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El mundo de los condenados con trastornos mentales

En 16 años, la clínica San Juan de Dios, en el oriente antioqueño, ha atendido 163 inimputables.

La estatua de un hombre compasivo que carga en brazos a un moribundo, custodia la entrada de la clínica San Juan de Dios de La Ceja, donde se encuentra un lugar único en Antioquia. Y de los pocos que hay en Colombia. Se sabe de uno más en Nariño y otro en Cundinamarca, cuenta Guillermo León Molina, director de la clínica.
En aquel pabellón, casi todos sus habitantes hablan escasamente y con recelo. Pero dicen mucho con sus miradas. Las hay de enojo, ensimismamiento, cordialidad. Aun así, todas tienen en su manera de dirigirse al mundo un dejo de tristeza casi imperceptible, ahogado en el diario vivir. Y en tener que llevar sobre sus espaldas una pesada carga.
Son 50 hombres y cuatro mujeres que deben convivir a diario con rigurosa cercanía. Se han convertido en casi una familia. Para muchos, la única que tienen. Pero además del espacio que comparten, están unidos por tres eventos determinantes en sus vidas: asesinaron a alguien, padecen una enfermedad mental y fueron condenados a penas que van incluso hasta los 30 años.
También tienen en común la definición que reciben: son inimputables. Pese a haber cometido un grave delito y estar condenados a la privación de su libertad, no pueden cumplir la pena en un centro carcelario. Así lo determinó un dictamen de Medicina Legal tras realizarles exámenes psiquiátricos, según los cuales los delitos se cometieron en estado de inconsciencia. La mayoría de las veces guiados por alucinaciones o voces.
El terapeuta ocupacional Miller Yela, un nariñense de 27 años, pasa de lunes a sábado con los inimputables. Solo con la ayuda constante de dos auxiliares de terapia ocupacional y uno de enfermería. Conoce bien cada historia. Sabe qué se esconde en cada mente. Es el encargado de determinar en cuál actividad se desempeñará mejor cada uno.
Los dos diagnósticos más frecuentes entre sus pacientes son la esquizofrenia y el trastorno afectivo bipolar, aunque hay otras condiciones como la psicosis y el retardo mental severo. A muchos casos se suma el abuso de sustancias psicoactivas en el pasado. Yela está convencido de que los homicidios no habrían ocurrido si se hubieran tratado las enfermedades a tiempo.
Para Miller es vital entender que son seres humanos. Es la filosofía de la clínica. El director lo repite: “Estos pacientes cometieron un delito, son un riesgo para la sociedad, pero son personas y no podemos juzgarlos porque no somos jueces, solo podemos contribuir para que paguen una pena en condiciones humanas y ayudarlos para que hagan un proceso de reintegración”.
Los 54 inimputables, que provienen de Antioquia, Caldas, Bogotá, Nariño y Valle del Cauca, pasan sus días en medio de actividades diversas con propósitos ocultos y que el personal que los atiende tiene muy claros: mejorar la tolerancia, mantener vigentes sus rutinas diarias, incentivar un buen comportamiento y sentar las bases para una real resocialización cuando cumplan la condena.
Es jueves en la mañana y todos están en la zona de terapia ocupacional. Un espacio dividido en amplios salones y una gran zona verde. En La Ceja hay sol en esta época. Cada día se los ve a unos con la mirada fija en un punto invisible. A otros dialogando en voz alta consigo mismos. Algunos sumidos en su mundo imaginado.
Los demás se dividen en grupos: el que fabrica bolsas, el que hace las tarjetas para el Día de la Mujer, el que aprende a sumar y restar, el que va al huerto y el que hace collares y pulseras. Los más viejos juegan dominó. Miller y sus compañeros se enfocan en tratarlos a todos, animarlos y acompañarlos en sus actividades.
La clínica San Juan de Dios, ubicada en el oriente antioqueño, y conocida por atender a tres de los sobrevivientes del accidente del vuelo que transportaba al equipo Chapecoense, lleva ya 16 años recibiendo a esta población. Por su Programa de Rehabilitación Integral (PRI) han pasado 163 inimputables. El contrato para albergarlos es renovado cada año con el Ministerio de Justicia, a través de la Secretaría Seccional de Salud y Protección Social de Antioquia. Actualmente están en capacidad de cuidar a 60.
