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Pueblos inesperados y letreros curiosos en un viaje por dos carreteras

En los pueblos de Córdoba se devela un mundo donde la desmesura y el orgullo de lo propio germinan.

JUAN GOSSAÍN
Después de tantos años he vuelto a recorrer los caminos de Córdoba. De aquí soy. Este es mi suelo. Si no fuera porque yo sé que el orgullo es pecaminoso, diría que me siento profundamente orgulloso de provenir de quienes provengo y de haber nacido donde nací.
Mientras pasamos por Lorica, donde hay tantas motocicletas que parecen volar alrededor de uno como si fueran moscas, veo la flecha de carretera que señala el desvío hacia San Bernardo del Viento, el lugar inolvidable de mi vida, con el río Sinú en un extremo y el mar Caribe en el otro.
A ambos lados de la carretera que conduce a Montería se arraciman pueblos y caseríos, bordeados por la arboleda que da sombra a la hora en que más aprieta la canícula. Las vacas sueltas mastican su almuerzo de hierba con la mayor paciencia del mundo, comiendo a barba alzada.
Ahora compruebo, aunque haya pasado tanto tiempo, y aunque existan tantos computadores y tabletas electrónicas, que el candor y la pureza no se han perdido por completo en estos recovecos de Dios. El sentido del humor sigue siendo la receta infalible que cura las penurias cotidianas, incluida la pobreza. Hay una sonrisa en cada rincón porque los campesinos saben que la vida es demasiado cruel para tomarla en serio.
Voy llegando a los playones legendarios de San Pelayo, que es mi destino, rumbo al Festival Nacional del Porro, donde compiten cada año las mejores bandas musicales de Colombia, desde La Guajira hasta Boyacá. De repente, a la vera del camino, bajo el amparo de una ceiba frondosa, aparece una venta de fritos y frutas.
Me detengo y bajo a estirar las piernas. Veo la arepa de huevo que chisporrotea en el caldero. A su lado da vueltas, como si estuviera bailando, un buñuelo de fríjol de cabecita negra. Sobre el mesón desnudo hay mangos, nísperos y una piña madura. Ese es el inventario completo. Todo es muy pobre y humilde: el caldero desportillado, la mesa coja con quemaduras de manteca, los dos taburetes rotos. El perro de la fritanguera dormita junto a la hornilla, sin preocuparse mucho por las salpicaduras calientes.
El perro y su ama saben que la verdadera filosofía de esta vida consiste en no tomarse en serio a uno mismo. Por eso es que, en lo más alto de la enramada, está el cartelón de letras desiguales, torcido y despintado por la intemperie, escrito con tiza, clavado a un horcón: “Aceptamos todas las tarjetas”.
Banda y las bandas
No hay nada de qué asombrarse. En estos parajes de sol y de pájaros ya no queda ningún resquicio para la perplejidad. Todavía voy pensando en el aviso de la fritanga cuando el carro se detiene en San Pelayo. Un hombre alto, con sombrero de vueltas, viene a saludarme.
–Mucho gusto –me tiende la mano–. Soy Armando Banda, presidente del Festival del Porro.
Parece un señor demasiado serio para que se ponga a hacer esas bromas, pero es que ya estoy escamoso. ¿Se apellida Banda, se llama Armando y es el que organiza la fiesta de bandas?
–No se preocupe –me tranquiliza–, que usted no es el primer sorprendido.
Entonces saca la prueba suprema, su cédula, y en ese momento recuerdo que Banda es un apellido bastante común en estos pueblos de Córdoba.
De Pelayito a Nueva York
Andando hacia Montería le pido al conductor que desviemos un rato por el camino viejo, para darme el gusto de aspirar el aroma de las hojas frescas y de los matarratones florecidos. Al retomar el viaje por la amplia carretera, nos sale al encuentro el caserío de Pelayito, donde cada año celebran el Festival del Adulto Mayor, durante el cual uno puede ver a hombres y mujeres ancianos bailando por las calles. En la comarca se le conoce, cariñosamente, como la Fiesta de los Viejos.
Ya se ven, a lo lejos, las primeras luces de Cereté. Las flores rojas de la cayena, que por aquí llaman bonche, revientan como un fogonazo entre la alambrada de púas. A las 5 de la tarde, en San Bernardo del Viento, las mujeres se bañan con agua fresca, se empolvan, se ponen una de esas flores enormes en la oreja y salen a lucirse por la calle. A esa hora ya no le dicen flor del bonche, sino que tiene un nombre mucho más expresivo e insinuante. La llaman arrebatamachos.
Al mirar hacia la derecha veo la casita de bahareque, repellada con boñiga de vaca, que parece escondida entre los matorrales. Es tan humilde que la maleza le brota hasta en el techo de palmas. Dos gallinas picotean en el suelo, buscando algo de comer. La casita tiene al frente un aviso que dice: “Pensión Noches de Nueva York. Internet y wi-fi”.
