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Busetas y buses, un lienzo para plasmar el arte popular

Tradición de pintar consignas, bromas y divisas cumple más de medio siglo. Crónica de Juan Gossaín.

Mi compadre ‘Nariz de lápiz’ era el chofer del bus que iba todas las mañanas de San Bernardo del Viento a Lorica. Aprovechaba su privilegiada posición para seducir a las muchachas. Pero, a pesar de su aire sonriente, llegó el día en que no aguantó más la presión de sus pasajeros, que lo acosaban para que pisara el acelerador, le diera duro, apurara y corriera. Con un poquito de pintura, y la punta del dedo a manera de pincel, escribió en el espejo instalado al frente suyo: “Recuerda que vale más llegar tarde a la casa que temprano al cementerio”. Era un filósofo, mi compadre.
Menos aristotélico que él, pero más práctico, e igualmente agobiado por su clientela, un chofer de Sincelejo puso otro rótulo en la puertecita de entrada, junto al estribo: “Cálmate, que la vida no tiene repuesto”.
En 1951, hace ya sesenta y cuatro años, comenzaron a circular por las calles de Bogotá los primeros buses de gasolina que se veían en Colombia. La gente, maravillada, decía que eran cómodos y elegantes. Tenían la cabeza cuadrada y estaban ligeramente ladeados a la derecha. No parecían muy nuevos. Tres años antes, en abril de 1948, las turbas enloquecidas por el asesinato de Gaitán habían quemado los tranvías eléctricos que prestaban el servicio de transporte.
Poco después apareció en Barranquilla el primer bus que llevaba pasajeros. En seguida el festivo ingenio del Caribe le pintó un nombre: “El encanto de las mujeres”. Entonces principió una de las tradiciones más arraigadas de la cultura popular colombiana, la de ponerles divisas y dibujos, cada día más graciosos, no solo a los buses sino también a los viejos camioncitos con carrocería de estacas.
Mensaje a la madre, con foto, en el parabrisas posterior de una buseta, que fue captada en la variante Mamonal-Gambote. Foto: Yomaira Grandett / EL TIEMPO
De la envidia al nuevecito
El señor More, anciano tembloroso, todavía recuerda que en los tiempos remotos de su juventud andaba por Medellín un camión derrengado que a duras penas hacía mudanzas. Resoplaba como un asmático. En la defensa delantera, pomposamente llamada bómper, le habían escrito esta declaración rotunda: “La envidia es el arma del incapaz”. Era un camión intelectual, qué duda cabe.
Por aquel entonces había tiempo hasta para el humor. En diferentes ciudades de Colombia aparecieron unos camiones que llevaban adelante una frase que decía: “Mira lo que dice atrás”. La gente, curiosa, salía corriendo para la defensa trasera, a descubrir el secreto, y allí encontraba otro aviso: “Mira lo que dice adelante”. Ingenuos hubo que se la pasaban yendo de atrás para adelante y viceversa.
Recuerdo que una tarde, mientras caminaba por el centro de Cali, vi venir el camión más viejo del mundo, roto y descosido, que caminaba con un quejido de reumatismo. Lo único que no le sonaba era el pito. En la parte del frente, con letras borrosas a causa de la suciedad, llevaba una sabia advertencia: “Yo también fui último modelo”.
En el mercado público de Montería, un colega suyo, tan cochambroso como él, pero más optimista y festivo, declaraba con una sonrisa: “Me 109 cito”.
Se murió el camioncito
Aquellos viejos camiones, que solo tenían cuatro ruedas, ya ni siquiera existen. Se los tragaron las tecnologías modernas. Los de ahora son unas tractomulas imponentes, con el aspecto majestuoso de un barco de carretera y con tantas llantas que parecen un ciempiés. Son más rentables y rápidas, pero, también, son más aburridas. Insípidas. Los camiones se han vuelto muy serios.
En las nuevas carrocerías, que son metálicas, llevan escrito el nombre de su fabricante o el del producto que venden, incluyendo la dirección y el teléfono. Les da pena poner un letrerito gracioso. Debe ser que eso les parece indigno de semejante edificio rodante y lo consideran de mal gusto o mañé, como decían las señoras de antes con una palabra afrancesada.
Al mismo tiempo, los buses cambiaron de sexo y se volvieron busetas, que se adaptaron a la nueva época, con una cara femenina, un poco más refinadas y limpias, sin aquella trompa de perro pequinés que tenían antes, pero conservaron la tradición de los letreros y leyendas. Los cambiaron de sitio, eso sí, porque ahora están en el gigantesco vidrio trasero, y les agregaron dibujos alegóricos.
Las nuevas religiones
A partir de 1991 la nueva Constitución Nacional decretó la libertad de todas las iglesias y creencias. Quién dijo miedo. Desde ese momento, los buses de servicio urbano se llenaron de avisos religiosos, versículos, oraciones.
Estoy haciendo una colección de ellos y ya tengo como quinientos. “Dios es mi salvación”, dice uno de los más repetidos. “En Dios todo lo puedo”, pregona el de más allá. “Soy la bendición de Dios”. “Si Dios está conmigo, ¿quién contra mí?”.
