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Aguadas, el dulce encanto de lo genuino

Esta es la tercera crónica de la serie sobre los pueblos patrimonio.

A Aguadas, un municipio del norte de Caldas, se puede llegar de dos formas que implican, además, dos lógicas distintas. La primera arranca de Medellín o Manizales e imita a los colonizadores del siglo XIX. Inspiradas en la huella de las recuas de mulas, estas vías se pegan de la montaña, siempre pendientes de adivinar por dónde se puede vadear un río, de qué manera rodear los cerros más altos y evitar las zonas bajas, donde medran los mosquitos y las fiebres tropicales.
Son, en muchos sentidos, la supervivencia de un mundo ido, los rezagos de una América imaginada desde Castilla y Aragón, todavía presente en los desarrapados que, esgrimiendo machetes, fuerza física y voluntad, pretendían desmontar y cultivar una tierrita propia.
Rutas lentas, llenas de vericuetos y paradas. La historia regional encarna, por ejemplo, en las difíciles y placenteras mixturas entre negros, indios y blancos, marcadas por los prejuicios y las matanzas, con la Iglesia católica como acicate y redención, o en los nombres de Abejorral y Salamina, y en la narración de los imperecederos conflictos entre el hacha y el papel sellado, que definen la propiedad y el poder.
La otra forma de llegar es tomar la troncal que aprovecha el valle del río Cauca, trazada por el pragmatismo del siglo XX, y en La Pintada, calentísima población antioqueña, desviarse por un oxidado puente para un solo vehículo y transitar por la carretera que bordea el río Arma y sus tranquilas playas, verdadera tentación para quienes hayan participado alguna vez en esos paseos de olla en los que las familias cocinan al calor de la leña, mientras algunos de sus miembros se dejan acariciar por el sol y se bañan en un lecho tranquilo y generoso, de aguas limpias que bajan de la montaña.
De algunas de estas vertientes ribereñas, ya parte del municipio de Aguadas, procede la fibra de la iraca (Carludovica palmata), también conocida como jipijapa, seudopalma típicamente latinoamericana, muy elástica y resistente, que sirve para fabricar escobas, canastos, bolsos y, sobre todo, sombreros, el producto más celebrado de la creatividad de los aguadeños.
Construir la carretera que supera los dos mil metros de altura sobre el nivel del mar debió ser una especie de deporte extremo. Fiel a las laderas, poco a poco descubre al viajero un paisaje que juega a ser marea verde en sus vaivenes hacia el occidente.
Después de la población de Arma, la cuesta se empina más y más, y no puede ser de otra manera porque son pocas calles aguadeñas las que realmente son planas.
Hasta la iglesia de la Inmaculada Concepción, que desde el siglo XIX preside la plaza principal, tiene una pendiente que va del altar al atrio y que debe facilitar al sacristán la limpieza del piso. No es metáfora que los fieles ascienden hacia la gracia de Dios, es un hecho tangible, repicado por el sonido de las campanas que marcan las horas.
La plaza principal, plano inclinado que concentra la vida local, es sitio privilegiado de reunión, confluencia de propios y extraños alrededor de la fuente central. Los jeeps cargados de bultos de café tienen allí su pausa, mientras los jubilados esperan un rayo de sol, los buses recogen sus últimos pasajeros y las parejas deciden en cuál de las panaderías vecinas festejarán su amor frente a una taza de chocolate acompañada de hojaldres y dulces, generosos en ingredientes y tamaños –bombas, pasteles gloria, tortas caseras, cuajadas–, sin la elegante tacañería de la sofisticación.
Tal vez más tarde se animen a subir a Monserrate, el mirador natural erizado de antenas que convierte a Aguadas en postal, en pesebre navideño aferrado a la montaña, gracias a la conjunción de la guadua con otros elementos humildes: arena, cal, tierra, boñiga.
El trabajo de carpinteros y ebanistas buscaba la función, pero también imaginaba desde el ejemplo de los arabescos orientales y las secciones áureas, para reproducir la exuberancia americana.
Los balcones, aleros y tapias de la colonización antioqueña, y esas palabras viejas –cerchas, parales, entremuros–, son protagonistas en Aguadas, merced a la talla exquisita de la madera y la luz de los colores puros.
