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Santa Fe confirma presente glorioso con su primera copa internacional

Tras un 0-0 en 120 minutos y con victoria en penaltis sobre Huracán, alcanzó la Copa Suramericana.

PABLO ROMERO
No podía ser de otra manera. Tenían que pasar 45, 90, 120 minutos, una tanda inclemente de penaltis, un partido eterno –toda una vida– para que los santafereños pudieran desatar ese grito único e inmortal, el grito de campeones de la Copa Suramericana.
Qué importó que vivieran ese partido final contra Huracán paralizados, inertes, sin respiración, sin parpadeos, en medio de oraciones, súplicas y lamentos, si al final pudieron desatar esa tensión contenida.
Fueron los penaltis, esa vil ruleta que tantos desastres le ha causado a la humanidad del balón, los que destrabaron ese partido interminable e iluminaron esa fría y angustiada noche bogotana. Tres fallos de Huracán determinaron la historia. Solo entonces esos jugadores exhaustos de Santa Fe sacaron sus últimos alientos para correr en manada, como una jauría de leones que son, para encontrarse en un abrazo feliz, eterno, emocionante. (Vea: Las mejores imágenes de la Final de la Copa Sudamericana)
No podía ser de otra manera. Claro, es Santa Fe. Sus hinchas, los miles presentes, los millones ausentes vivieron un partido propicio para su historia. Fueron 120 minutos con los corazones agotados de tanto latir. Quizá con las almas queriendo entrar a la cancha a ayudar a sus guerreros. Solo entonces, después de ese partido eterno, los santafereños recuperaron el aliento, los signos vitales, guardaron el alma y desataron su euforia.
El 0-0 de la ida fue solo una ventaja, no una sentencia. Fue un partido de dos finalistas tímidos, atornillados en el césped. Sin duda, las hazañas veían la final desde el palco, no asomaban; la épica debió refugiarse bajo esas tribunas, tímida, esperando ser invocada. ¿Y los milagros? Esos sí estuvieron merodeando El Campín, o cómo explicar que Ábila, el más peligroso de Huracán, el más letal, no concretara el regalo de Róbinson Zapata, que le dejó la pelota servida, comenzando el partido, cuando iban solo 50 segundos, cuando los hinchas más distraídos recién se acomodaban en sus sillas, cuando los jugadores recién se enteraban de que el partido había empezado… ¿milagros? La tanda de penaltis.
Las emociones fueron mínimas en 120 minutos; la tensión, dramática. Algunos tiros de esquina levantaron histerias, algunas pelotas quietas debieron desatar taquicardias, pero fueron emociones tenues, fugaces. El partido fue de una parsimonia desesperante. Con esos balones errados que delatan nerviosismo. Con esos balones que rebotan en las piernas.
Un centro de Seijas al área, al que no llegó Angulo, fue el detonante para que la afición respirara hondo, despertara. Entonces Angulo, como queriendo tomar venganza del palazo en el juego de Argentina, tuvo otra opción, esta vez en un tiro de esquina; se elevó como un rascacielos y desde arriba clavó un cabezazo certero, pero esta vez se lo detuvo el portero.
Huracán no se animó. El minuto de adición del primer tiempo terminó siendo eterno, una tortura. 15 minutos después, Santa Fe entró a la cancha con algo más parecido a su furia, con otra actitud. Se acordó de que era una final y que era Santa Fe. Borja reemplazó a Angulo. Seijas comenzó a despertar. Roa también. Y la gente comenzó a cantar más fuerte.
Pero faltaba la jugada mágica. El gol sacado debajo del sombrero. El delirio siguió contenido, atorándose en la garganta de esos 30.000 cuerpos que en las tribunas pasaban escalofríos y quizá sudaban más que sus tímidos héroes en la cancha.
Afortunadamente, Huracán no soplaba. Parecía querer prolongar la batalla hasta el alargue, hasta la pesadilla de los penaltis.
Entonces desde la tribuna sur nació un clamor: “Omaar-Omaar”. Era una plegaria colectiva, quizá la última salvación a la que podían aspirar. Omar, el capitán, ingresó a los 71 minutos; aunque poco o nada pudo hacer, con su presencia cualquier genialidad está latente.
Santa Fe, liderado por su hombre insignia, se fue de frente a ese Huracán. Pero ninguna estrategia surtió efecto. El tiempo corrió más rápido que esos 22 futbolistas. Los 90 minutos fueron historia. Luego, no hubo tiempos extra, sino dos suplicios adicionales. Y los penaltis.
“Rufay, Rufay” rugió el pueblo cardenal, avivando a su arquero, para que supiera que no estaba solo. Los jugadores se pusieron de rodillas, abrazados. La hinchada, paralizada. Entonces Rufay Zapata tapó el primer cobro, Omar anotó el suyo –a eso entró el capitán–, Huracán estrelló el siguiente cobro en el travesaño y falló otro más... Seijas y Balanta acertaron. Era como si la épica hubiera salido de su escondite para favorecer, por fin, a Santa Fe.
No podía ser de otra manera, Santa Fe tenía que sufrir, como lo reclama la historia, solo que esta vez le mostró los colmillos al destino y desató ese grito altivo, enorme, eterno, el de ¡campeón!
PABLO ROMERO
Redactor de EL TIEMPO
@PabloRomeroET
PABLO ROMERO
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