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Una Cueva que acogió una gran 'mafia' de amigos

Periodista Heriberto Fiorillo rememora lo que significó para Gabo el legendario bar barranquillero.

La Cueva significa hogar, útero, madriguera, y ha sido nombre esencial en la vida de Gabriel García Márquez.
La Cueva es lugar de creación. En Cien años de soledad, Amaranta Úrsula entra un día a la habitación de Aureliano y lo encuentra intentando descifrar los pergaminos de Melquíades, de acuerdo con las indicaciones del sabio catalán.
–Tú, ¿otra vez en la cueva? –pregunta ella.
El estudio de Gabo, en su casa de Ciudad de México, luce en la puerta un letrero que dice: La Cueva de la ‘mafia’. La ‘mafia’ son sus amigos, los escritores.
La Cueva llamaron también en Cartagena a un tenderete de la calle del Arsenal, adonde iba Gabo a comer empanadas y arepas de huevo con Héctor Rojas Herazo, Manuel Zapata Olivella, Clemente Manuel Zabala y Gustavo Ibarra Merlano.
Pero La Cueva, la que sobrevive y trasciende, es la que por más de una década fue lugar de encuentro, extravagancias y conversaciones entre reconocidos artistas, escritores y cazadores en la capital del Atlántico, conocidos también como Grupo de Barranquilla.
A mediados de los 50, el grupo de amigos costeños ya empezaba a dar que hablar en los cenáculos de la cultura nacional, aunque García Márquez insiste en que el nombre ‘Grupo de Barranquilla’ fue invento de comentaristas y críticos, que tienden a sistematizar las cosas para poder explicarlas.
“Nosotros –cuenta Gabo– solo sabíamos que éramos amigos, que estábamos leyendo las mismas cosas, bebiendo los mismos tragos, que éramos periodistas y teníamos interlocutores abogados, funcionarios públicos...”.
Podrían haber sido cuatro o varias docenas los del grupo, pero, a la hora de la reflexión, nadie más generoso que Gabo para agradecer con preferencia a Álvaro, a Alfonso y a Germán, con él a la sombra del sabio catalán.
“Yo fui –dice García Márquez– el último, por ejemplo, en diferenciar con claridad el periodismo de la literatura porque cuando llegué a Barranquilla solo llevaba literatura y fueron ellos los que me hicieron ver la diferencia entre ambos oficios. Una de las más serias y válidas críticas que me hacían era que yo no marcaba esa diferencia. Que mi periodismo era muy literario. ¿Y cuándo vas a separar las dos cosas?, me decían”.
“Cuando trabajábamos en Crónica, el semanario, teníamos que cerrar edición a las doce de la noche y a veces calculábamos mal la cantidad de material y nos faltaban dos páginas. En dos o tres ocasiones, como yo era el jefe de redacción, me senté a escribir el relleno de esas páginas y no se me ocurrió escribir un artículo periodístico, sino literario. Era mucho más fácil para mí. Por eso en una sola noche escribí La noche de los alcaravanes, De cómo Natanael hace una visita y La mujer que llegaba a las seis...”.
En Barranquilla, García Márquez terminó su primera novela, La hojarasca, después de acompañar a su madre un domingo de carnaval a Aracataca. “Ese día comprendí que todos los cuentos que había escrito no eran más que elaboraciones intelectuales, que nada tenían que ver con mi realidad”.
* * *
“Las novelas –precisa García Márquez– son como sueños en los que una mente es transferida a otra, una cosa a otra, algo de una casa pasa a otra. El subconsciente hace mucho del trabajo y los sueños cometen desatinos, sinsentidos y todas esas cosas locas que hacemos en sueños: que la cara de una persona se la ponemos a otra, que la casa de una persona es en tu obra la de otra, el tiempo de una se mezcla con el de otra y se cuentan hechos que no ocurrieron, como cosas que van a suceder...”.
Él buscaba un desorden literario que dice haber hallado en los burdeles de Barranquilla, descubriendo con Álvaro que la literatura era el mejor juguete para burlarse de la gente.
“Cuando uno se lanza a la arbitrariedad y a la fantasía –ha dicho Gabo– se crea otra lógica, igualmente respetable. Y como la arbitrariedad tiene sus leyes, debe uno también conocerlas para respetarlas. Si se es arbitrario frente a la arbitrariedad, esa arbitrariedad carece de sentido poético y literario”.
Enredado con La casa, el mamotreto que llevaba siempre bajo el brazo porque no tenía donde guardarlo, Gabito había buscado en Barranquilla el consejo de Ramón Vinyes, el sabio catalán. “El viejo me alentó y me hizo ver las debilidades de ese libro”.
