La migración a Buenos Aires es de parejas jóvenes.

Venezuela: Bitácora de una despedida

Éxodo de venezolanos

Venezuela: Bitácora de una despedida



Por: Ibis León
@ibisL


Solo en 2017 más de 600 mil venezolanos se marcharon a otros países de Surámerica huyendo de la crisis económica y política. El éxodo deja familias desmembradas a su paso y enciende las alarmas migratorias en los gobiernos del continente.




Primera estación: Caracas, Venezuela


José Antonio Suárez (86 años) todavía los espera en la mesa para comer. La costumbre le hace olvidar que no están en la casa. “A veces sientes que te los vas a encontrar saliendo del cuarto o crees que no salieron sino que están ahí en la habitación”, dice su esposa Violeta (76 años) sentada en la sala.

El silencio cubre todos los rincones de la casa dos semanas después de la despedida. Hasta Zoom, el perro guardián, se mantiene quieto, echado en el patio.

– Aquí está él –señala Violeta hacia la foto de niño vestido de uniforme escolar. Se le ve sonriendo junto a San Nicolás en un viejo álbum familiar.

– ¿Ese es Manuel? –pregunta José Antonio enfocando la vista en el retrato.

– Sí, ese es Manuel; y aquí están los tres chiquitos –le responde mostrando orgullosa a sus hijos.

El día de la despedida Violeta prefirió no acompañar a Manuel (38 años), a su nuera Yasodhara (24 años) ni a su nieto Thiago (1 año) al aeropuerto para ahorrarse lágrimas.

Papá, mamá e hijo parten. Manuel dice que la despedida duele, pero está tranquilo. Foto: Ángel Colmenares.

“Les di unas medallitas y les dije que se pusieran en manos de Dios. Hicimos el almuerzo como todos los días, con un poquito de vacío por dentro y desazón. Pero sin decir nada para que no se preocuparan”, recuerda.

“Lo más difícil es la soledad. Ya hemos pasado por esto, pero siempre al quedar uno aquí amortiguaba...y el que quedaba era Manuel… Tienes la casa completamente llena y de repente, se queda vacía”, interviene José Antonio.

El hombre de 86 años se para en el marco de la puerta y ve el césped alto y las flores secas.


***

La canción que sonaba ese día en la radio fue una revelación para Yaso justo cuando se despedía de sus padres y hermano: “Al norte del sur donde las flores nacen sin que sea preciso primavera/ aún los niños juegan y la mayor riqueza son ellos. ...No lo dejes morir porque un cielo como este y una tierra como esta/ jamás nos la regalaran/ No lo dejes morir/ porque ¿qué le entregaras a tus hijos cuando crezcan?/ jamás te lo perdonarán”. La emblemática canción “Al norte del Sur” -de Franco de Vita y de Simón Díaz- cobra un nuevo sentido para los venezolanos hoy.

“Escuchas a Simón Díaz y te sientes regañado (…) No es fácil irse y dejar a los tuyos aquí. Me gustaría quedarme a construir esa mejor Venezuela, y aunque sabemos que lo intentamos todo, quizás en el fondo siempre vas a sentir que pudiste hacer más”, afirma Yaso.

Ella, publicista; él, técnico superior en turismo trabajaban en una empresa de helados sin gluten y sin azúcar ocho horas al día para ganar un sueldo equivalente a 2 dólares al mes.

El costo de la vida los obligó a renunciar. “En la crisis o lloras o haces pañuelos así que decidimos crear una empresa que se llama Emprende y Vende. La idea era impulsar los productos de emprendedores venezolanos en el mercado. Empezamos a trabajar con una marca de mermelada sin azúcar, le conseguimos tiendas, nuevos clientes, pero el dólar empezó a pasar la barrera de los 100 mil bolívares y toda la materia prima que utilizaban la compraban en dólares. Los presupuestos duraban 24 horas y las tiendas ya no querían comprar la mermelada sino salir de ella porque muchas estaban cerrando”, relata Yaso.

