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Dios y el surrealismo / Opinión

Esta divertida e insólita coproducción de 3 países no debe considerarse una blasfemia.

Comedia religiosa nominada al Globo de Oro como mejor película extranjera, fue excluida del Óscar, donde pudo haber sido digna competencia de la colombiana ‘El abrazo de la serpiente’. Divertida e insólita coproducción de tres países –Bélgica, Francia y Luxemburgo–, no debe considerarse una blasfemia, puesto que su singularidad radica en la farsa finamente construida que, sin reservas, nos aproxima a la esencia del estilo surrealista.
Dios, iracundo y vengativo, vive en Bruselas y desde un refugio computarizado maneja a su antojo, por internet, las fechas del deceso de cada humano. Padre autoritario de una niña dispuesta a borrar del sistema semejantes datos fatídicos y esposo de una abnegada diosa silenciosa, dedicada a bordar y a los oficios hogareños. La pequeña Ea, reencarnación femenina de Jesucristo, se hace acompañar de seis nuevos apóstoles y descubre en sus respectivos cerebros una música particular (Händel, Purcell o Trenet).
El surrealismo, específicamente belga, funciona como el choque de objetos y circunstancias reales en un espacio insólito. Por ejemplo, una mano amputada con dedos bailarines en el aire, que alterna con paisajes ilusionistas. Desde discípulos obsesionados por el sexo y una envejecida Catherine Deneuve enamorada de un gorila, pasando por manchas o agrupaciones de pájaros que flotan por cielos azules y forman extrañas figuras, hasta firmamentos bordados de flores en los créditos finales.
Bélgica, el país más surrealista de Europa, y quizás del mundo, trae testimonios vivenciales de naturaleza insólita y juguetona, siempre en contacto íntimo con su bella campiña. Del realismo no mágico, sino maravilloso, tierra de René Magritte y Paul Delvaux, nos aporta una estilística similar al hiperrealismo. Todo buen cinéfilo evoca el encanto femenino de cuatro generaciones matriarcales (Antonia) o cierta ‘Vida en rosa’ del niñito que soñaba con muñecas y veía el mundo bajo tal óptica.
El cine clásico belga, de naturaleza francófona y flamenca, brinda metáforas históricas de universos pintorescos en la disyuntiva regional de sus ciudadanos. Más allá del realismo humano de los geniales hermanos Dardenne, el cineasta Jaco Van Dormael se convirtió en director de culto a partir de su ópera prima, ‘Totó, el héroe’ (1991), y prosiguió con ‘El octavo cielo’ –una historia de amor ‘fou’ (loco) entre niños discapacitados–. Esta vez interviene ‘La última cena’ de Da Vinci hasta completar 18 personajes extravagantes en torno a una deliciosa reinvención de la locura divina.
MAURICIO LAURENS
Para EL TIEMPO
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