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Nuestro racismo es una xenofobia con bumerán

Colombia es un país con treinta y dos países adentro.

Colombia es un país con treinta y dos países adentro.

Foto:Fotoilustración Juan Soriano

La poeta Gabriela Arciniegas explora el rechazo a la diversidad en un país plagado de diferencias.

Cuando hablo de diversidad, hablo de un concepto que estaba sobre la mesa mucho antes de que hiciera su aparición el tema de la identidad sexual, y que aún continúa sin resolverse. Me refiero a la diversidad cultural y étnica que nos ha acompañado siempre, pero que se ha pasado por alto a la hora de pensar en Colombia como un todo.
Colombia es un país con treinta y dos países adentro. Pero quiero que nos fijemos en las siguientes cifras: según el censo del Dane en 2005, la población colombiana se compone de un 37 % de blancos, un 10,6 % de negros, un 3,4 % de indígenas, un 0,01 % de gitanos y un 48,9 % de mestizos. Sin embargo, tales porcentajes son ampliamente discutibles. Primero, hay que revisar los parámetros que usan para consideran ‘blanca’ o ‘mestiza’ a una persona.
En mi caso, mi piel es blanca, mis apellidos son españoles, pero tengo raíces indígenas, como muchos. Ahora, hagamos también la aclaración de que un español ya viene mezcladito con cuchara. En segundo lugar, en el porcentaje de mestizos, que suma casi la otra mitad de la población, quizá un mulato o un zambo de piel canela o chocolate con leche se encuentren en esta parte de la torta, pero a la hora de conseguir trabajo, esa persona será mirada igual que un negro.
En Colombia, las clases sociales son étnicas y el tono de piel es un factor importante en la interacción social. Así que no solo hay que revisar esos parámetros, sino que además hay que relativizarlos. Comencemos por ese 3,4 % indígena. Más allá de si se tomaron las etnias o solo un aspecto racial, en ese estrecho porcentaje están contemplados los hablantes de sesenta y cinco lenguas diferentes, en veintidós de los treinta y dos departamentos, lo cual habla de más de cincuenta culturas sometidas al exterminio o a la transculturación. Caso parecido con los negros, procedentes de unas veinticinco etnias. Por lo tanto, esas cifras corresponden a una visión pervertida, sesgada por el color.
Tabla rasa. Es lo que hace la guerra. Igual que durante las campañas libertadoras, esas mismas categorías raciales, hoy, o sirven a un poder, o quedan en el fuego cruzado, negreados, invisibilizados. Y terminan siendo el blanco. Porque las masacres no ocurren en las ciudades grandes: ocurren en pueblos indígenas, negros, campesinos. Como si fuera un acuerdo de exterminio tácito entre bandos. Y para volverse un blanco móvil, en lo posible salir de la mirilla del fusil o la ametralladora, migran.
Yo que nací como un animal doméstico y citadino, viví la realidad de estar lejos de la guerra y lejos de esos otros universos culturales (solo viví las bombas de los 80 y 90). Sin embargo, ahora que vivo en Chile, veo que Colombia es el segundo país migrante en estas latitudes después de Perú. Nuestros compatriotas vienen a trabajar por tres pesos, a limpiar baños, barrer calles, a cuidar edificios, a contrabandear, los más afortunados, y el resto, a lo que puede; asaltar, prostituirse, bailar en las calles (no he hablado de las mujeres, pero son una cifra importante en esta realidad). En las quincenas, en las casas de giros, nuestros transterrados (término de José Gaos) hacen filas que se alargan por una cuadra entera, para enviarles dinero a sus familias. Y adivinen qué. La mayor parte de inmigrantes son de facciones indígenas y afrodescendientes. Al hablar, delatan su acento paisa, valluno.
Ahí es donde pienso en chistes como “mi celular es una flecha porque cualquier indio lo tiene”; esa obsesión por usar ‘indio’ como un insulto, esa obsesión por diminutivos despectivos como ‘negrito’, ‘morenito’, o las nefastas expresiones de ‘pelo quieto’ y ‘pelo malo’, invisibilizan no solo el hecho apabullante de que somos diversos, sino la realidad cruda de que es esa fracción de la población colombiana la que está recibiendo los golpes. Es irónico que en los últimos cincuenta años casi todos los presidentes que hemos tenido son de provincia, más cercanos a la violencia, y sin embargo, ninguno ha velado por visibilizar ni proteger a esos sectores sociales. Los votantes no parecemos notarlo tampoco, nos preocupa más “poder salir a la finca”.
Nuestro racismo es una ‘intrafobia’. Me permito el neologismo. Sufrimos una xenofobia con efecto bumerán, que nos termina golpeando en nuestros propios orígenes. Nos obsesiona distribuir la riqueza entre el sector ‘ario’ y dar educación y trabajo con pantonera en mano como quien va a retapizar muebles. Nuestro sistema de salud parece más un mecanismo de eugenesia que un derecho inapelable.
Resulta hasta gracioso cómo nos empeñamos en blanquearnos, como si eso borrara el hecho de que todos los seres humanos vinimos de África, hasta los arios. Eso significa que todos venimos siendo primos. Y ya saben el dicho, que entre primos... deberíamos arrimarnos. Así que, como propósito de Semana Santa, en vez de irnos a tomar yagé a la selva para solucionar nuestros problemas, ahora que ha pasado esta tragedia en Mocoa, y los abusos a niñas en La Guajira, vamos allá y preguntemos, “¿qué puedo hacer yo por usted?”.
Tenemos veintidós de treinta y dos departamentos sumidos en el olvido. Padecemos de subdesarrollo mental (perdón por desempolvar el término a falta de otro que le haga justicia). La única cura es coger el carro, un bus, un avión e ir a conocer a nuestros primos. Visibilizar esas comunidades. Hagamos algo realmente útil con ese hecho de que al fin podemos salir a la finca.
GABRIELA A. ARCINIEGAS
Poeta, traductora y narradora bogotana (1975). Autora de ‘Rojo Sombra’ (novela) y ‘Sol menguante’ (poesía).
Especial para EL TIEMPO

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