar allí por tierra. Así que decidí caminar hacia el parque Nacional.
(…)
Bajé hacia el Park Way (uno de los topónimos más esnobs de Bogotá); y el magnetismo monetario + el instinto de supervivencia me condujeron al cajero Davivienda del sector para retirar todo mi saldo: 150.000 pesos. Craso error. Mi transacción fue fotografiada por la cámara de seguridad.
(…)
Parece chiste, pero es verdad: la banda sonora de mi caminata-trote fue la canción ‘Sorry!’ de Justin Bieber. La puse a sonar una y otra vez en Youtube. Es un gusto culposo, compartido por muchos terrícolas, el que tengo por esa puta canción. Además, sintetizaba musicalmente el sentimiento que me embargaba.
(…)
Atravesé La Perseverancia hacia el Norte, pasando frente a varios policías y gente que reconocía mi rostro, que tanta gente detesta y estima (bipolaridad que ha jodido mi psiquis desde 2010, cuando comencé a volverme “popular” gracias al DVD ‘Somos los comediantes’ y al programa de TV ‘Los comediantes de la noche’).
Llegué a la avenida Circunvalar con 33 (...) Y me interné en el bosque, allí, donde solo yo sabía. Allí donde debía quedarme quietico, callado, oculto, para dejarme ir.
Cuando, por fin, llegué al lugar que nadie pudo localizar, a pesar de las pistas clarísimas que había dejado mi recorrido en GoogleMaps, vi que estaba tan agreste como imaginaba. Descendí hacia el fondo del pequeño abismo, agarrándome de ramas y rocas, hallando en el trayecto botellas de trago, condones usados, cajas de cigarrillos, jirones de ropa, trozos de plástico, pasado humano...
(…)
A eso de las 2 p. m., la batería del teléfono murió (...) A partir de entonces, mis únicos interlocutores fueron el bosque y mi conciencia. A pesar de que mis horas de refugio en el lugar fueron soleadas en su mayoría, el calor era opacado por las ramas de los árboles que cubrían el barranco como un gran parasol. Por lo tanto, anduve tiritando sin parar.
Para evitarlo, caminaba como una bestia enjaulada en un espacio de aproximadamente nueve metros cuadrados. El hambre no se hizo esperar.
(...)
Pensé mucho en Claudia, una prima que desapareció hace unos cinco años y fue hallada, varios días después, muerta en un bosque estadounidense. Al parecer huyó de casa y se dejó llevar por el tiempo y la desidia, sumida en una gran depresión.
(…)
Era muy temprano para desistir. Tenía que quedarme allí hasta que el cuerpo, la tierra o algo me mandaran una señal. La primera señal llegó a la mañana siguiente: el vozarrón de Diego Mateus me llamaba a escasos metros de mi escondite. Gritaba con angustia y amor… “¡Gonzooo! ¡Gonzalooo! ¿Dónde estáaas?”. Apenas lo oí me timbré, no solo por el hecho de que me podrían encontrar antes de tiempo (vivo), sino porque claramente la búsqueda se había puesto seria. Tenían una intuición acertada de por dónde me había “perdido”… y eso aumentaba mi estrés.
Los gritos cesaron al minuto. “A salvo” por unas horas más.
(…)
Llegada la segunda noche, el frío era ‘trending topic’ en mis huesos. No había delirios ni acelere; pero sí llantos esporádicos. La vida me dolía, y yo sentía que todo este acto me estaba purificando poco a poco. La conciencia de que no iba a volver a ver a mi hijo, que me iba a perder sus primeros pasos, sus primeras frases coherentes y todo el combo de la paternidad bonita me entristecía profundamente y me ponía a dudar de mi decisión… pero luego reaparecía la idea de que mi ego estaba destrozado, y mi carrera, desdibujada e imposible de redireccionar.
Le pregunté hasta el cansancio al dios de las respuestas: “¿Por qué todo tiene que ser tan difícil?”, gimoteando como niño al que se le revienta el globo de su fiesta de cumpleaños. Traté de activar mi sexto sentido para interceptar al cosmos del que fui creyente por tres décadas desde que me abrí del catolicismo, a los 15 años… pero el ente estaba muerto.
(...)
Llegó, entonces, contundente e irrefutable, la sensación de una verdad que siempre temí: estamos solos en el perverso universo, sin dios ni ley, sin futuro, sin esperanza, sin redención. Parafraseando a Roger Waters, somos 7.000 millones de almas perdidas nadando en una pecera planetaria, siglo tras siglo. Lo único real es la humanidad que ya no cree en sí misma y le ha delegado a una caterva de dioses imaginarios su norte y su sentido.
(…)
Fue una noche despejada la del sábado, lo cual me permitió contemplar más el cielo… y su luna casi plena. Los carros que iban veloces por la Circunvalar no me decían nada más que “todo sigue igual sin tu presencia, Valderrama”. Y el cosmos, ese al que tantas veces le pedí y maldije, luego de haberlo aceptado a cambio del dios católico, se me comenzó a desdibujar de manera orgánica. Me quedé sin asidero espiritual; pero, paradójicamente, sentí que mi espíritu crecía.
(…)
Caminé tanto, en elipses, a lo largo de las horas, a pasos cortos y lentos, como practicando kinhin, que mi mente comenzó a variar el tono de sus pensamientos. Pasé del arrepentimiento, la desazón y la suicida gravedad a algo así como una ligera esperanza en que todo podía mejorar (…) Por ello clamé, por última vez, al cosmos-cosmitos que me enviara una señal de cualquier índole para ayudarme a tomar alguna decisión.
(…)
Luego de una serie de delirios livianos y de ejercicios de calentamiento-estiramiento (…), llegó la señal solicitada (…) el canto de un gallo urbano, ubicado en un cerro vecino, el cual no había sonado en las dos madrugadas anteriores, ignoro el porqué.
No sé qué mensaje oculto había en su clásico kikirikí; pero yo lo entendí como un:
¡Bienvenido a tu penúltima oportunidad! Este abismo que te envuelve es menos terrible de lo que piensas. Vale la pena volver. Aquí tienes tus diez gramos de coraje para que vuelvas a tomar el toro por los cachos. Vas a ver que tu infierno personal se llenará de flores espléndidas, sin que por eso deje de ser infernal. ¡Dale! Da el primer paso de la segunda mitad del resto de tu vida… Keep walking!
Y así lo hice, porque sí, guiado por una voz interior clara e inusitada. Descendí paulatina y metódicamente por la montaña fangosa, consciente de cada punto y coma de este nuevo texto que es estoy reconstruyendo desde el 14 de febrero de 2016: mi renacimiento, mi apocalipsis. Destino: mi hogar, dulce ahogar.
GONZALO VALDERRAMA
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