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Identidad: las trazas perdidas de esta nación negada

Muchos pueblos dicen tener problemas para establecer los factores sobre los cuales cifrar su identidad.

Muchos pueblos dicen tener problemas para establecer los factores sobre los cuales cifrar su identidad.

Foto:Fotoilustración Juan Soriano

Un recorrido histórico por los inicios de un Estado que hoy sigue en 'obra gris'. 

Muchos pueblos dicen tener problemas para establecer los factores sobre los cuales cifrar su identidad. Hay quienes discuten en absoluto que se pueda tener una identidad en particular, y no varias, y entonces dejan el asunto sin abordar ni definir. Pareciera que, para ellos, fuera un factor de identidad no hablar de la identidad, y rehuir cualquier intento por dar cuenta cierta de sí mismos; tal es el caso del pueblo colombiano, cuya identidad incluye no hablar del tema, no teorizar apenas sobre sus orígenes, dejarlo todo “así”, en la opacidad del olvido, en la sombría comodidad de la indefinición.
La nación, en el sentido de una comunidad histórico-cultural en Colombia, incluye en este caso pasar por alto el esfuerzo de autocomprenderse, o trivializarlo o minimizarlo. Acaso resolverlo todo con la manida fórmula de la “megadiversidad”, aunque apenas pueda creerse en ella. Nuestra identidad sería, tal vez, un “eterno proyecto en construcción”, como algunos lo han definido. Pero, sin duda, hay mucho más que decir sobre esta materia oscura, y tejiendo fino, podría llegarse hasta ciertas sorprendentes revelaciones. Para la psicología colectiva, materia en verdad problemática, es tan diciente tratar de definirse con precisión y lujo de detalles como eludir hacerlo, saliendo al paso del asunto con jocosos lugares comunes, chistes y evasivas.
¿Por qué es esto así? Puede uno al menos preguntarse. Porque tal nación, reinventada por advenedizos, reciente y mestiza, está dotada de unos orígenes inciertos y problemáticos. Porque teme, de modo ancestral, hallar huellas incómodas, o porque eso la implica en plantear polémicas agudas y sutiles, consideradas intangibles, y hacer salvedades presuntamente inútiles. Porque se quiere quedar tan bien con todo el mundo, y ser tan ultradiplomático –y tan políticamente correcto– que nadie pueda sentirse tocado u ofendido. Porque, en fin, la materia es delicada, y nadie sabe apenas qué hacer con ella. Y el pueblo, y sus intelectuales con él, se exasperan con el compromiso de entablar tales polémicas y tener que llegar, por tanto, a algunas conclusiones. Porque habría que buscar excusas para aclarar ciertas cuestiones vergonzosas.
En suma, porque el tema del origen impondría un nivel de autocrítica desacostumbrado, y muchos responderían mal al llamado, quizás con la clásica fórmula nacional: “No me parece…”.
Pues bien, el pueblo colombiano –que ya alcanzó los 49 millones de personas, y que habita en muchos países del mundo actual– es, por su cultura y no por su raza, primordialmente hispánica, y de una hispanidad renegada y vapuleada, pero inocultable. No la inventaron aquí, sino que la trajeron ciertos migrantes hispano-portugueses, forzados por las autoridades religiosas y políticas del joven Imperio español, buscando, con ansia y desesperación, un refugio y una vida nueva. Migrantes sin nombre, procedentes de algunas de las muchas y multiformes Españas medievales, presionados por las luchas que en su Sefarad perdido o su Al-Ándalus arruinado llevaban siglos de indefinición, las trajeron con recelo y sigilo, con los innombrables hombres de los conversos Pedrarias Dávila o Rodrigo de Bastidas, –desde comienzos del siglo XVI y hasta finales del siglo XVII–, hasta el providencial río Magdalena, las cordilleras y los arroyos remotos en donde, a la sazón, vinieron a establecerse.
Trajeron esta lengua, con este acento y estas costumbres, estas instituciones de emergencia, esta organización social y estas contradicciones. Había indígenas en verdad aquí, pero eran pocos y dóciles, y no formaban ningún imperio ni apenas colectividad coherente alguna. El territorio les fue, por tanto, propicio a los recién venidos, y aquí se quedaron con sus pocos bártulos y sus nutridos temores. Y aquí estamos aún, sin aclarar las cosas. Estos colonos hechizos e inexpertos, indianos sin destino diferente al de huir hacia ignotos confines, se establecieron pues en donde pudieron, en sitios al margen de toda persecución, en escarpados refugios de ladera y montaña, dizque buscando minas de oro que casi nadie halló, y bueno resultó no hallarlas, para que no fuera corriente venir hasta aquí, para que nadie viniera a vigilar ni a castigar a jóvenes cristianos nuevos, con apellidos recién adquiridos, hartos del despojo que soportaron sus padres, de luchas perdidas, sambenitos y juicios sumarios, ansiosos de paz y de reposo, cansados de medrar por largo tiempo en cortes y juzgados de Portugal y España.
Así pues, pasaron los siglos en medio de perenne improvisación, y vino luego la Modernidad, con una no muy gloriosa independencia indeseada, instigada por un extranjero más o menos megalómano, criollo de otras tierras, que nos dejó encartados con el deber de hacer un Estado nación que todavía hoy está en obra gris, si no negra, al cual hoy damos por supuesto, como si siempre hubiera existido y hubiera definido todo lo que somos. Las trazas de esta nación negada han llegado pues hasta nuestros ampulosos días, y hay mucho aún por explicar.
ENRIQUE SERRANO
Novelista. Barrancabermeja (1960). Entre sus libros, ‘¿Por qué fracasa Colombia?’, ‘La marca de España’, ‘Tamerlán’ y ‘De parte de Dios’.
Especial para EL TIEMPO

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