Algunas de las casas, muchas veces “modernizadas” por el uso, nacieron con la república hace doscientos años, y siguen apoyándose una en la otra por las empinadas calles de la población, en las que la mirada puede descubrir una Virgen preciosamente delineada o admirarse con las geometrías barrocas que se tomaron portones y techos, o vislumbrar a través de la ventana entrecerrada el patio en donde florecen los verdores del trópico, musicalizados por el cristal de una fuente.
Orgullosa de su pasado, Aguadas rinde homenaje en agosto a tres embajadores de la música colombiana, los hermanos Hernández, a través del Festival Nacional del Pasillo, un ritmo musical que americanizó el vals y que también nació con el país.
Es la época en la que se venden más piononos, más de los verdaderos, de los originales. A las brevas y el arequipe los envuelve una masa en la que es difícil precisar los ingredientes menores que potencian sus sabores. Secreto guardado por pocas familias, es casi sacrílego preguntar por la composición.
En cambio, nada impide que, tras atravesar el sube y baja del pueblo, se ascienda hacia el alto de la Virgen por el adoquín de una vía flanqueada por casas modestas, casi todas de una planta, antiguo camino de herradura, y sin preguntar mucho se consiga que en el rostro campesino aflore la sonrisa orgullosa y una mujer interrumpa el aseo de la casa y el cuidado de los niños para mostrar cómo sus manos aletean enredadas por las fibras de la iraca. El movimiento es rápido, preciso, inconsciente.
Mientras teje, cuenta que ella y sus vecinas añoran las fiestas de la iraca, los desfiles y las reinas, y que se demora una semana en hacer el sombrero. Que quizás el jueves, con más seguridad el viernes o el sábado, bajará a la plaza a venderlo, si es que antes no se lo apalabran.
El mayorista cortará los infinitos cabos sueltos, tallará la circunferencia, hormará la fibra que fue torturada por el sol y el horno de azufre para perder rudeza y color en busca de la suavidad y la blancura que los compradores aprecian, y, si es del caso, encintará el sombrero. Lo que hará, con toda seguridad, es coserle una badana en donde se leerá “Legítimo aguadeño”. Este último paso lo convertirá en artículo de lujo y potenciará las ganancias de los intermediarios.
Mientras tanto, los años inflamarán los dedos de las humildes tejedoras y sus ojos perderán brillo, empeñados en perpetuar un oficio aprendido de las madres que a la mayoría apenas les sirve para subsistir, y desde la ventana de una casita rosada una de ellas seguirá contando que un sacerdote le encargó el sombrero que recibió Juan Pablo II en su visita a Colombia, porque, cuando era apenas una muchacha, todos ya reconocían la fineza de su trabajo.
En Aguadas se funden pasado y presente bajo la cortina sutil de la neblina, que vela las alturas y los abismos. La historia sigue viva en sus fachadas y patios, en tradiciones como las del pionono y los sombreros de iraca, en los rostros y costumbres de sus habitantes, que a veces se preguntan por qué su pueblo, las calles que siempre han recorrido, la casa donde nació el abuelo o envejece la madrina, son parte de lo que llaman patrimonio.
Un municipio fundado por españoles
Aguadas es un municipio en el norte de Caldas ubicado en una región que, según la Alcaldía, estaba habitada por los indios concuyes, pero por sus atuendos dorados, los españoles les cambiaron el nombre por el de armados. Allí, en 1542, el conquistador Sebastián de Belalcázar ordenó construir el fuerte militar Santiago de Arma, con el fin de someter a las tribus vecinas, pero por su riqueza aurífera se convirtió en próspero poblado. Este municipio conserva las tradiciones y costumbres del pueblo paisa y “ofrece una gran variedad de atractivos naturales, arqueológicos, culturales y religiosos”, según indica la página web de la Alcaldía.
Esta población caldense se encuentra a 2.214 metros sobre el nivel del mar y tiene un clima cálido. La temperatura promedio es de 17 grados centígrados.
El municipio cuenta con 25.917 habitantes, según el Sisbén, y su gentilicio es ‘aguadeño’.
Octavio Escobar Giraldo
Para EL TIEMPO
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