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Drama de una presa de la discriminación en Santa Marta

Mujer que pagó seis años de cárcel pide una oportunidad laboral.

La mirada de la señora de la casa a donde llegó hace tres meses a pedir trabajo cuidando a una anciana en un barrio de Santa Marta la hizo sentir el rechazo de la sociedad.
“Cuando la señora me ve enseguida me di cuenta que ella se sorprendió con mi cuerpo, mi gordura, en mi mente me dije ‘Señor, esto no es para mí’ porque en su rostro lo noté. Me preguntó de dónde era, que cuántos años tenía, le dije mi edad y de donde era y que no se fuera a dejar llevar por mi sobrepeso, que yo era trabajadora y tenía ganas de trabajar, porque una de las cosas que aprendí en ese lugar fue a conocer en la mirada de las personas lo que querían expresar”, cuenta Vanessa María Sierra Escobar, quien pagó una pena de seis años y dos meses en la cárcel.
La mujer le dijo que había contactado a otra muchacha y que después la llamaba. A los pocos días se enteró por una amiga, quien también estuvo presa y trabajó en esa casa, que no le dieron el trabajo por gorda.
“Ese ha sido el rechazo más grande que he sentido desde que salí de la cárcel. Al igual que todos los rechazo que he recibido cuando me preguntan porque a nadie le he ocultado de dónde vengo”, dice Sierra, de 32 años, 145 kilos de peso y 1,82 metros de estatura.
En otra ocasión fue a una entrevista por vacante para hacer limpieza en un hotel del centro, donde le pidieron la hoja de vida y el pasado judicial. Apenas contó que había estado presa le dijeron no. “La señora me dijo que no podía darle trabajo a una persona que venía de una cárcel, yo le dije que por qué me negaba la oportunidad que yo era una mujer buena y trabajadora y que como todo ser humano había cometido un error que incluso ella no estaba exenta de vivir la misma situación que yo había vivido”, dice.
Por tráfico de drogas
Sierra nació en Riohacha y en 2006 se vino para Santa Marta con su marido y sus dos hijos pequeños. Se alojaron en una residencia en el barrio Pescaíto, que era un expendio de drogas. Su marido era drogadicto y se rebuscaba vendiendo dulces y galletas en los buses. Ella no trabajaba. Al año de estar en la ciudad decidió separarse de él porque la maltrataba física y verbalmente. Primero comenzó a vender en las calles, casa por casa, velas, estampitas y sopas de letras, pero ganaba máximo 9.000 pesos diarios, que no le alcanzaban ni para pagar los 12.000 de la habitación. En varias ocasiones tuvo que comer sobras.
Una conocida de Riohacha le propuso meterse al negocio de la droga. Cada papeleta se la vendía a 800 pesos y Vanessa las comercializaba a mil. A diario le quedaba mínimo 50.000 pesos. Después empezó a vender sin intermediarios y las ganancias aumentaron hasta 400.000 pesos diarios.
Siempre tuvo claro que en ese negocio corría el riesgo de morir o de ser arrestada. La primera vez que la capturaron fue en 2008. Venía en una moto del barrio San Fernando, donde acababa de comprar 70 gramos de basuco, y la detuvo la Policía. La llevaron al CAI de San Jorge y les entregó la droga a los uniformados sin necesidad que la revisaran. Le dieron una pena de 39 meses y 21 días, pero quedó libre a los dos días porque era excarcelable.
Antes del año volvieron a detenerla con siete papeletas de basuco, que pesaban un gramo, cuando las estaba vendiendo. Por tener antecedentes la condenaron a seis años y nueve meses de prisión y la recluyeron en la cárcel Rodrigo de Bastidas, de Santa Marta.
Rutina en la cárcel
Los días en la cárcel eran tediosos. A las 5 de la mañana las levantaban para hacerle limpieza a las celdas. Se bañaban y a las 6:30 les servían el desayuno. A las 7:10 salían al patio para que las contaran. Las que estaban en la escuela se quedaban en el patio recibiendo sus clases y otras haciendo bordados. A las 11 almorzaban y al mediodía las encerraban en sus celdas.
A las 2 de la tarde volvían a salir al patio. Allí recibían los cursos del Sena en modistería, zapatería, bisutería, repostería y lectura. A las 3:40 cenaban, a las 5 las volvían a contar y a las 5:10 las encerraban hasta el día siguiente.
En las noches para matar el aburrimiento hablaban por celular con sus familiares y amigos, aunque los teléfonos están prohibidos.
El pabellón de mujeres tiene capacidad para 35 internas y había 172. En su celda estaban 14 reclusas. Tenían un baño, cinco camarotes y una cama. “Dormían una arriba de la otra, la única que dormía sola era yo por mi gordura”, recuerda.
Durante el tiempo que estuvo presa las únicas visitas que recibió fueron las de su mamá y sus dos hijos. Su mamá unas 10 veces y sus hijos solo dos porque la despedida era muy dolorosa. “Ellos empezaban a llorar, se agarraban de la reja, decían que no querían irse”, dice con lágrimas.
En la cárcel, Sierra terminó el bachillerato –cursó décimo y undécimo–, fue profesora de los analfabetas, aseadora, auxiliar de alimentos, vendió comida e hizo toda clase de cursos. También fue representante de Derechos Humanos.
Libertad agridulce
El primero de octubre de 2014, el Juzgado de Descongestión de Penas le otorgó el beneficio de casa por cárcel y se fue para Riohacha. Allá vendía bolis y chicha en las calles para mantener a sus hijos. El 26 de febrero de 2015 le dieron libertad condicional. Empezó a vender dulces y tinto en la zona de tolerancia de Riohacha, pero ganaba muy poquito. Por eso, en diciembre pasado decidió regresar a Santa Marta en busca de mejores oportunidades.
Pero las oportunidades han sido esquivas. Aunque está en libertad, sigue presa de la discriminación. “No es nada pagar tu condena allá adentro, sino tener que enfrentarte a la condena que tienes que pagar acá afuera porque la gente te rechaza por donde tú vienes. Y para mí son dos condenas porque me rechazan por mi gordura y por dónde vengo”, dice.
Desde que está en Santa Marta ha vivido arrimada en casa de amigos y conocidos, lavado ropa ajena, hecho aseo en casas de familia, ha pasado días sin comer y se ha cansado de tocar puertas para conseguir un empleo que le permita estar junto a sus hijos. Reconoce que en medio de su desesperación se le ha pasado por la mente volver a delinquir, pero cuando se acuerda de las amargas experiencias que vivió en la cárcel se le pasa.
“Estando en la cárcel empezó una campaña que se llama ‘Delinquir no paga’, en un plan desarme, y esa ha sido mi frase”, expresa.
Hace unas semanas decidió ir a la emisora de la Policía a contar su historia para ver si alguien la ayudaba. Ese día hizo lo mismo en Radio Galeón y el representante de la Unión Temporal Nutrir Caribe, contratista del Programa de Alimentación Escolar (PAE) en el Distrito, llamó a la emisora para ofrecerle empleo como manipuladora de alimentos.
Ya se hizo los exámenes y entregó los documentos. Ahora espera.
“Tengo la esperanza de ese trabajo, confiando en Dios de que todo se me dé para poderme buscar un cuarto, estabilizarme y poder traerme a mis hijos porque quiero estar con ellos”, dice Sierra, quien le pide al gobierno que así como tienen programas de resocialización para los presos les ofrezcan alternativas cuando están afuera para reintegrarse a la sociedad. Y sostiene: “porque el rechazo es grande”.
PAOLA BENJUMEA BRITO
Corresponsal de EL TIEMPO
Santa Marta.
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