La panadería y el timbre
Al día siguiente resolvimos cambiar de panorama. Nos regresamos por la vieja carretera, la del lado de adentro, la que, en vez de bordear el mar, atraviesa los pueblos mediterráneos de lo que antiguamente se llamaba Sabana de Bolívar, cuando aún no existían Córdoba y Sucre.
En las afueras de Ciénaga de Oro, que es el único lugar del mundo donde las gallinas tienen pepitas de oro en el vientre, aprendí una nueva lección. Ya se sabe que el objetivo supremo de las artes publicitarias es que los clientes potenciales sepan con absoluta claridad, y sin equívocos, qué es lo que les están ofreciendo. Que no haya duda alguna. Allí estaba, a la vista de todo el mundo, el quiosco blanco con su horno de barro. Y en la ventana el anuncio: “Panadería El Pan. Se hace y se vende pan”. Es el aviso más explícito que he visto en mi vida.
Tras pasar por Sincelejo nos desviamos para tomar el camino que conduce a Cartagena. A la derecha hay un portón de hierro, grande y descuadrado. Tiene cadena y candado. Años de lluvia y de sol le han borrado la pintura. Se le nota el óxido a leguas. Y, sobre el mismo óxido, un letrero negro: “Taller de reparaciones mecánicas. Golpee en la puerta, que el timbre no funciona”.
El súper supermercado
Venía tomando apuntes sobre aquella cantidad de rótulos asombrosos, de avisos inesperados, de carteles originales, de chifladuras de la gente, pero me faltaba todavía la sorpresa mayor. El premio gordo de semejante lotería.
Sucedió en la salida de San Juan Nepomuceno, frente a la carretera, junto a la clásica bomba de gasolina, a la que ahora le dicen, con una insípida petulancia, “estación de servicio”.
Es una casa blanca y cuadrada, a cuyo lado se ven dos tanques de agua, hay una ferretería. En las paredes blancas que rodean la puerta de tablas, escribieron con brocha gorda los productos que venden: “Turbinas, buggys, abanicos, caja fuerte, candados, guantes, botas, gafas, llaves, palas, picos, palustre, bloques, cemento, varillas, tubos PVC, triturado, cables, alambres, pintura, accesorios para baños”. Como no les alcanzaron las dos paredes delanteras, el sancocho continúa en la del costado: “Carretillas, cerraduras, cal, ladrillos, clavos, martillos, frenos, tacos eléctricos, remaches, lacas, esmaltes, vinilos, timbres”.
Lo mejor de todo es que, después de tantos anuncios, el establecimiento estaba cerrado. No: lo mejor de todo es lo que viene ahora. Frente a dicha ferretería, tapándola, otro negocio puso su aviso, enorme y elevado, sostenido por un armazón de acero. El vendedor de la estación de gasolina me explica que esa es la competencia de la ferretería y que lo hicieron adrede.
Para no quedarse atrás, ellos también pusieron su lista de mercancías. Dice así: “Supermercado El Gran Punto. Reporte, fax, fotocopias, minutos a Claro-Tigo-fijos, asados, arepas, jugos naturales, avenas, partes eléctricas, alambres, brecke, tomacorrientes, apagadores, cables, soportes, bombillos, pulidoras, taladros, sierras, seguetas, desechables, abanicos, accesorios, todo para la canasta familiar, víveres, abarrotes, licores, mekatos, yogurt, volt, Redbull, Pony, gaseosas”.
Para no quedarse atrás, el supermercado El Gran Punto, también de San Juan Nepomuceno, ofrece desde arepas hasta taladros y sierras.
Quedé mareado. ¿Alguien puede explicarme qué diablos es un “reporte” de ferretería? ¿Y por qué escriben “mekato” con k? ¿Y qué tiene que ver una caja fuerte con una arepa?
Epílogo con ovejas
Proseguimos nuestro viaje. El aire huele a leña de almuerzo. Antes de avistar a San Juan Nepomuceno habíamos pasado frente a Ovejas, donde nunca han visto una oveja porque la temperatura promedio es de 35 grados. Es la única localidad de Colombia que tiene un semáforo en mitad de la carretera.
La mano me dolía de tanto tomar apuntes. Pero, aún así, saqué fuerzas de flaqueza para dejar anotado en mi libreta el aviso más prodigioso de todos, el más portentoso, el más irónico, que sería cómico si no fuera trágico. Se gana el primer premio.
Súbitamente, al doblar una curva, aparece un desnivel terrible en la carretera. Una hondonada. Nuestro automóvil, a punto de voltearse, da un salto y me pega un porrazo en la cabeza. Cuando el conductor logra por fin controlarlo, lo primero que veo, al mirar hacia arriba, es un cartel elegante puesto por el Gobierno en el tronco de un árbol. Dice así: “Estamos cumpliendo. Vías en mejor estado para un país moderno”.
JUAN GOSSAÍN
Especial para EL TIEMPO
JUAN GOSSAÍN
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