Hernán Darío* espera, como todos, que lleguen las 2 de la tarde para jugar uno de los dos partidos semanales a los que tienen derecho. A su cargo tiene siete alumnos. Compañeros del programa que están aprendiendo a leer, escribir, sumar y restar. Casi todos, mayores que él.
Enseñar es el método que encontró este hombre afortunado en los negocios para que el tiempo no se le haga eterno ante la ausencia de su compañera sentimental y sus dos hijos. La recomendación de dar clases se la hizo Miller. También lee todos los libros posibles, un hábito que mantuvo durante los 25 meses que estuvo en la cárcel de Bellavista, en Medellín. Ahora le empezó a gustar la poesía.
Detesta a los abogados. Dice que en su proceso le robaron mucho dinero. Sin embargo, en el pasado estudió dos semestres de Derecho, en la Universidad de Medellín. Le apasiona estar informado y hacer parte del mundo exterior.
Eso fue lo que lo impulsó a llevar la democracia al pabellón del PRI. Logró que las psicólogas le consiguieran cartillas que explicaban los acuerdos logrados en La Habana entre el Gobierno y las Farc y los estudió con sus compañeros.
Tres días antes del 2 de octubre del 2016, se acercaron a una urna para depositar su voto. Los tarjetones eran casi idénticos a los reales. El resultado fue el ‘Sí’ rotundo al plebiscito por la paz. Hernán Darío, tras conocer la decisión de los demás colombianos, aprendió una lección simbólica. Sabe muy bien por qué está privado de la libertad. Tiene esperanza de recuperarla antes del fin de año. Piensa que también le ayudará el hecho de llevar casi tres años sin recaídas en su trastorno bipolar.
Recuerda su éxito “antes de lo sucedido”, es decir, su vida previa al delito que cometió. Entre ellos es un secreto a voces, pero no con los que están al otro lado del muro. Temen, tal vez, ser juzgados. Sus expedientes están custodiados en un cajón de archivos en una de las oficinas de la clínica, donde cuelga de una pared la imagen de San Juan de Dios.
Miller es de las pocas personas en quien los inimputables confían. No es sencillo que otros comprendan su pasado. Algunos ocuparon las portadas de periódicos. Otros descubrieron tarde que ese monstruo al que querían combatir era un ser querido al que nunca más verán.
Miller es consciente de que son impredecibles y que deben ser estrictos con su medicación. Está seguro de que cada uno hace lo que más le conviene, aun con los riesgos que se corren: hay algunos cuyas actividades requieren el uso de bisturí, una pala, unas tijeras, un azadón, que no usan para fines diferentes a los de cumplir su labor. “La gente discrimina porque no tiene conocimiento de la patología de ellos, su trastorno mental. Para lograr que se resocialicen, en cualquier actividad lo importante es la estrategia que se use, porque permite modular la conducta”, anota.
No todo es color de rosa. A veces hay peleas en las que pueden involucrarse hasta ocho y 10 personas, y agresiones al personal que los cuida. El director de la clínica nunca olvidará el día en que una paciente con esquizofrenia lo agarró con fuerza y lo paseó por casi todo el hospital Mental de Antioquia, cuando hacía su práctica. El destino lo llevó a dirigir una clínica de salud mental y hoy solo ve en sus pacientes seres humanos que merecen trato digno y garantía de sus derechos.
Las enfermedades de los inimputables pueden pasar de un estado de control a una crisis. Es ahí cuando tienen que activar el código verde, implementar medidas de contención con el personal de enfermería y llevar al paciente a un cuarto de observación, del que saldrá solo si está apto para convivir con los demás.
Nunca hubo fugas, aseguran el director y el terapeuta. Sería fácil saltar uno de los muros o confundirse con los visitantes en alguna actividad.
Miller y sus compañeros no tienen armas ni las contexturas apropiadas para enfrentarse a alguien. Son cuatro personas que reconocen que su mayor arma es el amor por lo que hacen.