Días antes de irse empezaron a grabar los espacios de Caracas, los supermercados y las autopistas con la idea de mostrarle a Thiago su ciudad natal, su casa, su perro y sus abuelos que se vieron forzados a dejar.

Dentro del carrito metálico está el bebé de un año. Yaso recorre los estantes vacíos del local. “Lo único que querías era galleta y es lo único que hay. De este lado solo galletas y de este lado nada”, le explica al pequeño en uno de los videos caseros

“Así están los anaqueles un día antes de irnos. Esa es otra de las razones por la que nos vamos ¿ok? Te sigo mostrando, 400 gramos de queso cuestan 234 mil bolívares. Más del sueldo” dice en otra grabación.

En 2015 84.777 venezolanos se marcharon a otros países de Suramérica: Colombia, Chile, Argentina, Brasil, Ecuador, Perú, Bolivia, Uruguay y Paraguay. Dos años después, en 2017, suman cientos: 629.261 venezolanos, precisa la Organización Internacional para las Migraciones (OIM).

Argentina, el destino escogido por Manuel y Yaso, recibió tres veces más venezolanos en 2017: de 12.856 venezolanos en 2015 a 41.492 en 2017.

La revisión de los pasaportes, el temor siempre subsiste. Todo está en regla pero el éxodo mantiene alertas a las autoridades. Foto: Ángel Colmenares.


Segunda Estación: Puerto Ordaz, Ciudad Guayana, Venezuela


4.801 kilómetros. 22 horas. 1.320 minutos.

– ¿A dónde van? –pregunta el militar escudriñando con la mirada el interior del vehículo desde la ventanilla.

– A Boa Vista –responde el conductor.

– ¿Son brasileños? –interroga el sargento.

– Somos venezolanos –interviene Manuel.

– ¿Van a pasear? –insiste.

– Se van a Argentina –dice Luis detrás del volante. No es la primera vez que le toca trasladar a paisanos que deciden emigrar. Y por lo visto, no será la última.

– Ah (…) se van.

– Sí –susurra Manuel y Yaso confirma con la cabeza sosteniendo a Thiago en sus brazos.

– Les deseo mucho éxito y bendiciones, ¿oyeron? –dice el soldado como quien está acostumbrado a despedirse y un tímido gracias concluye el intercambio.

Manuel y Yaso están a 305 kilómetros de la frontera entre Venezuela y Brasil. Están convencidos de que al cruzar La Línea o El Charco –como le llaman al límite que separa a ambos países– estarán a salvo aunque para llegar tendrán que pasar por cinco pueblos mineros más, en los que la depredación de la tierra, las mafias y el contrabando de oro y de combustible son la ley.

“No todos los guardias son malos. Yo me he puesto a conversar con algunos y les preguntó ¿por qué no hacen nada? y siempre me dicen que es porque tienen que cumplir órdenes”, comenta Luis, el conductor, a sus pasajeros pensando todavía en el hombre de uniforme que les deseó buena suerte. Pero ni Yaso ni Manuel creen en ellos.

Ese uniforme verde oliva fue la insignia de la represión por cuatro meses consecutivos en las tres principales autopistas de Caracas: la Francisco Fajardo, la Francisco de Miranda y la que los llevaba a casa en Caracas: la Prados del Este.

En total fueron 6.729 manifestaciones -desde el 1 de abril hasta el 31 de julio de 2017 en todo el país- equivalente a 56 protestas diarias, y 160 fallecidos, según el Observatorio Venezolano de Conflictividad Social. Aunque el Gobierno de Nicolás Maduro solo reconoce 142 asesinatos.

“Me siento culpable por irme. Pero lo intentamos todo. Manuel era uno de los que salía a manifestar hasta que yo le dije que no lo hiciera más porque estaban matando a las personas y luego me quedaría sola con Thiago”, el tono de Yaso cambia, ahora es más lento y agudo.

“Después de ver a todas esas personas a las que no conoces, morir: se convierten en una parte de ti (…) Vamos olvidando muy rápido. No puedo dar la vida por un país que no me ofrece nada. Es absurdo sentir que cruzando la frontera te vas a sentir más seguro”, el llanto quiere brotar de las palabras, pero Manuel se lo traga.


