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Fútbol Colombiano

Dígame: ¿por qué la Selección Colombia no juega todos los días?

La alegría de volver a un campeonato del mundo, luego de la brillante participación de Colombia en Brasil 2014, es compartida por grandes y pequeños.

La alegría de volver a un campeonato del mundo, luego de la brillante participación de Colombia en Brasil 2014, es compartida por grandes y pequeños.

Foto:EFE

Estos jóvenes deportistas son ejemplo de lucha y dedicación y nos inspiran a todos.

La verdad es que a mí no me gusta el fútbol, pero me encanta la Selección Colombia. Y ni siquiera sé cuándo es que juega.
No oigo ni veo las transmisiones de televisión, pero adivino qué día hay partido. Tampoco hay que ser muy astuto ni avispado para saberlo: salgo a la calle y la primera persona que veo venir es una señora joven, cargando en brazos a su niño y seguida de un perrito faldero. Los tres llevan puesta la camiseta amarilla. El perrito es el más orgulloso de los tres. Es obvio que hoy juega la Selección.
Además, después del partido no se necesita ser profeta ni hechicero místico para descubrir que ganó la Selección: basta con echarle una miradita a la cara de todo aquel que uno se tropiece en el supermercado o en las aceras, conocido o desconocido, para ver rostros sonrientes y amables, joviales y corteses, acogedores y simpáticos.
Desaparece por un día la agresividad. Se esfuma por unas horas la virulencia. La famosa intolerancia colombiana –que ahora llaman “polarización”– le abre paso a una confraternidad risueña. Los extraños saludan, te dicen “mi hermano”, te dan una palmadita en el hombro, te preguntan por la familia, te ceden el paso en las esquinas.
Por eso fue que el otro día, en una reunión de amigos, propuse que, para cambiarle esa cara amarga al país, para darle un rostro más amable, para que haya más armonía y cariño, sería bueno que la Selección Colombia jugara todos los días. Pero los que saben de fútbol me explican que eso es físicamente imposible. Lástima.

El verdadero ejemplo

Cada día crecen más los escándalos de corrupción, y, sin caer en generalizaciones que serían injustas, hay que reconocer que el país se estremece con las noticias de congresistas que se roban el dinero destinado a los enfermos indigentes o la alimentación de los escolares más pobres, y se descubre que ilustres magistrados de las cortes más encumbradas andan vendiendo sus sentencias.
Las más insignes empresas de ingeniería consiguen los contratos del Estado a punta de sobornos. La gente se indigna con la monstruosa ola de corrupción. El país se polariza, grita, surgen los demagogos que intentan capitalizar la rabia.
Entonces, en medio de la confusión y la podredumbre, aparecen, como en un milagro bíblico, esos humildes muchachos de la Selección Colombia y demuestran que son un auténtico ejemplo de superación y de lucha. No fueron a las mejores universidades de Colombia y del mundo, como algunos de los ladrones de la política, y a varios de ellos sus padres ni siquiera pudieron pagarles una escuela primaria, pero son el verdadero modelo que deberíamos seguir.
Hay en la Selección Colombia algunos jóvenes que en su adolescencia eran tan pobres que tuvieron que jugar fútbol sin zapatos. Iban a entrenar a las dos de la tarde sin haber podido desayunar. Pero, superando todas esas adversidades y las zancadillas que les puso el destino, gracias a su esfuerzo y a su dedicación, hoy merecen el respeto y la admiración no solo de su propio país, sino del mundo entero.
Ellos son el espejo en que deberíamos mirarnos, y no esos rufianes vestidos de paño inglés que echan discursos en el Senado mientras saquean el escaso presupuesto destinado a los hospitales.

El aguardiente y la perra

Más allá de los excelentes resultados deportivos que nos tenía reservados, este campeonato mundial de fútbol fue una genuina lección para nosotros, los colombianos. No solo por los jugadores, sino, además, por las lecciones que aprendimos de los propios aficionados que viajaron a Rusia.
Miren lo que pasó. Comenzando el torneo, cuando el árbitro apenas estaba haciendo sonar su silbato para que empezara el primer tiempo, estallaron varios alborotos que implicaban a espectadores colombianos como protagonistas de actos vergonzosos en los estadios rusos.
No habían terminado de abrir las puertas de las graderías cuando reventaron los dos primeros: el de los espectadores que engañaron a las autoridades y violaron las leyes, dándoselas de astutos, metiendo aguardiente de contrabando en las tribunas, camuflado en unos falsos binoculares, y el del villano que –el mismo día en que Japón venció limpiamente a Colombia– grabó en cámara a una señora japonesa poniéndola a decir, en castellano, “yo soy una perra”.

