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El nobel que cantaba vallenatos

Este aire musical colombiano fue una de las pasiones más íntimas del autor cataquero

DANIEL SAMPER
Siempre se dijo que García Márquez había cantado vallenatos en las calles de París como recurso para recoger algunos francos en los momentos más duros de su estancia en Europa. No lo reconoció el premio nobel en ningún documento que yo recuerde, pero su amor por la música de acordeón era tanto que bien pudo haber sucedido. Este dato, como otros de su exilio, se disuelve en la neblina de París. (Vea el especial: Macondo está de luto)
En cambio, tengo viva una de las primeras imágenes personales del escritor colombiano que acaba de morir. En el cuarto de un hotel pobretón de Valledupar estamos García Márquez, su hermano Luis Enrique, quizás también otro hermano suyo, Jaime, y el ‘Cabellón’ Álvaro Cepeda Samudio. 
Luis Enrique, que es hábil guitarrista, está rasgueando el golpe de merengue y Gabo canta La molinera, en voz baja pero con todo el recorrido melódico que piden los cantos de Rafael Escalona.
Esa noche de 1968, sobre la cual escribí una crónica hace casi medio siglo, se prolongó hasta la madrugada. Gabo cantó muchos vallenatos más. No solo de Escalona, amigo suyo sobre el que escribió columnas y artículos cuando nadie los conocía ni a él ni al otro, sino también de Emiliano Zuleta, de Alejo Durán, de Chema Gómez, de Leandro Díaz... Leandro Díaz, el ciego que veía “con los ojos del alma”, es autor de los versos de La diosa coronada, que sirven el zaguán de El amor en tiempos del cólera.
Muchas veces más compartí con García Márquez y con otros amigos largas charlas sobre música vallenata, lo mismo que parrandas y grabaciones que alguien enviaba desde lugares remotos de La Guajira o los montes de María. También, unas pocas oportunidades en que volvió a cantar aquellos paseos y merengues del primer día que lo vi.
García Márquez elevó el vallenato a las alturas del mito cuando lo incorporó a Cien años de soledad. Uno de sus más entrañables personajes, Aureliano Segundo, se echa a perder por culpa del acordeón, instrumento que su madre, Úrsula Iguarán, considera “propio de los vagabundos herederos de Francisco el Hombre”. Hipnotizado por las parrandas, el trago y las mujeres, abandona su hogar y a su legítima esposa, la cachaca Fernanda del Carpio, y se marcha tras el eco de las cajas y guacharacas.
Pero hay vida más allá del merengue. Pasados muchos años, pasado el diluvio bíblico que inundó a Macondo y pasadas las borracheras, las amantes y las piquerías, Aureliano Segundo regresa a su casa. Ya está viejo y las canciones de Francisco el Hombre son solo un recuerdo apacible, que interpreta a los niños del lugar “en su acordeón asmático”. Muere en el lecho conyugal el mismo día que su gemelo, José Arcadio, y sus amigos ponen sobre el ataúd una corona de flores y una cinta morada que dice: “Apártense vacas que la vida es corta”.
La fascinación de García Márquez por esa música que oía de niño en Aracataca no solo le sirvió de inspiración literaria. También lo llevó a impulsar el Festival Vallenato, que creó con Alfonso López Michelsen, Consuelo Araujonoguera, Rafael Escalona, Darío Pavajeau, Álvaro Cepeda y otros compadres. Cuando le entregaron el Premio Nobel, en octubre de 1982, lo acompañaban Escalona y un conjunto de músicos villanueveros.
No sería extraño que cientos de acordeones se arruguen ahora para despedir a quien popularizó esta música que es ya un símbolo nacional.
DANIEL SAMPER
ESPECIAL PARA EL TIEMPO
DANIEL SAMPER
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