***

Por la ventana del vehículo van pasando paisajes, carreteras de tierra y vegetación descontrolada. Los pueblos mineros del camino se parecen entre ellos. Es tierra en la que solo se acepta oro o dinero en efectivo y el pranato -nombre por el que se conoce a quienes dirigen las bandas criminales en Venezuela- impone su ley.

La pobreza de sus calles contrasta con el yacimiento de oro más grande de Venezuela aledaño a la población.

El oro es tan común en estos pueblos mineros que se pagan unos cuantos gramos del metal precioso a cambio de unas pinceladas de acrílico y esmalte de uñas.

A través de las rejas de improvisados abastos se exhibe otro tipo de oro: la harina de maíz que escasea en el país. Aceite, mantequilla, pasta dental y café son otros productos alimenticios y de higiene que desaparecieron del mercado, pero que se pueden comprar al triple de su precio y en efectivo en este pueblo.

En Las Claritas -uno de estos pueblos- un paquete de harina para hacer arepas equivale al billete de más alta denominación en Venezuela, el de 100 mil bolívares, aunque el precio que marca el empaque es de 27 mil bolívares.

Es la primera vez que Yaso y Manuel entran a esta tierra y tal vez sea la última. Pero el conductor acelera y no deja que ninguno se baje del vehículo porque “es muy peligroso”.

Atraviesan Las Claritas para ir a parar al “kilómetro 88” a la máxima velocidad que permite el camino. “¿Ven esos bolsos?, eso es efectivo que tienen ahí”, señala Luis desde su puesto de piloto mientras deja atrás la zona minera.

Poco a poco la vegetación se apropia de la vía y un cartel se divisa en el camino: es la entrada al Parque Nacional Canaima.

“Es como si te abrieran el telón y aparece la sabana”, dice Manuel mientras observa hipnotizado la carretera que los adentra a la Gran Sabana, una inmensidad vegetal que cubre 10.820 kilómetros cuadrados de superficie y exhibe las montañas más antiguas del mundo: Los Tepuyes o la morada de los dioses para los indígenas protectores del territorio.

“Nos vamos con la postal más hermosa de Venezuela y del sitio que no pudimos conocer. Era nuestro sueño y, bueno, todavía lo es, subir al Roraima. Ya lo haremos cuando Thiago esté más grande y vaya con su morral”, expresa Manuel con una sonrisa.



Tercera estación: Santa Elena de Uairén, Bolívar, Venezuela

4.537 kilómetros. 17 horas. 1.020 minutos.

El dinero se vuelve nada. Los bolívares apenas resultan ser un bulto que al cambio por reales (moneda de Brasil) es escaso para seguir el recorrido. Foto: Ángel Colmenares.

El trocador –persona que cambia bolívares por reales en la frontera- grita desde la acera: “¡Son 40 mil por transferencia!”. El conductor hace un gesto positivo con la cabeza y acelera. La meta es sellar los pasaportes antes de que caiga la noche. Pero ya el sol empezó a ocultarse.

“Ya cerramos, vengan mañana”, responde la funcionaria de migración acentuando un no rotundo con la cabeza ante la insistencia de los viajeros.

A Yorman Quintero (27 años), Deybes Peña (32 años) y Luis De Abreu (21 años) también les cerraron la frontera en la cara. Sus historias se entrelazaron con las de Yaso, Manuel y Thiago antes de recorrer los 600 kilómetros que los trajo hasta La Línea.

Se conocieron a través de las redes sociales. En Venezuela han proliferado grupos de Facebook y Whatsapp a través de los cuales, los potenciales migrantes intercambian datos pidiendo consejos sobre métodos de transporte, precios, hospedaje y hasta los más pequeños detalles. Cada conversación es una ventana de la diáspora. Deybes hizo el contacto a través de Whatasapp para que los cruzaran en carro hasta Boa Vista y todos aceptaron. Fue un pacto de pura confianza. Ninguno se conocía ni se había visto en persona antes del viaje.