Algo más que mueve a los inimputables a permanecer en la clínica. Nunca más pisar una cárcel como la Modelo o Bellavista, en las que se exponen a la crisis carcelaria que vive el país, a una mala alimentación y al hacinamiento que ahoga a los internos. Muchos coinciden en eso y se sienten afortunados de estar en la San Juan de Dios, donde la espera por la libertad se hace más llevadera. Además, en la clínica hay permisos terapéuticos frecuentes. Margarita María Parra, psicóloga del PRI, cuenta que es indispensable compartir tiempo con sus familias y hacer ejercicios sobre la vida que tendrán en el futuro.
Psicólogos y psiquiatras entregan un parte de seguimiento y, con base en él, el juez otorga o deniega las salidas, que pueden durar hasta 15 días, bajo la responsabilidad de los familiares.
Hernán Darío pudo salir por primera vez en febrero. Por 72 horas pudo organizar asuntos de su vida y visitar a familiares que no veía hace muchos años. Disfrutó como un niño del tranvía de Ayacucho, que no conocía, y aprovechó para ver la ciudad desde las alturas del último cable inaugurado en Medellín.
Los permisos terapéuticos se suman a las visitas de los viernes y sábados. Solo pueden asistir los familiares de primer grado de consanguinidad: padres, hermanos e hijos, estos últimos con autorización del psiquiatra. Es una de las terapias más importantes, pues en muchos casos hubo que pasar por un proceso de reconciliación. No les resulta fácil abrazar a quien asesinó a uno de sus seres queridos.
Algunos nunca disfrutan la presencia de personas que les recuerden cómo se siente estar en casa. Es el caso de Armando*, de 54 años, proveniente de Marulanda, Caldas. Ha pasado los últimos 16 años en el PRI. Hace cualquier tarea que le pongan, porque su mayor pesadilla es el letargo que viene con el transcurrir lento de las horas. Su sueño es que alguien lo lleve un rato al pueblo para dar un paseo, esa sería su única posibilidad de traspasar los muros de la clínica. Asegura que está allí por enfermedad, no por homicidio. Todos saben que no es cierto.
Una suerte menos infortunada corre Francisco*, quien está desde el 7 de mayo del 2012 en la clínica. Aquí deberá vivir cuatro años más. Su hogar está en Turbo, Urabá. Sus padres y sus hermanos solo pueden visitarlo de vez en cuando, por falta de recursos para viajar con frecuencia.
Francisco fue soldado y está diagnosticado con esquizofrenia. Ahoga sus penas en el taller de bolsas, donde fabrican casi 1.500 al día, todas para usar en la clínica. Le gusta la música, compone e interpreta canciones en los eventos y celebraciones. Sueña con regresar a su tierra, comprar un solar y hacer habitaciones para alquilar.
Miller va a dar un paseo por el huerto. Siete pacientes laboran sin descanso, bajo la supervisión de un hombre ya mayor. Allí podría pasar cualquier cosa y nadie se enteraría. Es fácil escapar. Pero allí todos están muy ocupados labrando bajo el sol. En la finca vecina hay vacas pastando.
Las hortalizas, el fríjol y el maíz que cultivan los utilizan para la alimentación de la clínica, donde todos agradecen que las comidas sean de calidad, buen sabor y bajo principios nutricionales estrictos. A las 12 en punto se sirve el almuerzo todos los días. Hay un comedor único para los inimputables. Después de comer, muchos ayudan en las labores de limpieza, como fregar el piso y recoger la mesa. Algunos podrán hacer una siesta antes de volver a las actividades normales. Al caer la tarde, cenan y toman su medicación, que activa todos sus estadios de sueño, explicó Miller. A las 7 de la noche ya deben estar dormidos. A menos que haya permiso para ver un partido de fútbol o tener un poco de diversión.
Las habitaciones están sistemáticamente organizadas, tres camas en cada una, con colchas iguales, como las de un hogar cualquiera. No parece un hospital. Hay orden. Miller contó por qué no tienen nada más que las camas y la ropa.
Son acumuladores, si se les deja guardar todo, el desastre sería monumental.
La vida en la clínica es la mejor que pudieron haber encontrado. El cielo se extiende hacia el infinito. Los árboles abundan. Nadie imagina ese mundo que se oculta en la cotidianidad de aquel lugar. Ese mundo donde Miller y sus compañeros hacen honor al monumento de San Juan de Dios que preside la entrada.
HEIDI TAMAYO ORTIZ
Corresponsal de EL TIEMPO
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