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Música y Libros

El culto al orden deja de ser una religión incontestable

Existe una mirada romántica del desorden donde este es elevado a la categoría de flexibilidad, creatividad y desafío.

Existe una mirada romántica del desorden donde este es elevado a la categoría de flexibilidad, creatividad y desafío.

Foto:123RF

Una nueva tesis reivindica el caos como elemento fundamental para los procesos creativos.

Juan Carlos Rojas
“Es muy desordenado”. La gente lo dice así, con un tono que va del repudio a la resignación. Como crítica después de que alguien pregunte, por ejemplo, sobre algún defecto de la pareja. Sí, ser desordenado siempre fue sinónimo de algo malo, criticable. Hasta hoy.
Hace pocas semanas, un libro volvió a posar la mirada sobre el tema. Después del culto al orden que transformó a la japonesa Marie Kondo en la gurú internacional de la organización con su archivendido libro ‘La magia del orden’, llegan los detractores. El más reciente –camino a transformarse también en ‘bestseller’– es ‘El poder del desorden’, de Tim Harford, un economista inglés que suele ser orador en las charlas TED y se caracteriza por ser lo menos parecido a un economista, en el sentido clásico. Harto de la mala prensa que persigue a los desordenados, Harford se puso a investigar sobre el caos que muchas veces termina siendo fundamental para que las cosas sucedan.
Así fue como Harford se erigió en uno de sus adeptos y defensores del caos: “El desorden activa la creatividad, fomenta la resiliencia y, en general, saca lo mejor de nosotros. Los éxitos que admiramos se basan a menudo en fundamentos caóticos, incluso cuando no son evidentes a simple vista. Defenderé el desorden no porque piense que es la respuesta a todas las preguntas de la vida, sino porque creo que tiene muy pocos defensores. Y porque hay algo de magia en el desorden”.
Reconozcámoslo: el desorden tiene mala prensa y hasta es causante de rupturas de amistad y de pareja. “Se asocia con desidia, la pereza, la fealdad, la dejadez y el descontrol, dice Federico González, director de la maestría en Psicología Organizacional de la Universidad Abierta Interamericana (UAI). Le tememos al desorden como le tememos a la pobreza, a la degradación y a la vejez, y porque es una medida del descontrol.
Sin embargo, también existe una mirada romántica del desorden donde este es elevado a la categoría de flexibilidad, creatividad y desafío. El desorden entonces es sinónimo de juego o ‘puzzle’ de ideas, donde el disfrute parece proporcional al caos que se pretende ordenar. En similar sentido, el desorden se asocia a la transgresión, al desacartonamiento, libertad, antiestereotipo, etcétera, y, concomitantemente, se amolda a los arquetipos del bohemio, el artista libertario, el anarquista y el ‘científico loco’ ”.
Esta última concepción romántica del desorden es, precisamente, la que toma Harford en su último libro. Allí el economista sostiene que a menudo caemos en la tentación de actuar de forma ordenada cuando nos iría mejor aceptar cierto grado de desorden. “Sucumbimos a la tentación del orden en nuestra vida diaria. Al parecer, la necesidad innata de crear un mundo ordenado, sistematizado, cuantificado, claramente diferenciado en categorías, planificado y predecible es útil. De otra forma no sería un instinto tan arraigado. Pero con frecuencia nos seducen tanto las ventajas del orden que no apreciamos las virtudes del desorden: todo aquello desorganizado, sin cuantificar, descoordinado, improvisado, imperfecto, incoherente, crudo, abarrotado, aleatorio, ambiguo, difícil o, incluso, sucio”.

Nos forman en la necesidad innata de crear un mundo ordenado, sistematizado, cuantificado, claramente diferenciado en categorías

El caos originario

Desde la filosofía, Darío Sztajnszrajber plantea que hay distintas teorías que hablan del desorden como lo originario. “En los textos primeros de Occidente ya está anunciado. La Biblia dice que el mundo viene desordenado y que Dios le da a Adán el poder para ordenarlo con el lenguaje. Y Anaximandro, en el mundo griego, decía que el principio de todas la cosas es lo indeterminado –dice el filósofo–. En el principio está el desorden: el orden es siempre algo posterior que viene a meter mano en lo dado. El orden aparece en una segunda instancia frente al vértigo que causa lo desordenado. El orden nos da el control, nos hace poderosos. El desorden no permite una administración eficiente del control ya que lo desordenado es inasible, se mueve siempre, se desmarca”, dice el filósofo, ensayista y profesor universitario. Por eso, para Sztajnszrajber transgredir el orden artificial e impuesto es recuperar lo auténtico, algo propio. Eso hace a una persona.
Para el psiquiatra Pedro Horvat, al nacer somos profundamente desordenados. “Nuestras asociaciones mentales y deseos son desordenados. Aprendimos a formar fila para izar la bandera, a guardar los útiles en la cartuchera y a saludar a la maestra cuando llega. El orden en sus infinitas formas llega a nuestras vidas como el precio que pagamos por la socialización. ¿Cuál es el costo? La espontaneidad. El orden será para siempre el filtro de nuestro albedrío”.
Evitando los extremos, Horvat sostiene que el orden puede ser eficiente, mientras que el desorden puede ser creativo. “Por algo los suizos son relojeros y los italianos, diseñadores. Para poder crear hay que atreverse a cruzar la barrera de lo establecido; solo del desorden de lo conocido puede nacer algo nuevo –plantea–. El proceso de la creación obliga a tolerar el desconcierto y a sumergirse en el desbarajuste, para volver a tierra firme con una idea. El orden y la creatividad siguen caminos que se separan: uno va hacia lo estable y el otro, hacia lo incierto”.
Entonces, ¿es necesario el orden para el ser humano? Para Sztajnszrajber, no. “Yo no creo en la necesidad. Se construyen formas de ver y de ser en el mundo. Esa idea de tratar de naturalizar o normalizar ciertas estructuras hace que al orden se lo coloque como una necesidad. Esa metáfora de normalidad en el orden convive con el desorden originario y pone en evidencia esa tensión. Lo propio del humano es, precisamente, esa tensión entre el desorden originario y un orden impuesto”.
Para Horvat, en cambio, tanto uno como otro son necesarios: “La realidad es que no podemos prescindir de ninguno de las dos, por lo que tendremos que vivir luchando por mantener un equilibrio que es, en definitiva, la tensión entre las exigencias internas y las externas. Como siempre, hay fanáticos de uno y otro lado: los obsesivos elevan el orden a la categoría de religión y juran que con ello sacan ventaja, mientras que, horrorizados por ese mundo aburrido, los ‘hippies’ de los años 60 intentaron lo contrario”.
Y, aunque hay quienes reivindican el desorden, también hay quienes reconocen el valor de aquel que organiza el caos creativo. “Es tentador hacer una apología del desorden, pero también es cierto que en esas aguas turbulentas muchos naufragan. Así como el orden como valor absoluto es asfixiante y cercena nuestra espontaneidad, el desorden por sí solo no es más que barullo. Después de todo, el progreso de la humanidad tiene una deuda con la legión de desordenados que crearon mundos nuevos, pero también con los ordenados que los organizaron luego”, concluye Horvat.
LAURA REINA
LA NACIÓN (Argentina) - GDA
Juan Carlos Rojas
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