Esa noche descansaron en Santa Elena de Uairén, el último poblado venezolano ubicado a 20 kilómetros de Brasil. Salua Nasser lo conoce mejor que nadie.

Como encargada de la posada La Frontera* a Salua le ha tocado ayudar a los que se van, lo hace con la intención de devolver el apoyo que su padre recibió al llegar de Siria hace más de 30 años.

Cuando su esposo Luis la llama, ella sabe que tiene que preparar un par de habitaciones para los viajeros que él transporta y así completar el servicio.

Sol Moreno* (59 años) trabaja como doméstica en La Frontera y se les desparraman las lágrimas por la cara antes de decir la primera palabra. No tiene donde dormir. Hace una noche, unos guardias la sacaron del galpón que le servía de refugio junto a cinco venezolanos más.

Salió de Maracay, estado Aragua, con pocos bolívares en el bolsillo y con la ilusión de hacer dinero para cruzar la frontera y mantener a su mamá de 82 años, a su hija embarazada de 20 y a su nieta de 4.

“Ya no teníamos qué comer por eso me fui”, logra decir con la voz entrecortada. Su trabajo como mucama le permite ahorrar para comprar reales (moneda brasileña) y apenas comer.

De poder enviarle un mensaje a su familia Sol les diría: “Esperen por mí que pronto voy a buscarlos”.


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Es la segunda vez que Deybes se separa de su familia. Empezó de cero en Ecuador en 2017 cuando las cuentas ya no le daban para mantener a sus hijos.

Aunque es licenciado en Ciencias Políticas y estudiante de Derecho al llegar a Quito tuvo que aprender a hacer platillos españoles en una semana para trabajar como cocinero. Pero la xenofobia pudo más. “Me gritaban en la calle ¡vete a tu país! Una vez, en una entrevista de trabajo la jefa me dijo que no le caían los venezolanos simplemente por ser venezolanos”, cuenta.

En su segundo intento se fue a Argentina. “Lo más difícil de emigrar es la soledad; por eso todos se van con la esperanza de regresar”, expresa. Yorman tiene la misma ruta que Deybes: vuelo de Caracas a Puerto Ordaz, viaje en carretera hasta Boa Vista, vuelo de Boa Vista a Foz do Iguaçu y más kilómetros en carretera hasta Buenos Aires. Son amigos de la infancia. Se va con $500, que espera le alcancen para todo el viaje, sin poder terminar su licenciatura en Letras.

Luis es el menor del grupo. Con apenas 21 años ha intentado emigrar tres veces. Primero vivió en Panamá, luego en Colombia, pero no pudo obtener permiso de trabajo ni de permanencia regular por las estrictas normas migratorias, ahora lo intentará una tercera vez en Argentina. Era estudiante de ingeniería mecánica cuando comenzaron las protestas contra el gobierno de Nicolás Maduro en 2014 y la universidad se fue a paro técnico. Escogió Argentina porque quiere volver a estudiar.



Cuarta estación: La Línea, frontera entre Venezuela y Brasil


4.506 kilómetros. 16 horas. 960 minutos.

Los venezolanos hacen la fila en la carretera, esperando el turno para entrar a la oficina de migración. Foto: Ángel Colmenares.

La Línea es la frontera entre Venezuela y Brasil y la puerta de salida de 500 venezolanos que huyen del hambre todos los días.

Natalia Bastardo es la N° 105. Tiene la cara y los brazos quemados por el sol. Viene de Anaco, estado Anzoátegui, pidiendo colas –aventones en Venezuela- y a pie. Los 20 kilómetros que separan a Santa Elena de la frontera los caminó con su bolso a cuestas.

“Yo les pedí perdón a mis hijos antes de irme, pero tenía que hacerlo. Ya había vendido todos los corotos de mi casa para comer. Ya no teníamos más nada”, dice temblando.

En sus labios resecos se nota la deshidratación y en sus frases cortas el agotamiento. “Lo más difícil del camino es el hambre”, suelta.

Sus pies magullados resaltan por las sandalias adornadas con flores sintéticas del color de la bandera venezolana.

