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'Hoy, la utopía es más vivible que la realidad'

Laura Restrepo presenta 'Hot sur', novela 'sobre la rebeldía que implica ir contra las fronteras'.

Puede que la escritora Laura Restrepo (Bogotá, 1950) haya vivido lo que se parece más a una infancia feliz: unos padres adorables, libres, incluso transgresores, entregados al placer de viajar con ella y su hermana por el mundo, y una jugosa herencia en forma de cheque que entraba sagradamente a su casa cada mes.
En los cuadernos de la pequeña Laura que su madre conservó hasta el día de su muerte, y que ella guarda ahora, consta que era dos niñas a la vez. Una que firmaba como Garzola (aprendió a escribir a los cuatro años), ordenada, correcta, las sumas y restas perfectamente resueltas y los dibujos coloreados con esmero, y Mikerken, desordenada, con las hojas llenas de groserías y tachones. Cuando le preguntan cuál de ellas sobrevivió, Laura Restrepo suelta una carcajada y responde sin titubeos: “Creo que Mikerken acabó con Garzola. Yo siempre he vivido en contravía y me alegro mucho de ello”.
A Restrepo le gustaría escribir sobre su historia familiar (ver recuadro), pero mientras llega esa novela que le ronda la cabeza, anda inmersa en la presentación de Hot sur, un trabajo arduo para tratar de llegar al fondo de la migración, para mirar desde otro ángulo cómo se ha sedimentando la cultura latina en Estados Unidos, porque lo que sale a la luz, con todas esas cifras oficiales, sin rostros, es solo la punta del iceberg de una corriente subterránea imparable. Hot sur retrata los silencios, los secretos y los tropiezos de tres mujeres tan distintas, tan desconocidas, una madre colombiana y sus dos hijas que después de una larga separación terminan reunidas en Estados Unidos en busca de un sueño que nunca encuentran. Esta es, afirma Restrepo –intelectual de izquierda, ganadora del premio Alfaguara 2004 por Delirio– “una novela sobre la rebeldía que implica ir contra las fronteras”.
Es terrible la separación familiar y el desgarro que produce la migración. Quienes parten casi siempre van detrás de castillos de arena...
Quizá los castillos de arena estén más bien en el espejismo del sedentarismo. El nuestro ha sido un planeta en el camino desde el principio de los tiempos. El origen de los pueblos está en las migraciones y las grandes epopeyas suelen ser gestas de migración.
¿Pero no tiene la descorazonadora sensación de que las fronteras se cierran cada vez más?
Evidentemente hay una política oficial de frenar la migración, de un racismo que está tomando visos fascistas, pero lo que yo quería era invertir los términos, cómo pese al racismo y a las fronteras la realidad es la del migrante, no la del sedentario, eso es lo que marca la esencia de la vida en este planeta, y cada vez será más creciente.
Absolutamente incontenible, claro. Eso dispara, por supuesto, el miedo irracional al otro.
Los personajes de Hot sur están marcados por el miedo y la desconfianza frente al otro, al diferente a mí, al que tiene otro color de piel, come otras cosas, habla otro idioma. Pero también los mueve precisamente lo contrario, la curiosidad y la fascinación por el otro, por lo otro, por lo que no se parece a mí.
Y sin embargo lo que se percibe es la distancia abismal entre culturas que conviven en un mismo territorio pero que permanecen de espaldas.
En la novela eso da lugar a toda una comedia de errores, a la que quise entrarle con humor. Las diferencias culturales en la cama, por ejemplo. A María Paz, la protagonista, que es latina, la desquicia que mientras hace el amor con Sleepy Joe –su cuñado y amante, que es blanco y gringo–, él cuelgue los calzoncillos sucios en el crucifijo que ella mantiene en la cabecera. Línea recurrente es la cuestión de la limpieza, con sus connotaciones íntimas y prácticas pero también morales y colectivas.
Y está el desarraigo, esa sensación que asalta a los que se van, que en últimas no acaban siendo ni de allá ni de acá...
Se generan muchas tierras de nadie. La ‘desterritorialización’ es tal, que el retorno ya no es posible. Yo creo que esa es una marca de la literatura contemporánea, que ya no tiene ese carácter nacional ni territorial, sino el intento de vivir en esa tierra de nadie que genera el desarraigo.
Usted que ha vivido muchos años fuera, ¿ha experimentado ese vacío?
En esas me la paso, entre la añoranza de lo conocido y la fascinación ante lo que me queda por conocer.
