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Un periodista con mil rostros

El alemán, autor de 'Cabeza de turco', habla de su polémico método de periodismo de inmersión.

Unas gafas, una peluca, un bigote. Un disfraz y se convierte en un turco inmigrante o un negro en un país xenófobo y racista. O un empleado en un call center tramposo, un indigente en una ciudad rica, un reportero en un diario amarillista.
El alemán Günter Wallraff es un periodista camaleón. Cambia de rostro con un objetivo: mostrar la verdad –una verdad, su verdad– de los mundos en los que entra. No es una experiencia de una semana para salir a contar cómo se sintió. Lo suyo es una transformación que puede durar años y que lo ha llevado a ser considerado el padre del periodismo de inmersión. (Lea también: Comienza la fiesta del libro en Bogotá)
Su libro Cabeza de turco se ha convertido en referencia obligada del reportaje gonzo y otras de sus obras –El periodista indeseado, Con los perdedores del mejor de los mundos– reúnen sus relatos, que lo han llevado casi siempre a largos procesos judiciales de los que siempre ha salido avante. Este periodista alemán, de 70 años, es una de las figuras centrales de la Feria del Libro.
¿Cómo empezó a trabajar en el periodismo de inmersión?
Lo primero que hice fue escribir poesía. Pero tuve una experiencia chocante: a comienzos de los años 60 me enviaron al servicio militar, y en esa época aún había viejos nazis en el ejército alemán. Yo objeté el servicio de guerra. Me encerraron en un hospital psiquiátrico militar y me diagnosticaron con personalidad anormal. Así no les servía. Cuando salí no volví a mi trabajo ni a la poesía. Escribí un diario sobre lo vivido y empecé los reportajes. Tengo que agradecerle al ejército por diagnosticarme anormal (para mí, una condecoración) porque fue la mejor condición para iniciar mi trabajo. Por otra parte, de joven tenía poca seguridad en mí mismo. Necesitaba situaciones de fricción extrema para cambiar mi introversión y timidez. (Lea también: 'Los mejores viajes ocurren en la literatura')
¿Cómo decide los temas?
Crecen por años. Con el papel del obrero Alí (Cabeza de turco) estuve con dilatorias durante mucho tiempo. Primero fracasé por mis pocos conocimientos de la lengua turca. Más tarde eso no fue problema porque ya había personas de la segunda y tercera generación que tampoco hablaban turco y se comunicaban entre ellos en un alemán rudimentario que no es difícil de hablar. Igual me pasó con el papel del negro: lo tuve mucho tiempo en la cabeza. Estaba listo para sumergirme en Sudáfrica, pero cuando liberaron a Nelson Mandela ya no era necesario. Al final realicé ese papel en Alemania. Algunos temas me llegan por personas que me escriben o me cuentan experiencias. Tengo varios proyectos al tiempo.
¿Cuál es su preparación? ¿Es como la de un actor?
No. Soy un pésimo actor. No puedo mantenerme en una letra. Solo cuando soy espontáneo se me ocurren las mejores ideas y me siento bien con mi papel. Me preparo conociendo a gente que está en las situaciones que voy a vivir. Pero pasa que después todo es diferente de lo que imaginaba. Yo me invento en el lugar de los hechos, y las condiciones mismas determinan mis acciones. Soy mi propio asesor artístico, actor y director. Y luego soy el cronista. Mientras más tiempo estoy en mi papel, me siento más afectado y me crece una segunda identidad. (Lea también: 'Hoy, la utopía es más vivible que la realidad')
En Grecia, durante la dictadura militar, estuvo preso catorce meses por un papel de rebelde. ¿Influyó esto en su trabajo posterior?
Cambió mi actitud. Durante meses tuve problemas físicos y de concentración que por fortuna superé. Pero fue algo que también me llevó a desarrollar un nuevo sentido de pertenencia. Me siento más auténtico entre seres humanos que sufren, que están en apuros. Por lo menos más auténtico que muchos que viven en un mundo paralelo y miran a los otros por encima del hombro. Ese papel en Grecia me liberó de las apariencias y me volvió más esencial. (Lea también: La historia de amor de Pilar del Río y José Saramago)
¿Qué dice de quienes critican su método y lo ven como engaño?
Yo los provoco. Hay mucha gente que busca impedir mi trabajo. Tengo muchos enemigos. Lo que me parece simpático son las caricaturas o las sátiras que se ocupan de mi trabajo. Hace poco se otorgó en Alemania el premio de la caricatura. Se lo dieron a una artista que hizo un dibujo de un matadero donde los pollos están desplumados en una cadena y uno está gritando: “¡Socorro! ¡Soy Günter Wallraff!” Me gustó. De hecho, estuve en una situación similar, como alemán negro, en una manifestación de aficionados de fútbol del club Dynamo Dresden. Eran 600 tipos alcoholizados, semifascistas, llenos de odio. Querían lincharme. Cuando me atacaron, quise arrancarme la peluca y decir: “¡Soy uno de ustedes!”.