La mujer está agotada, se lanzó a la aventura sin dinero, sin comida, con la claridad de que su familia en Venezuela está peor. Foto: Ángel Colmenares.

Natalia no tiene los 120 reales que le exigen los funcionarios brasileños para entrar al país más grande de Latinoamérica. Pero confía en que algún paisano se los preste solo para cruzar La Línea.

Mientras Natalia intenta pasar como sea, Yaso, Manuel y Thiago se encuentran con Deybes, Luis y Yorman para hacer una última parada en el monumento que separa los dos países. Es un día soleado y la bandera venezolana ondea rasgada y deshilachada junto a la brasileña que está intacta. “Así está el país”, dice Luis señalando la bandera rota y todos afirman con la cabeza en silencio.


***

El trocador -o cambista- no quiere que lo graben. Se oculta debajo de un sombrero grande de paja mientras replica la forma mecánica de una contadora de dinero con el fajo de billetes entre los dedos.

Si el billete es inferior a $50, el trocador calcula el cambio a 2.7 reales por dólar. Pero si es de $50 o de $100 entonces paga 3.2 reales por cada verde americano. Así, 100 dólares equivalen a 320 reales.

Si la compra se hace con bolívares el costo del real cambia de un día a otro. La mañana de este 1 de febrero de 2018 cuesta 38 mil bolívares en efectivo. Hace seis meses costaba 2 mil 500 bolívares.

En la oficina de migración y extranjería de Brasil los viajeros que tienen pasaporte y pasajes aéreos hacen una fila preferencial. Yaso y Manuel se demoran 20 minutos en sellar sus documentos de identidad, están a punto de emigrar.



Quinta Estación: kilómetro 100, en Brasil


4.406 kilómetros. 15 horas. 900 minutos.

Los venezolanos apostados en las líneas fronterizas luces cansados luego del largo viaje para salir de su país. Foto: Ángel Colmenares.

Los cinco caminan por el borde de la carretera. Hace tanto calor que las suelas de los zapatos se calientan dentro del carro y sobre el asfalto se siente como si los pies estuvieran envueltos en llamas.

La familia de cinco se detiene solo cuando ve pasar la camioneta. Fatigados por el sol levantan los brazos para detenerla. No quieren caminar hasta el kilómetro 100.

Desde la camioneta el fotógrafo, que viaja con cinco personas más, les pide que cuenten su historia. “¿Por qué están caminando?”, les pregunta, pero les da miedo responder. Apenas admiten que van a buscar refugio en Boa Vista, la capital del estado brasileño de Roraima donde se refugian 40.000 venezolanos, según datos del ayuntamiento.

Son cinco días de viaje a pie para llegar al kilómetro 100. Por eso Jesús Vívenez no duda al afirmar que los osados que atraviesan a pie el interminable trayecto lo hacen “porque no saben lo que les espera”.

El zapatero trabaja de lunes a lunes en este kilómetro a un costado de la carretera y calcula que ve pasar a 400 venezolanos todos los días. “Han llegado con los pies hinchados. El dolor y el hambre se les nota en la cara”, lamenta.

Los que caminan sobreviven por la comida y el refugio de las comunidades indígenas que los auxilian por el camino. Pero después del kilómetro 100 les espera seis días más en medio de la nada. “No hay un solo caserío en todo eso. Es imposible llegar a Boa Vista caminando”, advierte.

Vívenez también es venezolano, pero obtuvo la residencia legal en Brasil hace un par de años. Ahora ayuda con lo que tiene a los desplazados de su país.

“Ellos vienen agotados y con hambre, entonces yo voy y busco la comida que sobró del día y les preparo unas bandejas (…) Cuando veo que vienen con niños pequeños a mí eso me pone mal porque recuerdo a mis nietos”, expresa.

El éxodo de venezolanos es algo que no había visto nunca en sus 50 años de vida. Pero ahora lo vive todos los días.

Brasil recibió 17.865 solicitudes de refugio de venezolanos en 2017. El Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) señaló que es el segundo mayor destino de venezolanos que piden refugio en el exterior.

