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El campesino en Salgar que salvó a 14 vecinos y les dio albergue

Tras la avalancha solo quedaron tres casas en pie en la vereda El Mango, donde vive el labriego.

La casa roja y blanca donde vive Rubén Arredondo no pareciera haber estado en el mismo lugar donde el caficultor escuchó los gritos de vecinos que arrastraron las aguas de la quebrada La Liboriana, en la madrugada del lunes.
La vivienda no tiene rastros de lodo ni alcanzó a ser golpeada por la avalancha que arrasó con otras 17 casas de la vereda El Mango, en la zona rural de Salgar, a la que llegó Rubén con su esposa hace ocho meses desde el municipio de Caldas.
Cerca de la casa corren pequeñas quebradas que desembocan en La Liboriana y hay grandes pastizales y cultivos de café, plátano, y árboles de mango. La vivienda, a unos 20 metros de la quebrada, fue levantada sobre un monte que la mantuvo a salvo de las aguas.
El labriego tiene 25 años. Mide cerca de dos metros y es delgado. Está sentado en una mesita de madera de su casa tomando un tinto, mientras su esposa, Jackeline, arregla los cuartos donde pasan la noche los pocos sobrevivientes del sector, a los que Rubén alcanzó a salvar en medio de la avalancha.
La vereda fue construida por campesinos en la parte baja de unos cerros por los que bajan las aguas de La Liboriana.
Jackeline dice que antes del lunes apenas había visto la corriente de la quebrada llena de lodo o con mucha suciedad, un par de veces, pero nunca tan crecida.
En el pequeño poblado rural vivían campesinos que se dedicaban a recolectar café. Hoy luce desolado. Apenas hay tres casas en pie, la de Rubén, la finca de Kike González, y un rancho abandonado desde hace varios meses.
A unos 200 metros de la casa de Rubén, caminando por un sendero lleno de barro, se ven las bases de cemento y algunos ladrillos sobre las que estaban levantadas nueve viviendas que la avalancha arrasó. En la parte alta de la vereda no hay ni los rastros de otras ocho casas. Las taparon el lodo, los árboles y las piedras que arrastró la corriente desde las montañas.
Rubén mira alrededor y lo recuerda. Su pesadilla comenzó exactamente a las 2:45 de la madrugada del lunes. Se fue la energía y su casa empezó a temblar. Los aguacates y la ropa que tenía sobre un mueble se cayeron al piso. Se movía con tanta violencia que alcanzó a decirle a su esposa “hoy aquí nos morimos mija, ya no hay nada que hacer”, y corrió a la puerta, que no lograba abrir. Pensaba que era un terremoto. Golpeó y haló la puerta atrancada varias veces hasta que pudo salir junto a Jackeline.
Afuera la noche estaba fría aunque no llovía. Y las aguas negras de La Liboríana bajaban fundidas con la montaña y los árboles. Arrancaba con violencia lo que encontraran a su paso.
El campesino vio las montañas desgarrándose al paso de la corriente y llevó corriendo a su esposa hasta la casa de Kike González. Cuando la avalancha arrancó la parte de atrás de la vivienda de un vecino y escuchó gritos cerca, volvió a su vivienda para ponerse unas botas pantaneras.
Sabía, mientras el ruido de la corriente le estremecía los huesos, que cerca a la orilla de la quebrada estaban sus buenos vecinos y amigos Gildardo, Miguel, Inés, Patricia, Marta, Arturo, Yolima y Leoncio, todos con sus familias.
Cuando bajó hasta donde la quebrada desbordada lo dejó, encontró a Leoncio con su esposa, un hijo, una nieta y dos niños vecinos. A todos los ayudó a subir hasta donde estaba su esposa.
A salvo, Rubén se encontró con su amigo Daniel Gómez, que también alcanzó a salir de casa antes de que se la llevaran las aguas, y juntos fueron a la parte alta de El Mango, donde, debajo de árboles frutales, solían reunirse los hombres de la vereda a tomar tinto y a hablar después de las jornadas de recolección de café con los vecinos.
Cuando llegaron Rubén avanzó hacia donde escuchó gritos, tomó cuerdas que usaba en sus labores del campo, les amarró palos y se las lanzó a los sobrevivientes atrapados en el lodo para que salieran, mientras Daniel le mostraba con una linterna por donde moverse, para no terminar también hundido en el barro.
Abajo, en la finca de González, Jackeline recordaba que no aparecía Yeimi, de 19 años, una amiga muy cercana que estaba embarazada de su hermano. Y tampoco había rastro de otras tres vecinas con las que solía recoger café cada vez que podía.
Mientras tanto, en la parte alta de la vereda, su esposo alcanzó a sacar a nueve vecinos del lodo antes de que el sol despuntara.
Al día siguiente la avalancha había acabado con las vidas de 93 pobladores de Salgar. En su vereda, Ruben no se sentía como un héroe. Pensaba que había hecho lo que tenía que hacer, mientras las familias que rescató respiraban aliviados por estar vivos.
“El bajó para ayudarnos a subir. Yo estaba paralizado. Si no fuera por él que fuera de uno en ese momento. Ahora tengo el apoyo de ellos aquí”, cuenta Leoncio Rico.
A Rubén, sin embargo, no se ve tranquilo. Lo perturba ver tanta soledad a su alrededor, que las casas de sus vecinos ya no estén y que los amigos con los que tomaba tinto bajo los árboles de mango se hayan ido. Ahora, dice, solo le queda irse del pueblo.
ALBERTO MARIO SUÁREZ D.
Enviado especial de EL TIEMPO
Salgar (Antioquia)
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