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Viaje a la tierra del tungsteno

Salud Hernández-Mora narra desde Guainía cómo las Farc se lucran de la minería ilegal de tungsteno.

SALUD HERNÁNDEZ-MORA
Dos manchas ocres aparecen en medio de un inmenso manto verde. Junto a los claros y socavones de escasa hondura, entre los árboles, se aprecian numerosas cabañas para los trabajadores, aunque no se divisa a ninguno porque, nada más escuchar los motores de la pequeña Cessna de la policía, corren a esconderse. Solo por aire, en un vuelo de 50 minutos sobre la selva desde Puerto Inírida, es posible acercarse a la mina de tungsteno de Cerro Tigre, a escasa distancia del río Inírida, en la Reserva Nacional Natural Puinawai. El frente ‘Acacio Medina’ la protege para que dos empresas legales puedan explotarla sin sobresaltos, engañando a las autoridades.
Las Farc no permiten que nadie molesto llegue hasta ese paraje por el río en un tortuoso viaje de dos días desde Puerto Inírida, para cubrir los 557 kilómetros fluviales que los separan, en el que hay que superar ocho peligrosos raudales. En cada uno es necesario desembarcar pasajeros y carga para que el motor pueda atravesarlo. Y en las pequeñas comunidades indígenas de la ruta cualquier miliciano puede impedir el paso, un exceso de celo inusual en otras minas, salvo que haya razones de peso. En este caso existen: ocultar que el tungsteno que extraen lo sacan por río y trochas en largas travesías hasta Tomachipán, en el departamento del Guaviare, donde las compañías pueden exhibir títulos mineros, o lo hacen pasar por piedras negras procedentes del Vichada, otra región que carece de los impedimentos legales que rigen en Guainía. Para alcanzar su destino, pagan peaje a los tres frentes de las Farc –16, 1 y 44– que ejercen dominio sobre distintos tramos del camino.
Un esfuerzo muy lucrativo por tratarse de un mineral de elevado precio en el mercado mundial, puesto que es esencial en la fabricación de carros, celulares inteligentes, tabletas, entre otros bienes de consumo de alta gama.
Intentar una operación militar en el terreno, para clausurarla, sabiendo que las Farc defenderían a bala su feudo, requiere poner en riesgo muchas vidas, tanto de uniformados como de mineros, gentes humildes que solo pretenden ganarse el sustento. Unos son indios puinaves del Zancudo, diminuta comunidad de 180 habitantes al otro lado del río; y otros, hombres llegados del Chocó.
Trabajan de sol a sol y sacan por persona alrededor de 30 kilos diarios. Por cada uno les pagan 9.000 pesos, y el minero da mil a quien lo transporta sobre sus espaldas hasta Puerto Cambalache, punto de acopio a orillas del Inírida, distante una hora a pie, y 3.500 a la guerrilla como vacuna.
Cuando las Farc se tomaron la mina, en el 2010, mataron o expulsaron a los compradores que había e impusieron a los suyos, pero en las últimas semanas no apareció ninguno con dinero, por lo que cambian piedras por bienes y los almacenan hasta que llegue el billete. En San José del Guaviare ese kilo sube a 40.000 pesos; en Bogotá, a 60.000, y en el exterior se duplica o triplica, según calidades.
El año pasado la Policía, bajo el mando del coronel Luis Antonio Montenegro, en colaboración con la autoridad ambiental regional, la CDA, decomisó 4,7 toneladas en la capital del Guaviare, pero Rafael Rodríguez, propietario de Carey de los Cristales, una mina legal del Vichada, los reclamó como propios con su legión de abogados, y debieron devolvérselos, aunque las autoridades sospechaban que procedían de Cerro Tigre. Hasta la fecha, con los recursos disponibles, ha resultado imposible probar el auténtico origen del mineral. También en Puerto Inírida reposan varias toneladas que en años anteriores consiguieron incautar.
Guainía, región de la Orinoquia de una belleza exuberante y una población de apenas 45.000 habitantes, el 80 por ciento indígena, no obtiene rédito alguno de su tungsteno, puesto que, en teoría, no es suyo sino de sus departamentos vecinos. Incluso, en la reciente declaratoria de Zona de Reserva Minera Estratégica, ni mencionan ese mineral. Por tanto, lo que sigue moviendo su economía, máxime desde que la coca desapareció casi por completo del departamento tras la operación Gato Negro, del 2002, es el oro, que explotan de manera artesanal desde hace unos treinta años.
‘Cuando hay oro, hay para todos...’
De ahí que, más que lo que ocurre con el tungsteno, preocupan los últimos acontecimientos de las minas de oro al otro lado de la frontera, en Venezuela, donde miles de colombianos –tres o cuatro mil– buscan el precioso metal con un esfuerzo titánico, en condiciones infrahumanas y arrasando la Naturaleza.