¿Hay algún límite que no deba cruzar en sus trabajos?
He tenido un límite absoluto: la vida privada, incluso la del peor adversario. Siempre digo que donde empieza el trabajo de la prensa amarillista termina el mío. En ocasiones, sin que yo lo quiera, me llega información de adversarios poderosos a quienes podría perjudicar, pero yo no la publico. No es mi manera de ser. Mi debate es objetivo, constructivo. La vida privada, para mí, es un tabú. (Lea también: El hombre que guarda la fantasía en sus manos )
¿Escribe al mismo tiempo que hace el papel? ¿Graba?
Ahora tengo una microcámara que filma a través de un ojal. Antes cargaba una maleta de trabajo que pesaba siete kilos. La cámara estaba camuflada con un termo. Siempre estoy tomando notas y por la noche hago un resumen breve. Solo con la distancia empiezo con los detalles y escribo el texto. Antes, la publicación impresa era lo más importante. Hoy la divulgación visual tiene más influencia. Lamento eso, pero es así.
Su método es escuela. La llaman ‘Wallraffear’...
Durante mucho tiempo estuve solo en este trabajo. Era como algo que no se podía hacer. Pero fui exitoso (Cabeza de turco es el libro más vendido de la posguerra). Conseguí –luchando– una sentencia del Tribunal Federal Supremo. En el proceso con la Bild (prensa amarillista alemana donde se infiltró), el juzgado declaró que el derecho a la información de la ciudadanía es un bien superior. Esto dio seguridad jurídica, y otros colegas empezaron a usar mi método. Hay muchos.
¿Cree que lo que busca en sus reportajes solo se alcanza con ese método de periodismo?
Cada uno tiene sus propias maneras de acercarse a un tema y hacerlo visible. No caigo en la ilusión de creer que el mío es el único método que lo pueda hacer. Pero sí obliga a desarrollar una actitud, un punto de vista. Cambiando los papeles se aprende más. Es una experiencia de pedagogía. Los niños lo hacen: ellos juegan y se ponen en la situación de otros. Se consigue más así que con lectura de la teoría. Para mí, la experiencia es vital. Carezco de conocimientos teóricos. Tengo que sentirlo. (Lea también: La vida y la muerte de Griselda Blanco)
¿Vivir con una identidad que no es la suya, por años, no le genera inconvenientes en su vida diaria, su familia, su salud?
Una vida de familia es casi imposible. Estoy casado por tercera vez. Tengo cinco hijas que se desarrollaron a su manera. A veces digo que salieron tan maravillosas porque su padre estaba ausente. Pero es muy difícil. Siento simpatía por las personas que no gozan de buena reputación. Evito estar con los estratos sociales altos, aunque me inviten.
¿Ha abandonado algún papel?
Sí. Con IBM (donde pretendía infiltrarse como empleado) me rendí. Y en Rumania, en la fase final del socialismo más surreal. En ese régimen había áreas de habla alemana que eran oprimidos, donde se acosó a la gente. Me convertí en un repatriado y cuando todo estaba preparado, llegó el mensaje de la caída de Ceaucescu. Se volvió demasiado peligroso e inútil. Es difícil cuando todo es inminente y de repente ya no se puede hacer.
¿Hoy puede representar otro papel o es demasiado conocido?
Es loco. Siempre tengo ese miedo. Lo que más temo es que alguien descubra mi identidad cuando estoy camuflado. Hace dos días estuve imitando a un inversionista, con un traje elegante y todos los símbolos de la categoría social correspondiente. Hablé por una hora con gente que me considera su enemigo. No me reconocieron. Lo mismo en el papel del cartero, en el que llevo solo el uniforme. Voy a las puertas de personas y no me reconocen. Tienen estereotipos. Si uno no corresponde a sus ideas, no lo notan. (Lea también: Cinco secretos del 5-0)
¿Ha visto cambios generados por sus reportajes?
En casi todos los casos. En las fábricas donde estuve hubo mejoras de seguridad laboral. El reportaje sobre los call center llevó a que las defensorías del consumidor los obligaran a cambiar sus métodos. Tras el reportaje como indigente, se cerraron los asilos más terribles, esos búnkeres de la Segunda Guerra Mundial donde nos encerraron bajo circunstancias crueles. Es algo que anima. En los periódicos me llaman el escritor de la posguerra que surte más efecto. Yo no lo veo de esa manera. No quiero que me sobreestimen. La verdad, he logrado más de lo que me pude imaginar al comienzo.
María Paulina Ortiz
Redacción EL TIEMPO
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