Lo ideal sería que la migración fuera solo una opción, no una obligación...
Pero es que esa opción va a existir cada vez menos y eso quería reflejarlo en el libro. Un mundo que es presente pero que apunta al futuro. El arraigo como tal es una cosa que va a desaparecer porque las circunstancias de la economía y la configuración social del mundo no te lo permiten. Mire nada más a esa generación de jóvenes a los que ronda persistentemente la falta de trabajo.
¿Es pesimista con respecto a la humanidad?
Si no hay un cambio muy brusco esto puede terminar. Yo sí creo que hay que buscar una forma de vivir mucho más humana, más digna. Creo que sí ha habido una debacle producida por un interés casi exclusivo por el dinero. Con eso no quiero decir que añore formas del pasado. No tengo nostalgia de lo que fue, hay que mirar hacia adelante.
Usted formó parte de la comisión que negoció la paz con el M-19 en los 80 durante el gobierno de Belisario Betancur. ¿Por qué no cree en el proceso actual?
Es que no veo al país involucrado. Creo más en un proceso que busque no solo ventajas para las partes involucradas sino para el país en general. Y este no es el caso. Me parece un poco como de camarilla.
¿Por qué ha sido condescendiente con la guerrilla?
Con la guerrilla en general, no, pero seguramente sí con el M-19 en particular. Aunque sigo pensando que fueron ellos los que empujaron al país hacia adelante. Eso, pese a sus inconsistencias y a los graves errores que cometieron. El Palacio de Justicia, por ejemplo, hundió al país en un hueco negro del que creo que todavía no ha salido.
¿Qué panorama dibujaría de la izquierda en Colombia?
Creo que la crisis a la que el capitalismo está llevando a la humanidad, hasta el borde mismo de la hecatombe, tendrá que darle de nuevo espacio y aire a la izquierda, en Colombia y en todos lados. Hoy, la utopía es más vivible que la realidad.
Preocupante, ¿no?
Mire, Santos es la mejor cara de este capitalismo rampante, pero es que yo a eso no le veo ningún futuro. Y menos con esta locomotora minera. Yo le he dado vueltas a este planeta y le digo una cosa: más bonito que Colombia no existe. Tenemos el país más abundante, más verde y más amorosamente floreciente que uno pueda imaginar y con esto de la locomotora minera lo vamos a dejar en nada. Vamos a acabar con los ríos, las selvas, las montañas... La utopía es cambiar totalmente el espectro, pensar que la ganancia no es que se llenen de oro unas cuantas multinacionales y sus socios colombianos; el bienestar está en el aire, en el agua, en la dignidad y la justicia, en cerrar esas brechas sociales tan brutales. Como que la felicidad está en otra parte.
El mayor pesar de su vida
Tal como lo cuenta, es fácil entender por qué solo con la historia familiar late una novela en la cabeza de Laura Restrepo. Algo de eso hay, pero no todavía, aunque el hecho de que sus padres hayan fallecido permite mirar las cosas con distancia, reflexionar sobre esa infancia idílica en la que creció y que, a la postre, fue la que la empujó a salir corriendo a buscar su propia historia. No podía ser de otra manera. No cuando uno tiene un padre como sacado de la fantasía. Un tipo guapo, (“tan guapo que en la calle las mujeres se volteaban al verlo pasar”), culto, apolítico, alérgico a la religión, a los clubes, a la parafernalia social, viajero, amante de la música y la lectura, cómplice. Un tipo que se levantaba todas las mañanas a prepararle el desayuno a ella, su hermana y su madre, tan vital, tan alegre. Dice Restrepo que las tres mujeres de la casa vivían como perdidas en ese mundo fantástico que era don Fernando Restrepo. Y por eso huyó, por la demoledora inquietud de saber qué había más allá del ala protectora de papá. Cuando habla de él, no hay asomo de tristeza en su voz, sino un afecto enorme. El tono es sereno.
Ni siquiera cambia cuando cuenta que su padre se murió de un infarto a los 52 años. Y que por andar de ‘saltimbanqui’, siempre de un lado para otro (como él le enseñó) no pudo despedirse porque se fue sin decir a dónde, sin dejarle ni un teléfono, ni una dirección, nada. El viejo le escribió una carta cada uno de los días que estuvo lejos. Ese, dice Laura, ha sido el mayor pesar de su vida.
Tatiana Escárraga
Editora de Redacción Domingo
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