En especial, después de lo sucedido el 7 de julio pasado, cuando el Ejército venezolano entró disparando a la mina El Moyo, abierta en plena sabana en el término municipal de San Fernando de Atabapo Estado Amazonas-, a cuarenta y cinco minutos en fuera borda de Puerto Inírida. De los 1.200 mineros que se encontraban en ese momento, murieron dos o tres, según relatan testigos presentes en la refriega. Dicen que fue el propio frente ‘Acacio Medina’ de las Farc el que pidió la intervención militar, porque se les había salido de las manos el control del yacimiento.
Para imponer orden en la mina venezolana, porque la Guardia nacional y el Ejército bolivariano les permiten ejercer el mando, comenzaron por reducir a menos de la mitad el número de obreros y a un tercio las máquinas –había 70–, y prohibieron el trago, que causaba frecuentes peleas. “Eso es bueno, así uno está en lo que está”, comenta un minero que espera regresar pronto. “Pero de madrugada –allá solo trabajamos en la noche para que no nos vean los helicópteros, aunque pagamos a la ley–, cuando uno está metido en un pozo, mojado y muerto del frío, lo único que calienta es el ron o el aguardiente”. Descansan en el día, arropados por la espesura de las madreselvas de los alrededores.
Fiebre de hambre
Ni los riesgos que corren ni el rosario de vacunas que les imponen desde el primer día logran apartarlos del oro. Su odisea se inicia en Puerto Inírida, siempre al oscurecer, y ya en San Fernando la Guardia Nacional exige un dinero para dejarlos pasar. Tras cuatro horas de recorrido por río y varias más de terrible caminata –“hay mujeres gordas que demoran ocho horas”, dice una– arriban a El Moyo, donde tienen que producir rápido porque los pagos a partir de ese momento son en gramos o rayas de oro (diez por gramo).
Al Ejército bolivariano le abonan cinco gramos; a la Guardia Nacional apostada en los alrededores de la mina y a la guerrilla, lo mismo; al guachimán pendiente de los helicópteros que aparecen por sorpresa, porque deben dar positivos de vez en cuando, un gramo.
“Cuando hay oro, uno no lo piensa porque hay para todos. El problema es cuando no lo hay y de todas maneras hay que pagar. Le dicen ‘usted verá cómo hace, pero que paga, paga’ ”, cuenta un minero que lleva años arrancándoles el oro a las entrañas de Venezuela.
Quien tiene el infortunio de caer en las esporádicas redadas policiales va a parar a la cárcel Cedja, de Puerto Ayacucho, la localidad donde el presidente Santos se reunió recientemente con Maduro. “Conmigo, en el primer piso, había unos veinte, y otro tanto en el segundo piso”, recuerda Uriel Ruiz, un lanchero al que la Guardia Nacional detuvo por indocumentado en el Inírida en aguas colombianas, y permaneció interno tres meses con acusaciones de dudosa veracidad.
Por regla general, pasan entre seis y ocho meses presos y, en cuanto quedan libres, su único pensamiento es volver a la mina. “El minero es como la cucaracha: lo barren, pero siempre cae para dentro. No es fiebre de oro, lo nuestro es fiebre de hambre. Y mientras la Guardia venezolana sea tan corrupta, esto no lo para nadie. Es que en Venezuela hay mucho oro y no joden tanto como en Colombia”, dice un minero costeño.
El oro que consiguen sacar, si no se lo roba la propia Guardia a lo largo de la ruta, o cae en manos de asaltantes, lo venden en Puerto Inírida, donde hay tres establecimientos legales e igual número de informales.
“Guainía se sostiene por el oro, porque aquí no hay industria ni empresas, los únicos que dan empleo son los organismos del Estado, la gobernación, la alcaldía y las balsas”, afirma Sergio Varón, presidente de la Cooperativa de Mineros.
A diferencia de las minas tierra adentro de Venezuela, en Guainía, declarada reserva forestal en segundo grado desde 1959, lo buscan en los ríos. Hay 20 balsas en el Inírida y otro tanto en el Atabapo, unas embarcaciones pequeñas con una motobomba y un tubo para absorber la arena del fondo.
Cada una emplea a ocho personas, incluyendo a la cocinera, la mayoría de comunidades indígenas ribereñas. De las 77.000 hectáreas de resguardos indígenas, 44.000 fueron declaradas zonas mineras a principios de los 90, aunque apenas explotan el 1 por ciento de sus territorios. “No tenemos otros trabajos como la minería. Nos beneficia a toda la comunidad. La minería que hacemos es artesanal, no es criminal, y cumplimos normas para no dañar el medioambiente. Pero todos queremos ser legales”, indica Carlos Julio Rodríguez, capitán de la mina del venado, caserío cercano a los imponentes cerros de Maracuve. “Si vienen las multinacionales con todo su poder económico, nos van a correr y el Gobierno no nos defenderá”, asegura.
Sobre la autora
Salud Hernández- Mora es una española radicada en Colombia. Columnista de este diario y corresponsal de ‘El Mundo’, de España. En EL TIEMPO escribe crónicas de zonas de conflicto.
SALUD HERNÁNDEZ-MORA
Especial para EL TIEMPO
Puerto Inírida (Guainía).
SALUD HERNÁNDEZ-MORA
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