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Gente

Teresa, una santa a la medida de la Iglesia que quiere Francisco

En septiembre del 2014, el papa Francisco visitó Albania, donde recordó el legado de la madre Teresa de Calcuta, nacida en la vecina Macedonia.

En septiembre del 2014, el papa Francisco visitó Albania, donde recordó el legado de la madre Teresa de Calcuta, nacida en la vecina Macedonia.

Foto:Catholic Herald

La fundadora de las Misioneras de la Caridad será elevada este domingo a los altares católicos.

Redacción El Tiempo
Entre los miles de peregrinos que este domingo colmarán la plaza de San Pedro, en Roma, estarán los testigos de la vida de una mujer que todos los días hizo patente a Dios en el mundo.
Muchos de ellos tendrán presentes las imágenes del espectáculo a la vez hermoso y terrible de esta mujer, menudita y llena de arrugas, sentada en el andén, al lado de la figura encogida de un mendigo agonizante, al que la gente evitaba dando un rodeo. Ella le habla al oído, espanta la nube de moscas atraídas por el hedor, le limpia la cara, le aplica alguna medicina elemental en una fea herida que tiene en la frente y luego, con la ayuda de otra mujer vestida con un sari blanco idéntico al suyo, se lo lleva con gran esfuerzo para su asilo. Un lugar donde los indigentes van a morir rodeados de afecto.
Los que presenciaron el espectáculo se inclinan al paso de las religiosas y el agonizante; hay quien se quita el sombrero como si se hubiera topado con Dios en las calles de ese moridero indio llamado Calcuta.
Esta es la escena que más evocarán los que hoy contemplen, desplegada en la fachada de piedra, la gran imagen de Teresa de Calcuta. Se fijarán en esos ojos que destellan, en ese rostro envejecido pero iluminado por una inagotable ternura.

Los reconocimientos

Lo que hoy hará el papa Francisco al proclamarla santa e inscribirla en la lista de los campeones de la fe ya lo había hecho, en un ritual laico, el rey Olaf V de Noruega al entregarle el Premio Nobel de la Paz, en 1979. Antes, el Gobierno de la India le había dado la orden del loto, y había recibido el galardón Magsaysay de la Organización del Tratado del Sureste Asiático. El Gobierno de Estados Unidos le había otorgado el premio Buena Samaritana, y el Presidente la había declarado ciudadana honoraria de su país; en Inglaterra aplaudieron su obra con el premio Templeton para el progreso de la religión y en el propio Vaticano le habían entregado el premio Papa Juan XXIII de la paz.
Las brillantes jornadas de reconocimientos de la Iglesia continuaron después de su muerte, en 1997. El papa Juan Pablo II no esperó los cinco años de rigor para echar a andar el proceso que la convertiría en beata, el cual se inició en 1999 y culminó en octubre del 2003, imponiendo el récord de la beatificación más rápida de la Iglesia moderna.
Hoy, la memoria de muchos feligreses recuperará las imágenes de las casas de la madre Teresa, donde, en sus propias palabras, “hemos recogido a más de 36.000 personas de la calle en 25 años, y más de 18.000 han muerto allí de una manera muy hermosa. Cuando los recogemos les damos un plato de arroz y los reanimamos”. La santa solía rememorar episodios como el de la mujer “que llegó cubierta de heridas y llena de gusanos. Les dije a las hermanas que yo cuidaría de ella. Hice lo que mi amor podía hacer. La puse en la cama y entonces ella me cogió la mano. Tenía hambre de amor y recibió ese amor antes de morir”.
También abrió una casa para leprosos. Solo en Calcuta, ella y su congregación acogieron a más de 20.000 y en toda India, a 50.000.
Las casas para niños se inauguraron cuando un policía les llevó un grupo de ladronzuelos. Teresa les preguntó por qué lo hacían: “Todas las tardes, de 5 a 8, unos hombres nos daban lecciones para robar”.
Cuando en Bangladés los soldados violaron a decenas de mujeres, algunas personas les aconsejaron el aborto. En vez de discursos contra esta práctica, la madre Teresa le propuso al Gobierno que, en lugar de ser abortados, todos esos niños fueran llevados a las casas de su congregación. Después de lograrlo, le inventaron una broma: “La madre Teresa habla de planificación familiar, pero no la practica: cada día tiene más hijos”. Humor aparte, ella explicaba esa atención a los pequeños: “Creo que no hay mejor manera de ayudar a la India que preparar un mañana mejor para los niños”.
Más tarde descubriría a otros desechados por la sociedad: los enfermos de sida, y para ellos abrió una casa en Estados Unidos, en Nueva York. “Un lugar donde cada uno se siente amado –decía–, donde se es alguien para alguien. Esto les ha cambiado la vida de tal manera que su muerte es mucho más hermosa. Ninguno ha muerto angustiado”.
Se había propuesto trabajar para seres humanos que los demás descartaban. ¿Por qué?, le preguntó un reportero que, apresurado y feliz, anotó la respuesta en su libreta: “Cristo se presenta bajo todos los disfraces: los moribundos, los paralíticos, los leprosos, los inválidos, los huérfanos”. Teresa y sus religiosas se encargaban de quitar el disfraz y descubrir a Cristo en cada uno de estos desechos de la sociedad.
“No somos simples asistentes sociales”, subrayaba. “Evangelizamos mediante nuestro trabajo, dejando que Dios se manifieste en él”.
Entre estas personas, ¿tienen alguna preferencia?, preguntó un reportero que escuchó enseguida: “Si hay alguna es para los más pobres entre los pobres, los más abandonados, o aquellos que no tienen a nadie”.