Más tontos que avivatos

A estas alturas de la vida ya no sé qué me causa más perplejidad, que hagan lo que hicieron o que, además de hacerlo, lo pregonen, creyéndose listos e ingeniosos, dignos de admiración y reconocimiento.
Como si violar la ley fuera una hazaña, o irrespetar a la gente fuera una proeza, entonces lo graban en sus celulares o en sus cámaras y salen corriendo a subirlo a las redes, a mandárselo al mundo entero, a divulgar su epopeya, a demostrar que son los más vivos, los avivatos, los más sagaces, lo máximo. ¿Encima de que lo hacen lo promueven?
Lo único que consiguieron fue que se les viniera el país encima. Bien hecho. La gente reaccionó de inmediato, por las mismas redes electrónicas, contra semejantes despropósitos. Es que, además de groseros, son tan tontos que pensaron que los iban a aplaudir. El exceso de maldad solo produce majaderos.

Ahí viene el saxofón

Vean ahora la imagen contraria. A la entrada del estadio, en un atardecer tibio del verano ruso, cuando los espectadores estaban haciendo fila para ver el partido de Colombia contra Senegal, aparece de repente un jovencito vestido con la camiseta amarilla. Esgrime un saxofón. Empieza a tocar un porro célebre, bullanguero y festivo:
Colombia, tierra querida, himno de fe y armonía…
Los asistentes, sorprendidos por aquel saxofonista mágico, primero se quedan pasmados. Después sonríen. Varios baten palmas y hacen coro. Los demás aplauden y algunos se ponen a bailar. Alguien saca a relucir una bandera tricolor que ondea, mecida por el viento, y hasta los cosacos rusos terminan bailando. Un amigo cariñoso tiene la gentileza de hacerme llegar el video de aquellas escenas y, mientras lo miro y lo oigo, cierro por un instante los ojos y tengo la hermosa sensación de estar viendo de nuevo al maestro Lucho Bermúdez.
Ese saxofonista sí es Colombia, Dios Santísimo, no el bellaco que llamó “perra” a la dama japonesa.

Música de ametralladoras

Lástima grande que en el país haya ahora más ametralladoras que saxofones y que, al contrario de lo que cantaba el maestro Lucho en aquellos tiempos, se nos hayan acabado ya la fe y la armonía. El ritmo que más se oye ahora es el de los tiroteos.
Como lo hemos corrompido todo, empezando por el lenguaje, vivimos repitiendo que el vivo vive del bobo, y que por la plata baila el perro, y que la ley es para los de ruana, y que, hecha la ley, hecha la trampa.
En el preciso momento en que el país se nos está desbaratando entre las manos, aparece, como en aquellas premoniciones milagrosas de las tragedias griegas, este grupo de muchachos de la Selección Colombia y nos han dado a todos semejante lección: la vida está hecha de disciplina, de valentía incansable, de superación, de esfuerzos titánicos para vencer la adversidad.
Aún estamos a tiempo de reaccionar para que volvamos al trabajo honrado, a la lucha diaria, al denuedo. Mientras los líderes políticos dividen al país, lo atomizan y lo corrompen; y mientras los congresistas corruptos son los encargados de investigar a unos magistrados corruptos que, a su vez, son los encargados de investigar a los mismos congresistas que los investigan a ellos, aparecen unos humildes jovencitos deportistas que nos están señalando el camino de la integridad y la unidad.

El sudor del pan

Voy hilvanando palabra a palabra esta crónica, y entonces pienso que, como es poco lo que podemos esperar de nuestra clase dirigente, la tarea educativa y moral para enderezar el futuro de nuestros hijos y nietos nos corresponde es a nosotros, los ciudadanos, empezando por la propia casa y la escuela.
En este preciso instante regresa a mi memoria la primera gran lección ética que aprendí en la vida. Tendría yo ocho o nueve años –lo cual demuestra que eso fue por allá en el siglo quince– y a duras penas levantaba una cuarta del suelo. Usaba pantalones cortos. Un domingo, día de mercado en el pueblo, mi madre me puso a atender clientes en el mostrador de la tienda que teníamos en San Bernardo del Viento.
–Debes empezar a trabajar –me dijo ella–, para que aprendas que el mejor ingrediente del pan que te comes no es la harina con que lo hicieron, sino el sudor con que te lo ganas.

Epílogo

Estoy tratando de transmitirles a mis nietos esa misma enseñanza. Y, para que veamos cómo ha sido de contradictorio nuestro país a lo largo de su historia, en estos días viene a visitarme un entrañable amigo al que no veo hace muchos años. Hablamos de la lección admirable que nos acaba de dar la Selección Colombia, de la disciplina, de la escandalosa corrupción nacional.
Mi amigo me cuenta que, distinto a lo que ocurrió aquel domingo con mi madre, a él sus abuelas trataron de enseñarle en la infancia la lección contraria. Le decían:
–En la vida hay que ser ricos, mijito. Ojalá trabajando; pero, si no es posible trabajando, en la vida hay que ser ricos, mijito.
¿Se dan cuenta? ¿Y todavía nos quejamos? Quiero terminar diciendo esto: si la Selección Colombia nos ha demostrado que podemos jugar limpio, ¿por qué nos pasamos la vida jugando sucio? Como si fuera poco, aparece el conmovedor homenaje de gratitud que el pueblo tributó al regreso de los jugadores. Por todo eso, voy a seguir insistiendo en que hallemos la forma de que la Selección juegue todos los días. Quién quita…
JUAN GOSSAIN
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