En La Casa de Gabito el universo no se llamaba Macondo sino Barranquilla. “No le pongas así a una ciudad de ficción. Es un nombre demasiado realista”, le dijo Vinyes. Como Tolstói, el catalán opinaba que un escritor moderno construía su aldea universal, haciendo literatura con la realidad que lo circundaba. De modo que todo lo que vive un narrador puede, en sus manos virtuosas, llegar a ser literatura.
Lo que Vinyes le dijo a Gabito aquella vez debió ser de tanta importancia literaria para el joven escritor que, en Cien años de soledad, el autor consagra aquel enlace mítico, momento nudal del hilo de interés desplegado sobre la revelación de unas claves que vendrían de Nostradamus a Melquíades y de este a José Arcadio, para completar su significado a la luz de los cinco libros que el sabio catalán entrega a Aureliano, a su vez y en verdad el último de los José Arcadio.
Al final de Cien años sabemos que el epígrafe de los pergaminos es lo único ordenado en el tiempo y el espacio de los hombres. El resto de los hechos, un siglo de episodios cotidianos, los concentró Melquíades, de modo que todos coexistieron en un instante. Lo mismo que hizo Gabriel García Márquez con sus historias en la novela, incluyendo las de sus últimas páginas de periodismo literario. No solo porque, en efecto, como él mismo lo ha dicho, también en periodismo se es víctima afortunada de los engaños de la poesía sino porque en esas últimas ochenta páginas están las claves de la que era hasta entonces la novela de su vida.
* * *
En 1983, García Márquez sostuvo una breve pero profunda entrevista con María Teresa Herrán y le dijo: “Amigos son los que uno quiere como son. Y hoy las afinidades laborales suelen crear más amistades que las circunstancias casuales”.
Así que también la vida le ayuda a escoger a uno los amigos, como él escogió a Álvaro, a Alfonso, a Germán...
“Los he escogido –le explicaba Gabo a María Teresa– porque, primero, tienen una buena formación literaria; segundo, porque poseen muy buen criterio y, lo más importante de todo: que de verdad verdad, me dicen lo que piensan, así sea lo más doloroso”.
“Sus amigos –comentó Germán Vargas– estábamos seguros de que llegaría a ser un gran escritor; y hay constancia escrita de ello. Creo que él compartía también esa certidumbre, por cuanto conocía sus espléndidas capacidades mejor que nadie: su disciplina, su consagración al trabajo literario. Por lo demás, no se necesitan especiales condiciones de adivino para darse cuenta de que en el García Márquez de entonces había ya un gran escritor futuro”.
“Como yo era el menor –explica Gabo– me convertí un poco en el hermano que había que sacar adelante. Ellos fueron decisivos en mi formación intelectual, orientaron mis lecturas, me ayudaron, me prestaron libros y, como amigos, a pesar de todas las circunstancias de mi vida, siguen siendo los mejores”.
La periodista le pregunta si, en su opinión, el hecho de que fueran amigos del Nobel no opacaba su propia carrera intelectual. Y Gabo escritor revela: “Sí, pero en el fondo siempre supimos que uno de nosotros tenía que surgir. Era una especie de pacto tácito. Por eso creo sinceramente que ellos aceptan que me haya tocado a mí, con gran satisfacción interna, porque piensan que a ellos también les corresponde parte del mérito”.
“Aquellos años febriles fueron los decisivos en mi formación de escritor. Eran unos tiempos raros en los que todo el mundo se ayudaba, de palabra o de obra, en la Barranquilla libre y liberal de los años 50”.
En México, a principios de los 90, Gabo le reitera a Alfonso lo que le había dicho en Roma, un año atrás: “La parte más importante de mi vida fue la que pasé en Barranquilla con ustedes. A mí se me abrieron muchas ventanas. Yo de todos modos hubiera sido un escritor porque esa era mi vocación, pero sin ustedes otra dirección hubiera tomado. Sin Barranquilla no hubiera sido Premio Nobel”.
“Precisamente en Estocolmo –recuerda Germán Vargas–, unos días después de la entrega del Premio Nobel de Literatura, al que nos había hecho invitar, nos convidó un día y dijo: ‘Ahora vamos a hacer únicamente una reunión para mis amigos de Barranquilla’. Eramos solo Alfonso con su mujer, yo con la mía, la viuda de Álvaro, Gabito y Mercedes. (...) Nos reunió en una suite de un hotel, distinto al hotel donde estaba alojado él oficialmente, y allí nos presentamos sin decirle a nadie, y pasamos todo un día hablando, recordando. Un día que yo llamo: dedicado a la nostalgia”. A la nostalgia de aquellos tiempos en los que todo el mundo se ayudaba.
HERIBERTO FIORILLO*
* Director de la Fundación La Cueva de Barranquilla
Especial para EL TIEMPO
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