Los comienzos

Todo esto se había iniciado inesperadamente. Había nacido en 1910, en el seno de una familia católica en Skopje, hoy capital de la República de Macedonia. Su nombre de pila era Inés Gonxha Bojaxhiu, pero se convirtió en Teresa al comenzar su noviciado en Irlanda, en honor a Teresa de Lisieux.
Su fe la llevaría a Calcuta a hacer sus votos como hermana de Nuestra Señora de Loreto: “Era la monja más feliz, dedicada a la enseñanza como directora de estudios del colegio Saint Mery”, una escuela para niñas de clases altas, recordaba. Pero todo cambió en septiembre de 1946, cuando tenía 36 años, en un viaje en tren desde Calcuta hasta Darjeeling. “Sentí una clara llamada dentro de mí: tenía que dejar el convento y consagrarme a ayudar a los pobres y a vivir entre ellos. Fue una orden”, apuntó en uno de sus libros.
Esa instrucción comenzó a cumplirse cuando abandonó el convento, previos acuerdos y autorizaciones. Dejó su hábito y adoptó la vestimenta de las mujeres más pobres de India: un sari blanco con una orla azul como homenaje a la Virgen María. Tomó un curso de enfermería y comenzó el trabajo que hoy recuerdan los peregrinos que asisten a su canonización.
Una de sus antiguas alumnas se le unió y luego, de acuerdo con sus memorias, “vi cómo llegaba una chica tras otra. Todas habían sido alumnas mías. Deseaban darle todo a Dios y tenían prisa por hacerlo”.
A las Misioneras de la Caridad, la congregación que fundó y que hoy cuenta con cerca de 5.000 hermanas, es fácil distinguirlas entre la muchedumbre de peregrinos que llegaron a Roma: llevan el mismo sari albo con bandas azules. Han venido de las 745 casas de la madre Teresa que se han abierto en más de 140 países, incluidos Líbano, Alemania, Yugoslavia, México, Brasil, Colombia, Perú, Kenia, Haití, España, Bélgica, Nueva Guinea, Estados Unidos y Argentina. Juntas han hecho ver que el amor a los pobres no tiene fronteras.
En sus últimos años, el agotamiento y las enfermedades certificaron que ella no solo había vivido para los pobres, sino que también había vivido con ellos y como ellos. En un hospital de Calcuta, los médicos le diagnosticaron malaria, enfermedad de pobres. La fiebre le revivió los males de su corazón agotado, que ya tenía el apoyo de un marcapasos; el uso del respirador le había infectado los pulmones y murió, finalmente, en 1997, a los 87 años.

