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Gente

El gran berraco, con b y no con v, es sin duda Gabriel García Márquez

Gabriel García Márquez en la ceremonia del Nobel.

Gabriel García Márquez en la ceremonia del Nobel.

Foto:EFE

Ex defensor del Lenguaje de EL TIEMPO aclara por qué el nobel acogía esta acepción.

Berraco es una palabra colombiana que viene de la voz académica verraco, ‘marrano reproductor’, pero que en su evolución ha adquirido sentidos y usos muy distintos al original. Berraco es el mejor futbolista, el filósofo más agudo, el carguero con más fuerza, el poeta más excelso, el presidente que logra sacar adelante su país, el exorcista que aleja el diablo del poseso. También puede ser el más malo de todos, es decir, el mejor para la maldad, el narcotraficante que burla a la DEA y corona, el sicario que supera el récord de su jefe, el corrupto que saca la mejor tajada y paga el menor tiempo de cárcel. Todos ellos, los buenos y los malos, son berracos.

Los berracos de EL TIEMPO

Un día de 1996 recibí en mi oficina de defensor del Lenguaje en EL TIEMPO una carta, una más de las que los lectores del diario bogotano me enviaban con frecuencia. La corresponsal me pedía criticar en mi columna las palabras berraco y berraquera, eventualmente usadas por los columnistas D’Artagnan y Enrique Santos Calderón, y, de ser posible, prohibirlas. Son palabras impropias de un periódico serio y tradicional, argumentaba ella. Se trata de vocablos que disuenan en los titulares de las páginas de opinión del más tradicional rotativo del país, insistía.
Me sobrevaloraba. Mi función, como la del defensor del Lector, mi colega Leopoldo Villar Borda, no pasaba de analizar errores y sugerir soluciones. A veces Ana Lucía Duque, la editora de Bogotá, me dejaba ver los textos de su página antes de la publicación. Eso me permitía corregir alguna falta de concordancia, agregar una tilde o ponerle la preposición de al verbo apelar. Le decía a Ana Lucía que no escribiera “El abogado apeló la sentencia”, sino “El abogado apeló de la sentencia”, y le mostraba mi arsenal de normas académicas, incluido el Diccionario de construcción y régimen de la lengua castellana, de Rufino José Cuervo, para apuntalar mi posición. ¡Tiempo perdido! Nueve años más tarde, en el 2005, el uso de apelar sin preposición de fue validado por el Panhispánico, que de paso, incluía en sus ejemplos el anacrónico de, que yo le había puesto a la frase de Ana Lucía.
Los demás editores del periódico preferían que analizara su trabajo después de publicado, cuando ya hubiera pasado por todos los filtros y fuera imposible corregirlos. Los errores publicados me permitían elaborar fichas, en las que les daba a los redactores pistas para evitar algún error común, como separar el sujeto del verbo en el titular de la noticia, “Juan Pérez, gana medalla de plata” o “Patricia Rodríguez, lanza una nueva novela”, pues esa coma hacía que el verbo no fuera informativo, sino imperativo, es decir, no se anunciaba el logro de Pérez y el logro de Rodríguez, sino que se le pedía a él que ganara (¡gana tú!) la medalla, y a ella, que lanzara (¡lanza tú!) la novela. Esos errores y otros de ortografía o de semántica alimentaban mi columna semanal, en la que burla burlando (como diría Lope de Vega) les jalaba amistosamente las orejas a los periodistas.
Dejé la carta sobre berraco y berraquera en el cajón “DILATA”, con la intención de preparar una respuesta inteligente, documentada, convincente y graciosa.
Hice un barrido, hasta donde en ese tiempo me lo permitía la técnica existente, para encontrar más berracos, berracas, berraquitos y berraqueras. Encontré varios en las fotografías de los estadios de fútbol. Las barras de la Selección Colombia, las del Nacional y las del Medellín exhibían desde las graderías pancartas en las que exaltaban a sus ídolos futboleros con elogiosos “berracos”, “berraquitos” y “berriondos”. Y descubrí en algunos muros, que servían de telón de fondo al accidente de tránsito, a la marcha de protesta o al desfile de silleteros, grafitis con más “berracos”, más “superberracos” y más “berraquísimos”. Hasta la actriz e impulsora del teatro nacional y del Teatro Nacional repetía, primero en la vida real, y luego, en burlonas caricaturas, “¡Qué berraquera!”.
Para ilustrar mi respuesta busqué sin éxito El diccionario jilosófico del paisa, de Luis Lalinde Botero, en el que había leído alguna vez la más completa y divertida definición de berraco. Decidí publicar en mi columna una coletilla en la que pedía a mis lectores que me enviaran copia de esa definición, si por casualidad alguno de ellos tenía un ejemplar de ese viejo diccionario. El lunes mismo en el que salió publicada mi solicitud, llegué a mi oficina, hacia las 10 de la mañana, hora en que se veían los primeros movimientos de seres vivos en la sala de redacción. Lo primero que encontré fueron varios faxes con copia del texto solicitado. Me los habían enviado lectores de apellido Ochoa, Restrepo, Jaramillo, Echeverri…, es decir, me los habían enviado lectores paisas.
Y ya con ese material, elaboré mi respuesta a la protestante corresponsal, para mi columna de la siguiente semana. Dije, palabras más palabras menos, que el uso de berraco en las columnas de D’Artagnan y Santos y en otros rincones del periódico no desdecía de la seriedad, tradición y prestigio de EL TIEMPO. Se trataba del más colombiano de los coloquialismos. Era palabra usada en los estadios, en la calle, en las tiendas cerveceras y en las reuniones informales de amigos, y expresaba sentimientos de dificultad (“¡La situación está muy berraca!”) o de excelencia (“¡Qué tipo tan berraco!”), mejor que muchas otras voces más elegantes y selectas, pero menos expresivas y entusiastas.