Vívenez aún conserva una tarjeta de la misión de Acnur que visitó Brasil en el bolsillo de su pantalón. También guarda la esperanza de que regresen a ayudar.

La entrada de venezolanos, a través del Estado de Roraima, se incrementó en los dos últimos años y alertó a la Acnur en 2017 que envió una comisión a investigar el fenómeno.



Sexta Estación: Boa Vista


4.306 kilómetros. 13 horas. 780 minutos.

La familia llegó a la frontera con Brasil. Está lista para tomar un avión que los llevará a Buenos Aires. Foto: Ángel Colmenares.

Los alrededores del terminal de autobuses José Amador de Oliveira, donde acaban de llegar Manuel y su familia, parecían un campo de refugiados hace dos meses en Boa Vista. Hasta en los árboles cercanos a la estación de autobuses dormían venezolanos colgados de hamacas.

“El gobierno de Brasil los sacó de aquí en diciembre”, comenta Luis. Pero aún quedan algunos viviendo en plazas cercanas, desorientados.

Manuel se acomoda el bolso en el que redujo 38 años de existencia en la espalda y se repite así mismo: “la nostalgia ya pasó un poco”. A él a Yaso y a Thiago les espera un viaje de 12 horas en carretera hasta Manaos, la capital del Amazonas brasileña, donde abordarán un vuelo hacia su nueva casa: Buenos Aires.

Luis les ayuda con las maletas y como un familiar más los abraza antes de despedirse. Esta vez no hay lágrimas.

“En 12 horas se ganan nuevos amigos”, dice el transportista antes de regresar a Venezuela.


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Luis ha cruzado a 312 venezolanos en la frontera. Comenzó trasladando a sus sobrinos y luego empezó a recibir llamadas de desconocidos que le pedían ayuda para salir de Venezuela.

“Me fueron recomendando y compartiendo mi número de teléfono hasta que se convirtió en un trabajo de tiempo completo”, recuerda. Desde junio hasta diciembre de 2017 despidió a 192 personas y solo en enero de 2018 trasladó, con el apoyo de un cuñado y de un primo, a 120 más.

“Lo que más me impacta es ver que son profesionales jóvenes. Son talentos que están saliendo del país. Ingenieros, químicos, publicistas, abogados”, responde.

Chile y Argentina son los destinos que más escogen.

Los 150 dólares que cuesta alquilar su carro de Puerto Ordaz a Boa Vista –otros transportistas cobran la misma tarifa por cada pasajero- cubren la logística que organiza meticulosamente para asegurar los 200 litros de gasolina que necesita, cambiar el aceite, los filtros o los cauchos; pagar la comida que consume en el camino y ahorrar.

Luis también quiere buscar una mejor vida para su familia en otro país. “Pero ¿quién me va a llevar si yo soy el que los lleva?”, bromea.

Cuando habló con su hijo de 10 años sobre sus planes para emigrar, el niño le dijo una frase que lo descolocó: “Si todos nos vamos ¿quién se va a quedar luchando por el país?”, repite y se le empapan los ojos que mantiene fijos en el camino. El mismo camino que ha recorrido al menos unas 100 veces. “Yo amo a mi país. Quisiera ganar dinero afuera y volver para invertir”, expresa sin dudar.

Los que cruzan la frontera con Luis terminan creyendo -por un par de horas- que se trata de un paseo o de un paquete turístico al sur del estado Bolívar. Durante el trayecto hace paradas para mostrar los tepuyes, las cascadas naturales o algún paisaje que vale la pena guardar como en una postal. El lugar donde se juntan los colores deseosos de reencontrarse con el Río Caroní y su resonante caudal de agua dotada de una vida misteriosa y de un azul profundo tan azul que hace blanco el cielo, como lo describió Rómulo Gallegos en su novela Canaima.

“Yo amo la Gran Sabana y comparto ese sentimiento con ellos. Quiero que las personas con las que viajo sientan y vean que se están yendo por la puerta grande de Venezuela”.



Por: Ibis León
@ibisL