¿Por qué los pobres?

Su muerte dejó viva la pregunta: ¿por qué los pobres? Es la misma que, como las palomas de San Pedro, aletea sobre la muchedumbre que sigue la canonización. Basta releer sus escritos para encontrar la respuesta: “No sería fácil nuestro trabajo si no viéramos a Cristo en los pobres”, es el pensamiento dominante que Teresa repitió en múltiples formas. Se propuso descubrir a Cristo en los pobres. Y pobres son para ellas el enfermo de sida, el leproso, el mendigo, el niño abandonado, el feto que está a punto de ser abortado. Detrás de estas disímiles apariencias, algunas repugnantes a la vista y otros sentidos, ellas lo ven y lo aman. Por eso, su preferencia es hacia los más pobres de los pobres, los más abandonados, los que no tienen a nadie. “Actuamos con la convicción de que cada vez que alimentamos a un pobre, ofrecemos comida al mismo Cristo”, contestaba Teresa a quien se lo preguntara.
Algún periodista fruncía el ceño y se decía: ¿es retórica piadosa? Pero el gesto y el tono, la actitud y las obras de Teresa no admitían dudas: es la realidad que construía su fe. Y ella agregaba: “Les dejamos a los pobres la sensación de que alguien los ama de verdad porque merecen ser amados, incluso más que cualquier persona”.
“Nos sentimos mejor trabajando entre los pobres que entre los ricos –aseguraba–. Este es el trabajo de nuestra vida. Nuestro cuarto voto nos compromete a servir gratuitamente a los más pobres entre los pobres. Ellos son la razón de ser de nuestra congregación y de nuestro trabajo. Ellos son el motivo de que existamos. Diariamente estamos en contacto con las personas que han sido rechazadas por la sociedad. Nuestro objetivo es restablecerles el sentido de su dignidad”.

Precursoras

La opción por los pobres que el Concilio Vaticano II anunció –y que el episcopado latinoamericano aplicó en Medellín– ya era parte esencial de la vida en las casas de la madre Teresa. En 1965, año de la clausura del Concilio, se abrieron casas en Venezuela, África, Australia, Inglaterra e Italia para servir de acuerdo con la práctica y el pensamiento de la Congregación. Sin saberlo, Teresa había convertido el amor a los pobres no en un trabajo social, sino en una categoría teológica.
Al mismo tiempo había hecho de esa actividad una proclamación silenciosa pero efectiva, como todos los hechos, de la presencia de Dios en el mundo. Nunca han servido a los pobres para que se conviertan al catolicismo. Al respecto, Teresa advertía: “Nos encontramos en la India, ante un pueblo orgulloso de sus tradiciones culturales y religiosas, que mira con desconfianza cualquier forma de proselitismo”. En vez del sospechoso lenguaje publicitario, el de ellas es el honesto y sincero servicio que no espera nada a cambio.
Sin embargo, nunca se siente más presente a Dios en nuestro tiempo que en el amor sin medida de las religiosas de la madre Teresa.
Al proclamarlo, con el rostro iluminado con el que se anuncia una buena noticia, el papa Francisco exhibe ante el mundo un poderoso argumento para la exigencia de una ‘Iglesia pobre para los pobres’; y reitera su renuncia a todo poder que no sea el del amor de Dios en el mundo. Nunca fue tan claro como hoy que los santos son los campeones que la Iglesia muestra como ejemplo de lo que puede hacer la gracia entre los humanos.
JAVIER DARÍO RESTREPO*
Especial para EL TIEMPO
* Director de la revista ‘Vida nueva’. Ganador del Reconocimiento a la Excelencia del Premio de Periodismo Gabriel García Márquez (2014).
Redacción El Tiempo
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