La gran discusión nacional

¡Quién dijo miedo! El país entero se sintió tocado en esa palabra que lo identifica. Me llegaron costalados de correspondencia de profesores de español, conferencistas de etiqueta y sabios de todas las ramas. Me decían que berraco se escribía con v y no con b, que qué tipo tan berraco (el peor y el mejor) era yo; que qué berraquera (la peor y la mejor) de columna… Y me enviaban documentos relativos al tema, discursos, ponencias académicas, tesis doctorales y simples opiniones de opinadores simples. La pertinencia o impertinencia del uso de estas palabras en el serio diario de los Santos había derivado en un debate nacional sobre la ortografía de berraco. El tema de la discusión era si se debía escribir con b o con v.
En medio de la barahúnda, encontré una carta de Ilse de Greiff, destacada figura de la cultura colombiana. Me decía que Gabriel García Márquez le había enviado a su padre, Otto de Greiff, poeta y musicólogo de la Radio Nacional, un ejemplar de El otoño del patriarca, en cuya dedicatoria había escrito “Para Otto, el gran berraco”. Y ese berraco estaba escrito con b, no con v. Así que me acogí a la protección de nuestro santo literario, Gabriel García Márquez, el en ese momento más prestigioso intelectual de Colombia, y senté cátedra: García Márquez escribe berraco con b. Argumento superior a la norma suprema. En el sentir común colombiano, si García Márquez lo escribía así, así se debía escribir. El escritor más leído, más premiado y más querido por el público siempre tenía la razón.
Publicada esta entrega de mi columna, el volumen de correspondencia disminuyó, pues ya se había dictado sentencia inapelable, pero entre los pocos mensajes que me llegaron luego había un fax, ¡no es ficción!, ¡créanmelo, por favor!, un fax de Gabriel García Márquez. Señoras y señores, ese día me sentí disparado a las alturas. Toqué el cielo. Estuve al nivel de Plinio Apuleyo Mendoza, de Mario Vargas Llosa, de Álvaro Mutis. García Márquez me había escrito. Bueno, en algún momento descendí de mi levitación sin las sábanas de Remedios, y pude leer el mensaje. Gabo, así firmaba, me decía que efectivamente él escribía berraco con b, porque así le sabía. Este sabía es del verbo saber. No del que significa ‘tener conocimiento’, sino del que significa ‘tener sabor’. Una palabra tiene sabor, sabe a algo, y ese sabor se debe transmitir con la letra adecuada. En este caso, con la b.
Aclaro. Lo único que me dijo Gabo fue lo dicho, que él escribía berraco con b, porque así le sabía. Lo demás lo agregué yo de mi propio peculio. Otra cosa que también me dijo en el fax fue que ya había usado la palabra berraco en su cuento El último viaje del buque fantasma. Y es bien sabido (esto lo agrego yo) que García Márquez se pensaba muy bien qué palabras usar y cómo escribirlas, más guiado por su sensibilidad que por su conocimiento gramatical. Esto último lo anoto como exaltación de su genio. El genio no estudia, simplemente sabe. Es como el músico que toca de oído. O como el ángel, que sabe por intuición lo que el humano tiene que descubrir con dificultosos silogismos que lo llevan a conclusiones ciertas, solo después de cumplir las exigencias de la lógica a través de difíciles equilibrios de premisas y salvedades.
Mi siguiente columna iba ilustrada con el facsímil del facsímil de Gabo. No me subieron el sueldo, pero, como ya lo dije, yo subí más arriba que Remedios.
Y todo este anecdotario lo traje a cuento para decir con todas las letras que Gabriel García Márquez es el maestro por excelencia de la escritura, al menos lo ha sido para mí, no por el fax, que fue un milagro, sino por su inmensa obra literaria. Inmensa por el volumen que ocupa, 11 novelas, 12 libros de cuentos, 22 libros de no ficción, 10 guiones de teatro, cine y televisión y un libro de memorias, pero inmensa sobre todo por su calidad, por lo que su narrativa aporta a la tradición literaria del mundo, por lo que enseña, ya que sigue enseñando.
Por todo ello, creo, sin lugar a dudas y sin intención oportunista, que, como él se lo dijo al maestro De Greiff y como calificó al ficticio personaje del buque fantasma, ¡Gabriel García Márquez es el gran berraco!

Berraco repertorio de sinónimos

El Diccionario de americanismos, de la Asociación de Academias de la Lengua Española, editado en el 2010, registra la palabra colombiana berraco, con b, como voz usada también en Panamá, Cuba, República Dominicana, Ecuador, Honduras, Nicaragua y Puerto Rico, para significar juicios tan disímiles como ‘valiente’, ‘bravucón’, ‘pendenciero’, ‘extraordinario’, ‘complicado’, ‘difícil’, ‘disgustado’, ‘enfadado’, ‘excitado’, ‘tonto’, ‘estúpido’, ‘inútil’, ‘tramposo’ y ‘embustero’, y agrega como sinónimos coloquiales berriondo, penco y tronco.
FERNANDO ÁVILA
ESPECIAL PARA EL TIEMPO  
*Fundación Redacción
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