En una plaza de Cartagena veo un bus cargado de turistas, con placas de El Santuario (Antioquia), que lleva media Biblia escrita con letras blancas en el vidrio de atrás: “El Señor es mi pastor. Que el Señor Dios te bendiga y te recompense por todo lo que has hecho en la vida. Que el Señor Dios de Israel te proteja bajo sus alas, donde has buscado refugio (Tomado del libro de Rut)”. Casi no les alcanza el panorámico entero.
Detrás suyo viene una buseta que pregona en un inglés impecable: “Jesus is my Lord”. Un bus deshecho, al que no le alumbran las farolas, se llama “La luz divina”. Y por la carretera de Puerto Colombia, llegando a Barranquilla, pasa uno de relucientes colores rojo y amarillo, que espejean bajo el sol, y anuncia que él es “El caballero de la Virgen”.
Ya ni los taxis escapan a semejante proliferación de sectas. Uno de ellos, cuyo conductor debe ser un hombre de malas pulgas, advierte con pintura azul a sus pasajeros: “Si me vas a hablar de alguien, háblame de Dios”.
De la Biblia a la publicidad
Han perdido en gracia, pero han ganado en arte. Algunos, sin embargo, han logrado combinar sus asuntos espirituales con las ocurrencias del Caribe, como es el caso de un viejo bus que circula por el barrio cartagenero de El Socorro. “Disfruta la vida con Cristo”, dice su letrero, pero escrito con las famosas letras de Coca-Cola.
Más preocupados por la plata que por los temas piadosos, otros se han convertido en auténticas carteleras ambulantes, hasta el punto de poner un aviso en el vidrio de cada ventanilla, al otro lado de la cabeza del pasajero.
No son tan ingeniosos como antes, pero son más rentables y con mejores dibujos. En un solo bus he visto anuncios de colegios con matrículas abiertas, farmacias que ofrecen precios al alcance del pueblo, panaderías nutritivas y hasta joyerías de barriada que venden pulseras por el cómodo sistema de clubes.
El rey
Los choferes más antiguos se niegan a abandonar la costumbre de sus carteles. Muchos de ellos, tras una vida entera de reventar volante –como decía mi compadre ‘Nariz de lápiz–’, ahorraron con grandes esfuerzos y compraron su propio bus. Es fácil reconocerlos en la calle porque sus nuevos dueños se sienten orgullosos de este logro.
“Los que no creían en mí, aquí me tienen”, alardea, ufano, un brillante bus azul. Y como los nuevos propietarios proceden casi siempre de pueblos cercanos a las grandes capitales, lo anuncian a boca llena: “El orgullo de Sabanalarga”, “El champion de Turbaco”, “El príncipe de Envigado”.
En la otra esquina recoge pasajeros el bus más humilde y ruinoso que he visto en mi vida. Tiene los vidrios cuarteados, la latonería oxidada, la defensa caída y una penosa cara de cansancio. Alguna vez fue rojo, pero ahora es ocre a causa de la mugre y los estragos de la intemperie. En la parte de atrás tiene pintada una corona cubierta de oro. Ese dibujo vale más que todo el bus, salvo la frase vanidosa que lleva debajo: “El rey soy yo”.
En honor de la familia
Ha surgido una nueva moda: la de ponerles los nombres de los hijos del dueño. Ahora se llaman “El niño Jimmy” o “La señorita Dayani”. No tiene nada de raro. ¿No fue eso lo que hizo Onassis, el hombre más rico del mundo, cuando le puso a su yate el nombre de su hija? Lo cómico es que algún padre prolífico resolvió juntarlos todos en un solo bus: “John, James, Jacqueline, Francis y Richard” (observen que todos son nombres gringos).
Cuando estoy en esas, tomando apuntes, pasa una buseta engalanada con cortinas y bombillos rojos, que debe ser la cortesana más aventurera del mundo porque lleva un letrero que dice: “Yo siempre dando de qué hablar”.
De encendido color verde perico, que lo encandila a uno bajo la luz del mediodía, pasa una buseta frente a las murallas de Cartagena. Luce en el vidrio posterior la gigantesca fotografía de una anciana de mirada dulce y rasgos nobles, como en las telenovelas. Es la madre del propietario. Su hijo le dedica, entre arabescos y filigranas, un discurso interminable de gratitud.
Lástima que estos mismos buses, que ya son parte de nuestra historia, causen tantos accidentes por falta de mantenimiento.
Epílogo
Sin embargo, el mejor letrero ambulante que he visto no lo llevaba escrito ningún vehículo motorizado, ya sea bus o buseta, camión o camioneta. Lo tenía una humilde carretilla de palo, derrengada y moribunda. Sus ruedas eran tan desiguales que parecían cuadradas y sus tablas rotas estaban amarradas con pedazos de cáñamo.
La empujaba un hombre sudoroso, sin camisa ni zapatos, con un pantalón corto anudado en la cintura y un trapo rojo que le colgaba de la cabeza a los hombros. Por lo que pude ver, se dedicaba a rebuscar en la basura latas de refrescos y pedazos de hierro viejo para venderlos como chatarra.
En la parte delantera, con unas letras torcidas de brocha gorda, decía: “Compañía Comercializadora de Productos Metálicos y Derivados, S. A.”
JUAN GOSSAÍN
Especial para EL TIEMPO
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